6. El Espíritu Santo hace a los hombres hijos de Dios y herederos

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Ver las otras partes de la tesis:

Introducción
1. Relación entre el Espíritu Santo y el hombre
2. El Amor de Dios derramado por el Espíritu Santo
3. La fuerza y el poder eterno de Dios por el Espíritu Santo
4. El Espíritu Santo santifica y libera
5. El Espíritu Santo da una nueva vida

icono_espritu_santo1101035.jpgEl término hijo implica la pertenencia a una familia donde se comparten de alguna manera los bienes paternos. Los temas expuestos hasta ahora pueden considerarse como bienes espirituales recibidos gracias a la presencia del Espíritu Santo en el corazón de las personas: el amor, la fuerza, el poder, la libertad, la santidad, la nueva vida. Poseerlos, ¿no podría ser interpretado como una manera de participar del pan de los hijos?[1].

 

El libro del Génesis nos dice que el hombre[2] fue creado a imagen de Dios[3], de quien recibió el aliento de vida[4]. Al principio, la humanidad gozaba de una justicia original, es decir, de un estado en el que mantenía la semejanza con Dios sin desfiguraciones ni corrupciones, cosa que le permitía conservar el ordenamiento interior y la orientación hacia Dios, asegurando así las condiciones para la salvación eterna. Explícitamente, no se encuentra escrito en el Génesis el nombramiento de hijos a los hombres, pero si han recibido la vida directamente de Dios y han sido modelados a su imagen y semejanza, y además, gozan de un estado de vida privilegiado con una relación de tu a tu[5] con el Señor, por analogía a una familia en la que los hijos reciben la vida de los padres, nacen a su imagen y semejanza, y participan de la vida familiar con un trato confiado, podemos pensar que aquellas primeras personas eran consideradas hijas del Creador. No obstante, se trataría de unos hijos receptores de grandes privilegios sobrenaturales, pero viviendo en un paraíso terrenal y no en la casa del Padre. Es lógico pensar que si aquellas criaturas fueron creadas en una justicia original, después de una primera etapa de existencia en el paraíso, podrían acceder al cielo y participar de una filiación con todos los derechos.

 

Ahora bien, así como la entrada del pecado provocó un cambio en la situación del hombre en los terrenos de la libertad, la santidad y la vida, también afectó negativamente en la filiación. Se perdieron aquellos privilegios originales[6], incluso la posibilidad de ser inmortal, como puede interpretarse en las palabras de Dios, encontradas en el Génesis: «eres polvo y al polvo tornarás»[7]. San Pablo, refiriéndose a Adán, dijo a los romanos: «por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte»[8]; e involucrando a todos, escribió: «tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado»[9]. Entonces, aquellas personas destinadas a vivir como hijos de Dios, por una desobediencia inicial, pasaron a ser esclavos del propio mal que cometieron y de aquel que los tentó; situación que se ha generalizado a toda persona. En la Carta a los Romanos también podemos leer: «yo soy de carne, vendido al poder del pecado»[10]. Por lo tanto si alguien es esclavo significa que no goza de los beneficios de los hijos. La conducta guiada por los actos terrenales provoca una enemistad con el Señor, como podemos leer en la Carta a los Romanos: «las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios»[11]. Y también hace referencia a un tiempo en el que los hombres eran enemigos de Dios: «cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo»[12]. Debido a una desobediencia original[13] toda la humanidad se convierte en esclava del pecado, inclinada a los intereses terrenales contrarios a la ley de Dios, y por tanto, enemiga del Señor. Como consecuencia, el hombre pasa de ser tratado como un hijo a sufrir las consecuencias de la esclavitud. Ante esta realidad, podríamos preguntarnos ¿Aún siendo enemigos de Dios y esclavos del pecado, los hombres también son hijos? . Se pueden encontrar en la Biblia expresiones referentes al pecado, la muerte, la condena, el castigo, la esclavitud, no poseer la herencia, y cosas parecidas, pero, no he logrado hallar ningún texto que diga algo parecido a no ser hijos o dejar de serlo.

