Adriana Casero vivía una vida cristiana rutinaria, se encontró con Cristo después de participar en la JMJ de Sídney y decidió dejarlo todo para ser Misionera de la Caridad

* «Es bonito ser monja porque es bonito ser esposa de Cristo. Quiero fiarme más de Dios»

* «Fue en marzo de 2010 cuando tomé la decisión y entonces comprobé que cuando Dios lo pide todo lo pide todo»

21 de agosto de 2014.- (Adriana Casero / Infovaticana  / Camino Católico)  El 20 de Agosto de 2011, en el aeródromo de Cuatro Vientos, casi un millón de jóvenes esperaban al Papa Benedicto. Mientras tanto se sucedieron desde el escenario testimonios y discursos. Uno de esos testimonios resultó especialmente emotivo: Adriana Casero, que entonces tenía 22 años y ahora ya ha cumplido los 25, dejaba todo para seguir a Cristo en las Misioneras de la Caridad. En el vídeo hecho con motivo de la JMJ 2011 de Madrid, cuenta una síntesis de su testimonio. Así es como contó su conversión aquel 20 de agosto de 2011 ante el Papa Benedicto en primera persona:

Me llamo Adriana Casero, tengo 22 años y soy aspirante a Misionera de la Caridad de la Beata Teresa de Calcuta

Nací en Madrid y desde siempre he tenido una formación cristiana. No he faltado a Misa nunca ni he dejado de comulgar en ninguna fiesta de precepto. Y, sin embargo, Dios y sus cosas eran sencillamente una costumbre más. Fue hace 3 años cuando después de hacer 24 horas de avión y muchísimos kilómetros encontré que Dios estaba mucho más cerca de lo que yo imaginaba.

En Sídney, como ahora, nos dimos cita jóvenes de todo el mundo para rezar, para acompañar al Papa, para crecer como cristianos. Era mi primera Jornada Mundial de la Juventud, tenía 19 años. Me impresionó la universalidad de la Iglesia, lo pasé fenomenal con mis amigas, la ciudad de Sidney me pareció preciosa. Y, sin embargo, lo que más me llamó la atención fue la sonrisa de la gente que rezaba de verdad. Me ilusionaba ver el entusiasmo de tantas personas, al mismo tiempo que admiraba a aquellos sacerdotes y aquellas religiosas por su ejemplo de entrega. Sidney era como una capital de luz y yo misma me encontraba muy alegre. De modo que cuando acabaron los días de la JMJ empezó a preocuparme cómo mantener la paz y la alegría en mi corazón.

Al llegar a Madrid decidí que mi vida cristiana tenía que cambiar. No bastaba ya la costumbre, buscaba un encuentro personal con Jesucristo. Comencé a rezar cada día, a hablar con un sacerdote, acudir a la formación de mi parroquia, a ir a Misa más frecuentemente y con más piedad. Decidí conocer más a Dios y Dios también se decidió por mí.

Cuatro meses después de la JMJ empecé a pensar si acaso Dios no querría algo más de mí. Todo lo que antes me parecía suficiente ahora lo encontraba parcialmente insatisfactorio. Eran cosas buenas: mi carrera, mi proyecto, mis amigas e incluso mi familia. Pero algo gritaba dentro de mí: era como una vocecilla de fondo que me decía lo bonito que es entregarse a Dios. Entonces empecé a inquietarme pensando si acaso Dios lo querría todo de mí.

A la vez mi modo de ver las cosas también empezó a cambiar. Percibía más que nunca el sufrimiento de las personas y me daba mucha pena. Fui sensible como nunca antes lo había sido a la pobreza material pero también espiritual de las personas y comencé a ayudar como voluntaria en el comedor de las Misioneras de la Caridad. Esta nueva sensibilidad unida a la envidia que me daba ver a aquellos que se dedicaban a Dios hizo que despertara en mí una nueva pregunta: “Ante tanto sufrimiento, ¿tú que haces por Dios?”

Porque poco a poco Dios me regalaba la gracia de ver que no son sólo los hombres los que sufren sino Él mismo. Cuando un hombre o una mujer tiene hambre o sed, está solo o triste, es Jesús quien tiene hambre, es Jesús quien tiene sed, es Jesús quien está solo, es Jesús quien está triste… “¿No podré yo acompañarte mejor?” Y tenía deseos de consolarle, de estar con Él, de ser suya. Fue este un paso importante, no sólo quería hacer algo por los demás, fundamentalmente quería hacer algo por Él: acompañarle.

Pero el camino no es fácil. Tardé dos años en darme cuenta definitivamente de que esta era mi vocación. Años de lucha y también de mucho amor de Dios.

Tienes miedo, todo asusta. No es normal ser monja. Jamás había considerado esta posibilidad. Pensaba si acaso no sería una idea mía, que me estaba volviendo loca y me estaba metiendo en un lío.

Me asustaba la reacción que pudieran tener mis padres, mis amigas, mi familia… Y cuando al fin superas eso, comienzas a pensar si serás lo suficientemente fuerte para ser fiel. Te da miedo fallar.

En este tiempo de lucha también hubo muchos regalos de Dios. Estuve en Roma en el 2009 para recoger la Cruz de los Jóvenes que hoy preside nuestro acto. Y fui a rezar delante de la tumba de Juan Pablo II. Estuve una hora llorando, admiraba su entrega y él me dio fuerza. En el 2010 con motivo del año sacerdotal, fui a Ars y el Santo Cura me dio muchos ánimos. Además, gasté mis veranos en Etiopía y Rumanía con las Misioneras de la Caridad, tiempo suficiente para darme cuenta de que yo también quiero dedicar mi vida a Jesús en la Eucaristía y en los pobres.

Fue en marzo de 2010 cuando tomé la decisión y entonces comprobé que cuando Dios lo pide todo lo pide todo. ¡Cómo cuesta! tus amigas, tu familia… Todos mis miedos ahora eran reales y aún más: mi entorno espiritual que me hacía crecer, mi parroquia, mi director espiritual, mi grupo de formación… ¡Dios lo pedía todo! También eso. Cuesta darlo, pero cuando se lo das entiendes, poco a poco, que Dios es mucho más generoso.

Hace siete años escuché aquí a Juan Pablo II decir que llevaba 56 años sirviendo al Señor y que nunca, ni un día, se había arrepentido. Hoy lo escuchamos de nuevo. Fiaros de Él porque es verdad, porque en pocos meses Dios me ha dado un montón: alcanzando metas que sola jamás hubiera sido capaz ni si quiera de imaginar.

Es bonito ser monja porque es bonito ser esposa de Cristo. Quiero fiarme más de Dios y me fío de Juan Pablo II y de su promesa de felicidad. Estoy segura de que desde el cielo nos bendice a todos.

Adriana Casero

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