A Alfredo García Huetos las fiestas y el juego no le calmaban su desazón… pero Dios sanó sus miedos: «Jesucristo es mi Señor. Ya no me turba nada»

* El libro «El regreso del hijo pródigo» de Henri J. M. Nouwen fue un primer escalón para cambiar de vida y unirse a un grupo de oración  de la Renovación Carismática que le descubrió una experiencia viva de Dios

* «Permanezco en el tiempo perdurable y amoroso de Dios. Todo el pasado ha sido redimido. Físicamente estoy restablecido, han desaparecido viejos traumas y complejos; mi vida se ha unificado y no queda en mí ningún rencor»

20 de mayo de 2013.- (Alfredo García Huetos / Religión en Libertad / Camino Católico)   Alfredo García Huetos fue seminarista en sus tiempos jóvenes, pero tras salir de la vida religiosa «congeló» a Dios durante más de 20 años. Pero en esa huida permanente del Señor, Dios le estaba buscando con ansia. Esta es una historia de hoy del regreso del hijo pródigo a la casa del Padre. Él mismo cuenta su testimonio:

Hay un momento en nuestra vida que marca para siempre un antes y un después. Allá por los ochenta, mi práctica religiosa (años atrás había dejado el seminario) comenzaba a declinar. Fascinado por el vendaval de la movida yo me alejé de Dios. Aunque de cara a mis amigos pasaba por ser una persona feliz, e incluso religiosa, la realidad era muy otra; pero un perfecto dominio de mí mismo,me permitía disimular el oleaje interior de mi tormenta. Detectaba en mí una lenta traición a lo que había sido básico en mi vida; y necesitaba acallar mi desazón en fiestas, salidas, viajes o en actos literarios donde ser reconocido y admirado.

Me empezaba a atenazar una angustia difusa y mi carácter se volvía cada vez más irritable. Sin embargo, en medio de esta cadena de infelicidad, Dios me estaba preparando el camino de regreso a su hogar, aunque antes tendría que derramar todavía muchas lágrimas.

Propósitos que fracasan una y otra vez

Mis propósitos de dar un cambio de timón e iniciar una nueva vida se hundían sucesivamente, y mi dependencia de todo lo exterior me tenía maniatado. Allá por los noventa el cuadro de desasosiego había empeorado e incluso se somatizaba: fui intervenido de un pólipo nasal, así como de un tumor en la vejiga y sufrí una grave parálisis facial. Aunque por fortuna me recuperé físicamente, una creciente sensación de desasosiego seguía atenazándome. Una inquietud interna me impulsaba a salir fuera de casa.

También comencé a gastar dinero en juegos de azar. Interiormente, a oleadas, experimentaba una nostalgia de Dios, pero se requería un vuelco íntimo que me lanzase hacia la luz y reorientara el sentido de mi vida. Por entonces, cayó en mis manos “El regreso del hijo pródigo” conmovedor testimonio de Henri J. M. Nouwen, con cuya historia me sentí identificado. Una tenue luz se vislumbraba en mi horizonte. Algo dentro de mí se removía. 

Confesión y cambió de vida

Sin embargo, cuando las cosas parecían aclararse, un suceso inesperado rompía de nuevo mis esquemas: mi madre fallecía de una caída, a consecuencia de un golpe en la cabeza. Crisis total, sentimiento de culpabilidad, y oscuridad de nuevo. Los años perdidos se removían dentro de mí como un cieno que producía náuseas. Sin embargo, ese suceso, en apariencia absurdo, iba a ser el revulsivo que me haría despertar de mi extravío religioso. Se acercaba el momento crucial en mi vida. 

Aquella misma tarde -de cuerpo presente aún mi madre-, sentí en mi interior que debía dejar atrás el pasado viejo. Salí del tanatorio y me dirigí a una iglesia con intención de confesarme. En medio de sollozos y de lágrimas, tuve una profunda sensación de arrepentimiento, de conversión y gracia.

Oración en un grupo carismático

Aunque siguieron momentos de aridez y de gran desasosiego, sentía que la herida infectada de los años estaba llegando al punto de hacer crisis. En aquella situación, una amiga me había invitado a un grupo carismático. Fui allí y me sentaba al final del todo en completo anonimato. Debido a la forma tan llamativa de oración, sentía un poco de vergüenza, pero empezaba a notar que algo dentro de mí se removía. Experimentaba una dulzura honda que me hacía bien. En ocasiones, entornaba los párpados y me dejaba llevar por un murmullo de plegarias que yo no entendía. Una sensación de paz extraña me invadía, y en todo ello experimentaba un efecto misteriosamente curativo.

El camino del retorno -ya imparable- hacia una vida nueva había comenzado. Después de tanto alejamiento de Dios, un fortísimo impulso, una nostalgia profunda de algo perdurable bullía en mis adentros. Había leído `Como nuevo Pentecostés´, un libro de la joven Patti Gallagher Mansfield, sobre una experiencia poderosa del Espíritu sobre un grupo de estudiantes norteamericanos, allá por los años sesenta. Casualmente, dicha autora venía a Madrid a una Asamblea Carismática en 1999. Intrigado por saber quién era, me presenté allí por libre; no conocía a nadie y me daba apuro exteriorizar mis sentimientos. 

El testimonio de esta mujer -en la imagen de la derecha- me conmovió. En un momento dado, invitó a ponerse de pie a las personas que decidieran cambiar a una vida nueva. Yo lo hice. Durante la misa, después de la consagración, la impresión vivísima de la custodia dando la vuelta al Pabellón de Deportes del Real Madrid en medio de aplausos y miles de brazos levantados, me trajeron la emoción a los ojos y lloré.

Experimentar a Dios

Era como si veinte años se hubieran rebobinado luminosamente en un minuto. Todas las lágrimas me sirvieron para conocer la realidad de ese Dios que, en mi huida, me buscaba, y cuya gracia volvería a experimentar profundamente poco después. Desde entonces, mi vida transcurre serena, como nunca había sucedido en muchos años.

Permanezco en el tiempo perdurable y amoroso de Dios. Todo el pasado ha sido redimido. Físicamente estoy restablecido, han desaparecido viejos traumas y complejos; mi vida se ha unificado y no queda en mí ningún rencor. Jesucristo es mi Señor. Ya no me turba nada. Finalmente, me siento tan querido y tan curado en lo más profundo de mi ser, que debo dar las gracias al Espíritu Santo por haberme transformado en una criatura nueva.

Alfredo García Huetos

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