 

Incluso después de surgir la enemistad y tras la expulsión del paraíso[14], Yahveh continuó manteniendo un cierto contacto con la humanidad. Escogió personas para iniciar todo el proceso de salvación, como expone el recorrido bíblico. Después de unos inicios algo desordenados[15] en los que el Señor tubo que intervenir en diversas ocasiones para establecer un cierto orden[16], llegó un gran hombre a partir del cual se inició un nuevo pueblo o linaje. Se trata de Abraham, de quien Pablo hace referencia en la Carta a los romanos cuando habla de su fe: «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia»[17]. Es decir, el Patriarca obtuvo la justicia salvadora antes de tiempo gracias a su extraordinaria fe. De este hombre, descendiente directo de Adán y de su hijo Set, quien sustituyó al asesinado Abel[18], nace un nuevo linaje bendecido por Yahveh[19]. San Pablo nombra la cabeza del linaje en la Carta a los Romanos cuando dice: «¿Qué diremos, pues, de Abraham, nuestro padre según la carne?»[20]. También, en el Evangelio de San Juan, unos judíos que discutían con Jesús dijeron: «Nuestro padre es Abraham»[21]. Durante la etapa del Antiguo Testamento existía un linaje humano escogido, privilegiado con unos profetas, una ley y un sacerdocio. Todo esto permitía alcanzar unos beneficios reservados únicamente para los escogidos, es decir, los descendientes de Abraham.

 

San Pablo, en la Carta a los Romanos, hablando de los israelitas escribe: «los israelitas, de los cuales es la adopción filial»[22]. Así pues, aunque existía una distancia irreconciliable entre el hombre pecador y el Todopoderoso, a veces aparecen textos refiriéndose a los elegidos, según un linaje escogido por Dios, como hijos de Yahveh[23]. No se trata de cualquier pueblo, sino de su Pueblo[24] y de sus hijos, quienes pueden beneficiarse anticipadamente de muchos de los privilegios que después estarán al alcance de toda persona. Un texto del libro de Isaías, donde Dios habla de su Pueblo y de sus hijos, ayuda a corroborar el texto de Pablo: «De cierto que ellos son mi pueblo, hijos que no engañarán»[25]. Pero el pueblo de Dios no era perfecto y a veces se convertía en enemigo suyo a causa de un mal comportamiento, como muestra el mismo libro de Isaías: «él mismo en persona los liberó. Por su amor y compasión él los rescató: los levantó y los llevó todos los días desde siempre. Mas ellos se rebelaron y contristaron a su Espíritu Santo, y él se convirtió en su enemigo, guerreó contra ellos»[26]. Por un lado Dios considera los elegidos como hijos y los trata con amor paterno, pero también cabe observar con que rapidez se puede pasar de hijo a enemigo, aunque no se pierda el privilegio de ser elegido. Solamente hace falta una cierta rebeldía para recibir el mismo trato que los adversarios. Considero que, aún y sufriendo las consecuencias negativas, los enemigos siguen siendo hijos en potencia, de manera que si reconducen su actitud pueden recibir el perdón y volver a ser considerados miembros del pueblo de Dios, pudiendo volver a gozar de los beneficios correspondientes.

 

No aparecen demasiadas expresiones de parte de los judíos llamando padre a Yahveh. El libro de Tobías, expone la existencia de una cierta conciencia de esta paternidad cuando dice: «Exaltadle ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos»[27]. Si Israel bendecía a Dios debía ser porque alguna cosa había experimentado; igualmente, si le consideraba Padre, debía ser porque existía algún fundamento histórico que revelaba esta paternidad. Pero, a este Dios y Padre únicamente algunos hombres escogidos del pueblo de Israel podían acceder directamente a través de los rituales y de los lugares santos. El resto del pueblo no estaba autorizado para tener un contacto directo con el Sagrado ni con las cosas sagradas[28]. Mientras, los pueblos no judíos parecen quedar excluidos de los privilegios espirituales de Israel ya que ni tan siquiera reciben el nombre de elegidos o hijos. Esta forma tan exclusiva de relación con Dios y Padre dejaba al margen muchas personas. ¿Podía el amor de Dios excluir del trato de hijos a multitudes por el mero hecho de no pertenecer a un linaje humano?. Parece ser que en los inicios del proceso de salvación existía una gran diferencia de trato entre el pueblo judío y el resto de la humanidad.

