Homilía del Evangelio del Domingo: El Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida y del triunfo de Cristo resucitado / Por P. José María Prats

* «En la liturgia de hoy se renueva el misterio de Pentecostés en la Iglesia. Viene de nuevo a nuestros corazones el amor de Dios y el conocimiento profundo de sus misterios, vienen la sabiduría y la fuerza para vivir como hijos de Dios, viene el que ora en nosotros con gemidos inefables y nos hace exclamar ¡Abbá, Padre!, viene el Abogado que nos defiende del Enemigo, el Consolador que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos, el Médico que sana el corazón enfermo, viene el único que puede reconciliar el mundo llenándolo de amor y de paz”

Domingo de Pentecostés

Hechos 2, 1-11 / Salmo103 / 1 Corintios 12, 3b-7.12-13 / Juan 20, 19-23

P. José María Prats / Camino Católico.- Con esta solemnidad de Pentecostés terminamos la celebración del tiempo pascual, que la liturgia de la Iglesia nos invita a vivir como si fuera un solo día, como el «gran domingo» en el que nuestro Señor Jesucristo ha resucitado de entre los muertos y nos ha hecho partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte por el don del Espíritu Santo.

De hecho, la Resurrección y Ascensión del Señor por una parte y el envío del Espíritu Santo por otra, constituyen las dos caras de una misma moneda, los dos aspectos inseparablemente unidos de nuestra redención. Por la Resurrección y Ascensión de Jesús, un ser humano, que es el mismo Hijo de Dios hecho hombre, ha triunfado sobre el pecado y sobre las fuerzas del mal que nos tenían subyugados y ha alcanzado el destino de gloria para el que fuimos creados. Pero de poco nos serviría esta victoria si no la pudiésemos compartir, y ésta es precisamente la función del Espíritu Santo: hacernos partícipes, ya aquí en la tierra, de la vida y del triunfo de Jesucristo resucitado.

El domingo pasado hablamos del episodio de la Torre de Babel, cuyos constructores, llenos de soberbia, habían intentado alcanzar la gloria con su solo esfuerzo, prescindiendo de Dios, y habían sido confundidos en su lengua y dispersados por toda la tierra, rompiéndose así la comunión y el entendimiento entre ellos. Pues la experiencia de Pentecostés que narran los Hechos de los Apóstoles se presenta, precisamente, como la antítesis de Babel. Con motivo de la fiesta judía de Pentecostés, se habían congregado en Jerusalén peregrinos de todas las naciones, que eran incapaces de comunicarse por la diversidad de sus lenguas. Sin embargo, tras la irrupción del Espíritu Santo, esta incapacidad de comunicación y comunión desaparece hasta el punto de que todos pueden entender a los apóstoles proclamar las maravillas de Dios.

Pero esta narración se pone también en relación con otro acontecimiento bíblico muy importante: la entrega de la Ley a Moisés en el monte Sinaí, que era lo que conmemoraba la fiesta judía de Pentecostés. Por ello, el Espíritu Santo es entendido como la nueva Ley que desciende de lo alto para inscribirse en el corazón del hombre y llevar a plenitud la antigua Ley escrita en tablas de piedra, tal como había profetizado Ezequiel hacía más de quinientos años:

«Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos»(Ez 36,26-27).

Y así, si la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí estuvo acompañada por truenos y relámpagos, el descenso de la nueva Ley lo estuvo por «un ruido del cielo, como de un viento impetuoso, que resonó en toda la casa donde se encontraban».

En la liturgia de hoy se renueva el misterio de Pentecostés en la Iglesia. Viene de nuevo a nuestroscorazones el amor de Dios y el conocimiento profundo de sus misterios, vienen la sabiduría y la fuerza para vivir como hijos de Dios, viene el que ora en nosotros con gemidos inefables y nos hace exclamar ¡Abbá, Padre!, viene el Abogado que nos defiende del Enemigo, el Consolador que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos, el Médico que sana el corazón enfermo, viene el único que puede reconciliar el mundo llenándolo de amor y de paz.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía, Señor, a tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.

P. José María Prats

Evangelio

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.»
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»

Juan 20, 19-23


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