Homilía del evangelio del Domingo: Allanemos el camino del Señor, estemos atentos a su llegada, para que la alegría de María sea también nuestra alegría / Por P. José María Prats
* «La alegría del cristiano es la alegría del que estando perdido y en peligro de muerte en una noche oscura y helada ve aparecer de repente una luz potente que le muestra el camino hacia casa…. No permanecemos ciegos ante la realidad que nos rodea; sabemos dónde estamos, y padecemos también las consecuencias de esta situación; pero hemos visto brillar la luz que lo ha iluminado y cambiado todo. Esta luz es Jesucristo, la luz capaz de disipar las tinieblas, la fuerza capaz de reconstruir las ruinas, el amor que puede restablecer la justicia y convertirnos en hermanos: ésta es la razón de nuestra alegría. Pero el drama de nuestra historia está en que –como dice San Juan– esta Luz «vino a su casa y los suyos no la recibieron»: se nos ha dado el poder para transformar el mundo pero vivimos ignorando o rechazando este poder, y por ello seguimos sumidos en las tinieblas”
Tercer domingo de Adviento – Ciclo B:
Isaias 61, 1-2a.10-11 / Lucas 1, 46-50.53-54 / 1 Tesalonicenses 5, 16-24 / Juan 1, 6-8.19-28
P. José María Prats / Camino Católico.- Este tercer domingo de Adviento es también conocido como domingo gaudete, porque la liturgia nos invita al gozo, a la alegría. San Pablo nos dice en la segunda lectura: «estad siempre alegres».
Sin embargo, podríamos preguntarnos: ¿Es posible estar alegre cuando cada día mueren 8.500 niños por desnutrición? ¿Es posible estar alegre ante la injusticia que supone que una quinta parte de la población mundial consuma el 80% de los recursos del planeta? ¿Es posible estar alegre en un mundo con tanta violencia, injusticia y sufrimiento? Estando así las cosas, parece como que no tenemos derecho a la alegría, como que ésta sólo es posible en personas superficiales e insolidarias.
La alegría del cristiano es la alegría del que estando perdido y en peligro de muerte en una noche oscura y helada ve aparecer de repente una luz potente que le muestra el camino hacia casa. Caminamos, efectivamente, en una noche fría y tenebrosa, entre las ruinas y escombros de un mundo que desde el principio se ha apartado de la Luz y de la Vida. No permanecemos ciegos ante la realidad que nos rodea; sabemos dónde estamos, y padecemos también las consecuencias de esta situación; pero hemos visto brillar la luz que lo ha iluminado y cambiado todo.
Esta luz es Jesucristo, en quien se ha cumplido la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad». En el mundo ha aparecido la luz capaz de disipar las tinieblas, la fuerza capaz de reconstruir las ruinas, el amor que puede restablecer la justicia y convertirnos en hermanos: ésta es la razón de nuestra alegría.
Pero el drama de nuestra historia está en que –como dice San Juan– esta Luz «vino a su casa y los suyos no la recibieron»: se nos ha dado el poder para transformar el mundo pero vivimos ignorando o rechazando este poder, y por ello seguimos sumidos en las tinieblas.
En la Navidad se renueva el misterio de la venida de la Luz al mundo y por ello, en el evangelio, San Juan Bautista –aquel «hombre enviado por Dios» que vino «como testigo, para dar testimonio de la Luz»– nos invita a abrirnos a ella y a acogerla: «Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor”».
Finalmente, las lecturas nos presentan a María como a la mujer que acogió tan perfectamente al que es la Luz del mundo, que recibió la plenitud de su salvación. María desborda de gozo por la llegada de esta Luz que viene a renovar todas las cosas. En ella se cumplen las palabras de Isaías: «Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas». Ella misma confirma esta profecía entonando el cántico del Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación».
Allanemos, pues, el camino del Señor, estemos atentos a su llegada, para que la alegría de María sea también nuestra alegría.
P. José María Prats
Evangelio
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por Él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle:
«¿Quién eres tú?».
Él confesó, y no negó; confesó:
«Yo no soy el Cristo».
Y le preguntaron:
«¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?».
Él dijo:
«No lo soy».
«¿Eres tú el profeta?».
Respondió:
«No».
Entonces le dijeron:
«¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?».
Dijo Él:
«Yo soy voz del que clama en el desierto: ‘Rectificad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías».
Los enviados eran fariseos. Y le preguntaron:
«¿Por qué, pues, bautizas, si no eres tú el Cristo, ni Elías, ni el profeta?».
Juan les respondió:
«Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia».
Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
Juan 1, 6-8.19-28
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