 

 

San Pablo, en la Carta a los Gálatas, habla de una plenitud del tiempo y de un Hijo: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo»[29]. Y, en la Carta a los Efesios defiende que gracias a Jesús, el Hijo, llega una nueva posibilidad de acercamiento a Dios: «mediante la fe en él (Cristo), nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios»[30]. Vemos que se trata de una accesibilidad mediante la fe y sin límites por razones de linajes, es decir, hay plena libertad para todos.  La llegada del cambio está vinculada a la venida de Jesús en la plenitud de los tiempos. Si se produce una apertura de Dios para todos, sería lógico pensar que también se da la posibilidad de una acceso generalizado a la filiación y a los beneficios que esto supone. En la Antigua Alianza Dios quiso conceder el trato de hijos a unos hombres aún esclavos del pecado, enemigos y débiles, por el hecho de pertenecer a un linaje humano. Esto fue una anticipación, gracias a la fe[31], de una regeneración  que alcanzaría a toda la humanidad y que llegaría en la plenitud de los tiempos.

 

 6.1. Jesús nos acerca al Padre

Jesús dijo: «Nadie va al Padre sino por mí»[32]. Sobre el acercamiento a Dios, en la Carta a los Efesios podemos leer:

«estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo […] Él es nuestra paz. el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad […] para crear en si mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz. […] Por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu»[33]

Jesús, reconciliándonos con Dios, ha eliminado la enemistad que existía y nos ha permitido acceder al Padre. Por lo tanto, si aquel a quien se accede se le llama Padre, como hace Jesús, cabe pensar que los que van a Él es porque se sienten hijos.

Si en la justificación y la salvación se habló de lo imprescindible de la fe, en la filiación también juega un papel muy importante, según se deduce de este texto de la Carta a los Gálatas: «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa»[34]. Aquellos considerados paganos y excluidos de los privilegios de Israel, gracias a la fe, forman parte de los hijos elegidos de Dios. En la Carta a los Romanos se argumenta la adhesión de nuevos hijos venidos de pueblos no judíos con unas palabras extraídas del profeta Oseas: «Como dice también Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo; y amada mía a la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se les dijo: No sois mi pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo»[35]. Y en otra parte de la misma carta podemos leer: «algunas ramas fueron desgajadas, mientras tú, olivo silvestre, fuiste injertado entre ellas, hecho partícipe con ellas de la raíz y de la savia del olivo […] En cuanto a ellos (Israel), si no se obstinan en la incredulidad, serán injertados; que poderoso es Dios para injertarlos de nuevo»[36]. El olivo silvestre hace referencia a los gentiles o paganos, quienes, gracias a la fe en Cristo son injertados en el olivo de Israel, es decir, la descendencia de Abraham. De esta manera llegamos a ser hijos de Dios conjuntamente con los que ya lo eran mediante el linaje humano elegido. La admisión se ha generalizado a todos los pueblos gracias a que Cristo ha eliminado la enemistad con Dios. Por este motivo, los anteriormente excluidos pueden optar a la filiación unidos a los que ya la gozaban anticipadamente. Ambos gracias a la sangre de Jesús derramada en la Cruz, y ambos con las mismas opciones y posibilidad de privilegios, a partir de este momento. Debe quedar clara la diferencia entre la posibilidad de acceder al Padre como hijos y su realización efectiva. De momento Jesús elimina toda barrera limitadora, pero cada ser humano tendrá que hacer alguna cosa para poder formar parte de los hijos.

La fe siempre ha estado presente, ya sea en Abraham y sus descendientes como en los paganos incorporados posteriormente al pueblo de Dios. No obstante, Pablo dijo: «si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe»[37]. La fe de Abraham y la de cualquier hombre no serviría de nada si Jesucristo no nos hubiera justificado y reconciliado con el Padre, y por tanto si no hubiese muerto y resucitado, demostrando que ha derrotado el poder del pecado y que su poder es superior al de la muerte. Por este motivo Abraham y su descendencia gozaban de unos privilegios, aunque anticipados, siempre en virtud de la justificación futura en Cristo[38].

En la Carta a los Romanos se dice lo siguiente del pueblo judío: «los israelitas, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne»
[39]. Analizando el texto podemos observar los principales privilegios de los primeros hijos de Dios según el linaje humano. La gracia de ser hijos encabeza la lista, y entre el surtido de beneficios destaco la ley o legislación y Cristo. La Ley era un tesoro de valor incalculable para los israelitas y, mientras mantuvieron en posesión el Arca de la Alianza, depositaron en su interior las tablas de piedra con los mandamientos que Dios había transmitido a Moisés en el Sinaí[40]. No aparece en la Biblia ningún otro pueblo al cual se le haya dado esta ley escrita, de manera que una vez más es evidente el gran privilegio de este pueblo escogido. Pero aún siendo una cosa buena, santa y justa[41], la Ley dio conocimiento del pecado y trajo la condenación en lugar de salvación. San Pablo dijo a los romanos: «soy de carne, vendido al poder del pecado»[42]; y, «tanto judíos como griegos están todos bajo el poder del pecado»[43]. Los antiguos israelitas eran considerados y tratados como hijos gracias a la fe en Dios, lo cual les fue reputado como justicia[44], avanzando los beneficios de la filiación en el tiempo. Pero existía una dicotomía, pues por un lado eran hijos y por otro esclavos. Por tanto, hay que suponer que los beneficios de la filiación todavía deberían evolucionar a un nivel cualitativo superior.

En la Carta a los Gálatas encontramos este texto: «Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva»
[45]. Si quienes viven bajo la Ley son los miembros del pueblo de Israel y ya habían recibido el nombramiento de hijos, ¿Por qué Pablo dice que Jesús vino a rescatarlos para que recibieran la filiación? Considero que Jesús vino a traer la plenitud, no únicamente en el aspecto histórico sino también en lo concerniente al nivel cualitativo de los hijos. De esta forma, rescatándolos del dominio de la Ley, con una presencia del Espíritu de Dios en su interior, con un amor renovado, con nuevas fuerzas y poder de Dios, con plena libertad y santificados, y con una vida totalmente regenerada, acceden a una condición de hijos muy superior a la anterior, gracias a la fe y ya no por los límites del linaje humano.

Según el Evangelio Según San Juan, Jesús dijo: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios»
[46]; y en el Evangelio Según San Mateo dice: «Id, avisad a mis hermanos»[47]. Jesucristo, el Hijo de Dios, nos está diciendo que comparte el mismo Padre con los hombres, a quienes también llama hermanos. Jesús concede este privilegio a todo aquel que cree en él, como podemos leer en el prólogo del Evangelio Según San Juan: «a todos los que la recibieron (la Palabra) les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre»[48]. También, en la Primera Carta de Juan se afirma explícitamente que somos hijos del Padre: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!»[49]. Esta última cita vincula el amor divino con la filiación. Ciertamente, aunque las palabras del hagiógrafo apunten directamente al resultado final, el amor está presente en todo el proceso de rescate de la humanidad y de manera especial en el momento culminante de la muerte y la resurrección de Cristo[50]. Así pues, una vez llegada la plenitud de los tiempos, todo aquel que recibe a Jesucristo y cree en él participa de su linaje, ya sea del humano procedente del pueblo de Israel como también del divino. Esto significa que el hombre es divinizado en Cristo. San Atanasio se refería a este acontecimiento con estas palabras: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios»[51]. Y San Tomás de Aquino escribió: «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres»[52]. El hombre, a partir de la gracia redentora de Jesucristo recupera un nivel de vida espiritual sin límites, muy por encima de lo conocido por el pueblo elegido en los tiempos del Antiguo Testamento, ya que puede participar de la naturaleza divina y optar a la vida eterna.

Los tiempos posteriores a Jesucristo incluyen una novedad en el caminar de la existencia humana. San Pablo dijo a los romanos: «hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la letra vieja»
[53]. El Espíritu inaugura un nuevo camino, evidentemente esto significa que hay un final para algo viejo anterior y un inicio para otra realidad, donde puede incluirse la de los hijos de Dios según el Espíritu. Ciertamente, los hijos de Dios nacidos bajo la Nueva Alianza, es decir, después de la venida de Cristo, gozan de un nivel de beneficios cualitativamente muy superior a lo que existía durante la Antigua Alianza. Debe existir un nuevo elemento del que la antigua humanidad estaba privada, pero en los nuevos tiempos, gracias a Jesús, esta novedad se ha puesto a disposición de los cristianos. Creo y defiendo que este elemento, no siendo algo sino alguien, se trata del Espíritu Santo. De hecho no se trata de algo nuevo, pues ha existido desde siempre, pero si es nueva la forma de manifestarse y de trabajar en los seres humanos. A continuación trataré la acción del Espíritu Santo en relación a la obtención de la filiación proporcionada por Jesús.

6.2. El Espíritu Santo nos hace exclamar Abbá, Padre

Llegados a este punto, considero imprescindible reproducir lo que San Pablo escribió a los romanos en referencia a la filiación: «no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos
[54] que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios»[55]. En la Carta a los Gálatas se especifica este hecho de la siguiente manera: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!»[56]. San Pablo explica en la Carta a los Romanos que el Espíritu nos hace hijos y nos hace exclamar la misma expresión que Jesús dirigía al Padre, Abbá; y uniéndose a nuestro espíritu testifica la veracidad de este acontecimiento. A los gálatas les dice que con la venida del Espíritu del Hijo a nuestros corazones queda probada nuestra filiación, y desde nuestro interior él también exclama Abbá. Por tanto, encontramos dos exclamaciones al Padre, uno parte del hombre estimulado por el Espíritu Santo y el otro parte del mismo Hijo mediante su Espíritu, y los dos surgen al unísono del mismo lugar: los templos de carne y hueso o el interior de la persona.

En el texto enviado a los romanos dice que el Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu, por lo que entiendo que la exclamación del hombre surge de su espíritu en comunión con el de Cristo. Considero que es así porque cuando el hombre se dirige al Padre desde lo más íntimo de su ser, supera toda racionalidad y se introduce en el terreno del espíritu. En cambio, en la Carta a los Gálatas es el Espíritu Santo quien exclama, pero lo hace desde la persona. En el primer caso (Carta a los Romanos) un Espíritu motiva al otro; en el segundo se trata de una localización desde donde se realiza el grito. Un espíritu no puede habitar dentro de otro, pero sí pueden vivir en comunión. Esto es lo que sucede en el templo humano, donde cohabitan ambos. Por este motivo el Espíritu es enviado a los corazones y allí se une al espíritu humano, y no al revés, es decir, enviado a los espíritus y unido a los corazones. Es como si el Espíritu de Jesús, una vez en el hombre, dijera al espíritu humano[57]: eres hijo del Padre y hermano mío, canta conmigo, ¡Abbá!.

Debemos hacer una pausa para analizar la palabra «Abbá». Jesús se relacionaba con Dios de una forma nueva y original, llamándole Padre y con un estilo de oración que se salía de las normas de culto establecidas. La prueba la tenemos en la utilización que hace de la palabra Abbá
[58]. Surgido del lenguaje familiar e infantil, podríamos equipararlo con la palabra «papá», y expresa los sentimientos de abandono, confianza y de proximidad del niño respecto a su padre. No era habitual dirigirse con esta expresión al Todopoderoso, de hecho sólo aparece en el Nuevo Testamento; utilizada por Cristo. Jesús nació en un ambiente judío, asistía a la sinagoga y seguía fielmente las tradiciones de su pueblo. Esto significa que también recibió las influencias de las diferentes tradiciones y lo lógico habría sido que se comportara como todo el mundo y se dirigiera a Yahveh con la distancia adecuada a la mentalidad de aquella sociedad, en la que no era nada habitual utilizar la invocación de Padre para dirigirse a Dios, y si alguna vez aparece lo hace, seguramente, en sentido analógico: como un padre que crea, forma, guía y ama.

Gracias al testimonio, signos y palabras de Jesucristo el concepto del Dios soberano se ha enriquecido extraordinariamente. Dios Abbá no era un Dios lejano y estricto, al cual pocos podían llegar sin legítimos intermediarios. El Padre está mucho más próximo y Jesús nos lo acerca de una forma nunca conocida hasta su venida y estancia entre nosotros.

Aunque Jesús pone a nuestro alcance la filiación, esta no se realiza hasta que el Espíritu Santo la materializa en cada persona. Pablo no ve nuestra adopción de hijos como una cosa que podamos obtener únicamente por decidir seguir a Jesús. Primero tiene que venir el mismo Hijo de Dios y hacerse uno de nosotros para redimirnos o comprarnos. Después tiene que venir el Espíritu de Dios, que es el Espíritu del Hijo, a nuestro corazón para insuflarnos la nueva personalidad, es decir, para hacernos funcionar como hijos. Unas palabras de Alberto Magno y otras de San Tomás de Aquino pueden ayudar a ilustrar con más exactitud lo que intento explicar. Alberto dijo: «recibimos la filiación adoptiva según la similitud del Hijo de Dios por naturaleza y su comunicación se hace por el Espíritu Santo que produce en nosotros la imagen del Hijo y nos empuja a invocar al Padre»
[59]. Y San Tomás escribió: «La adopción, aunque es común a toda la Trinidad, es apropiada al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplar, al Espíritu Santo como a quien imprime la semejanza de este ejemplar en nosotros»[60]. Como dijo Pablo a los corintios, el Espíritu hace que los cristianos nazcan de nuevo convirtiéndoles en «una nueva creación»[61]. Más no se trata de ser adoptados según un título jurídico o moral, sino que nos hacemos partícipes de la misma sabia divina de Cristo y herederos con él. El Espíritu Santo también nos permite acceder a la herencia destinada a los hijos.

6.3. El Espíritu nos hace hijos y también herederos

En la Carta a los Romanos, después de afirmar que el Espíritu nos ha hecho hijos, podemos leer a continuación: «Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo»
[62]. Aporta una ganancia de valor incalculable el poder acceder a la herencia del Todopoderoso, y esto es posible una vez el hombre ha llegado a ser hijo. Se trata de recibir algo de Dios gracias a la filiación, pero alguien puede pensar si la herencia puede ser gozada en la vida terrenal o hay que esperar a la eternidad. Jesús, hablando de unos beneficios derivados de su seguimiento, dijo a los discípulos: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna»[63]. En este texto, aunque no se haga referencia a los hijos de Dios, se habla de unos beneficios que recibirán los seguidores de Cristo, iniciados durante la vida en el mundo y continuados en la vida eterna. San Pablo, en la Carta a los Romanos, habla del Espíritu como primicia: «nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo»[64]. Esto significa que ya tenemos acceso a la herencia, porque las primicias de la tierra eran aquellos primeros frutos que se consagraban a Dios, por lo tanto en sí ya eran frutos, aunque no constituían la totalidad de lo que se obtendría en la cosecha final. Igualmente sucede con todo lo que la persona recibe del Espíritu Santo. En el presente representan las primicias, pero en la eternidad llegará la totalidad. Los temas que se han ido tratando forman parte de las primicias: la relación con el Espíritu Santo, el amor de Dios, la fuerza y el poder de Dios, la libertad y la santidad, la vida nueva.

También se dice del Espíritu que es prenda o arras, como se escribía a los efesios: «El Espíritu Santo de la Promesa es prenda de nuestra herencia»[65]. Teniendo en cuenta que la prenda representa algo que garantiza el cumplimiento de un compromiso, quien tiene al Espíritu en su interior posee la prenda o las arras que garantizan la herencia eterna que Dios ha prometido. El Señor ha querido obsequiar con esta herencia a sus seguidores e hijos, como manifiesta la Primera Carta de Pedro: «Jesucristo […] nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, reservada en los cielos para vosotros»[66].

Jesús dijo, en el Evangelio Según San Juan: «el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre»
[67]. Por tanto, los esclavos quedan excluidos mientras que los hijos se quedan en la casa paternal. El hombre ha recibido la libertad del Espíritu Santo, y también gracias a él se ha iniciado un proceso que finalizará en una filiación con todos los derechos de herencia, ya sea, como primicias y arras, o bien en la plenitud del cielo. El punto final del recorrido es la entrada en la casa del Padre como hijo reconocido.

De la misma manera que se ha ido haciendo con cada tema, ésta último también finaliza con una síntesis esquematizada:

Los hijos de Dios
1 Al Principio de la Creación, aún sin ser llamado explícitamente hijo, el hombre recibía todo tipo de privilegios y gozaba de un trato personal con Dios.
2 Con la llegada del pecado la situación original sufrió un cambio radical.Aquellas personas receptoras de un trato que podía considerarse de hijos se convirtieron en esclavos del pecado. A partir de ese momento surgieron unas consecuencias negativas: enemistad con Dios, alejamiento y pérdida de dones preternaturales.
3 Gracias a la fe de Abraham, el Señor elige para sí un pueblo a partir de un linaje humano, al cual concede el tratamiento de hijo, con todos los beneficios y privilegios espirituales que esto supone. Era algo reservado únicamente para los judíos.
4 Jesucristo acerca la humanidad al Padre, destruyendo la enemistad que los separaba mediante el derramamiento de su sangre.El acceso a Dios, a partir de la venida de Cristo, permanece abierto a todos los que quieran aproximarse, sin limitaciones por temas de linajes humanos.
5 El Espíritu Santo nos hace hijos y herederos

El Espíritu de Dios realiza de forma efectiva la  filiación ofrecida a toda la humanidad.

El Espíritu de Jesús hace exclamar al hombre, dirigiéndose a Dios: Abbá.

Los hijos de Dios, por el Espíritu Santo recibido, obtienen una filiación superior en calidad y posibilidades espirituales que la anterior del Antiguo Testamento y supone una participación de la naturaleza divina y el acceso a la vida eterna.

Los hijos reciben la herencia. Se trata de unos beneficios iniciados en el mundo terrenal, gracias al Espíritu Santo, como primicia de lo que tiene que venir.

El Espíritu también es la prenda o las arras que garantizan el acceso de los hijos de Dios a la plenitud del cielo.

 



[1] Cf. Mt 15,26; Mc 7,27

[2] Hombre y mujer

[3] Cf. Gn 1,27

[4] Cf. Gn 2,7

[5] Cf. Gn 2,15-17; 3,8-19

[6] Cf. Gn 3,16-19

[7] Gn 3,19b

[8] Rm 5,12

[9] Rm 3,10

[10] Rm 7,14

[11] Rm 8,7-8. Hay que interpretar las tendencias de la carne como aquellas contrarias a la voluntad de Dios.

[12] Rm 5,10

[13] Cf. Rm 5,12-21

[14] Cf. Gn 3,23

[15] Se trata del tiempo entre Adán y Abraham.

[16] El diluvio (Gn 8-9) y la torre de Babel (Gn 11,1-9)

[17] Rm 4,3

[18] Cf. Gn 4,25. Es importante observar que Abraham no procede del homicida Caín.

[19] Cf. Gn 22,16-18

[20] Rm 4,1

[21] Jn 8,39

[22] Rm 9,4

[23] Esto es así gracias a la Alilanza

[24] Cf. Ex 3,7

[25] Is 63,8

[26] Is 63,9-10

[27] Tb 13,4; Cf. Is 63,16; 64,7

[28] Cf. Cap. 1.1

[29] Ga 4,4

[30] Ef 3,12

[31] Cf. Rm 4,3

[32] Jn 14,6b

[33] Ef 2,12-18

[34] Ga 3,26-29

[35] Rm 9,25-26

[36] Rm 11,17.23

[37] 1Co 15,14

[38] Cf. Rm 4,3

[39] Rm 9,4-5

[40] Cf. 1Re 8,9

[41] Cf. Rm 7,12

[42] Rm 7,14b

[43] Rm 3,10

[44] Cf. Rm 4,3; 4,5; 4,9; 4,22

[45] Ga 4,4-5

[46] Jn 20,17b

[47] Mt 28,10

[48] Jn 1,12

[49] 1Jn 3,1

[50] Cf. Cap. 2.1

[51] St. Atanasio, inc. 54,3. En CEC 460

[52] Santo Tomás de A., opusc 57 in festo Corp. Chr., 1. En CEC 460

[53] Rm 7,6

[54] En otras versiones se traduce: «el Espíritu que los hace hijos de Dios».  Así se ve mas clara la acción del Espíritu Santo.

[55] Rm 8,15-16

[56] Ga 4,6

[57] Cuando me refiero al espíritu humano no debe entenderse como una realidad independiente del resto de la persona. Aquello que el espíritu del hombre recibe puede ser vivido de alguna forma por la totalidad antropológica humana.

[58] Cf. Mc 14,36

[59] Cf. Yves M. – J. Congar, EL ESPÍRITU SANTO. Pàg. 301

[60]ST, III, q. 2, a.2 ad 3; en  Yves M. – J. Congar, EL ESPÍRITU SANTO. Pàg. 302

[61] 2Co 5,17

[62] Rm 8,17; Cf. Ga 4,7

[63] Mc 10,29

[64] Rm 8,23

[65] Ef 1,14; Cf. 2Co 1,22; 5,5

[66] 1Pe 1,3

[67] Jn 8,35

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