Homilía del evangelio del Domingo: El Señor nos invita a escucharle y a seguirle como Siervo sufriente para purificar nuestra vanidad y suficiencia / Por P. José María Prats

* «Hay al menos dos buenos motivos para vencer nuestro espanto y ponernos en camino tras las huellas del Siervo sufriente. Por una parte la seguridad de que el Señor caminará siempre a nuestro lado y, como hizo con sus discípulos, en los momentos de desfallecimiento se acercará a nosotros, nos tocará y nos dirá: «levantaos, no temáis». Por otra parte, la certeza de que esa tierra desconocida a la que Dios quiere llevarnos es aún más bella que la cima del Monte Tabor, porque «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2,9)”

Domingo segundo de Cuaresma – Ciclo A:

Genesis 12, 1-4a / Salmo 32 / Timoteo 1, 8b-10 / Mateo 17, 1-9

P. José María Prats / Camino Católico.- La Transfiguración del Señor narrada en este pasaje es una experiencia mística donde se revela a los discípulos la identidad de Jesús. Esto ocurre en un momento decisivo del evangelio, cuando Jesús emprende el camino hacia Jerusalén que culminará con su pasión, muerte y resurrección.

Si nos fijamos un poco, vemos que esta revelación tiene dos partes que provocan en los discípulos reacciones muy diferentes. En un primer momento Jesús se transfigura delante de sus discípulos y aparecen Moisés y Elías conversando con Él. Esta revelación resulta tan atractiva para los discípulos que Pedro intenta hacer todo lo posible por perpetuarla, ofreciéndose para construir tres tiendas. Sin embargo, cuando a continuación aparece la nube luminosa que los cubre con su sombra y se oye la voz del Padre que dice: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo», la reacción es totalmente distinta: «cayeron de bruces, llenos de espanto». ¿Cómo podemos explicar estas reacciones tan diferentes?

En la primera revelación Jesús muestra a sus discípulos su santidad, su poder y su gloria y se presenta como el Mesías prometido por Dios a través de Moisés y los profetas, que aparecen en la visión conversando con Él. Es una síntesis de lo que los discípulos han experimentado hasta ese momento: un Jesús que sana a los enfermos, resucita a los muertos, expulsa a los demonios, perdona los pecados y predica con una autoridad sin precedentes. Todo ello lo acredita –como Pedro confiesa en el capítulo anterior– como el Mesías anunciado desde antiguo. Lógicamente, los discípulos están encantados de contemplar y participar de esta gloria y desean que esta situación se prolongue indefinidamente.

La segunda revelación, sin embargo, va a ahondar en el misterio de Jesús. La nube luminosa que los cubre con su sombra evoca la imponente teofanía del Sinaí, que estuvo acompañada de truenos, rayos y una densa nube, y ante la cual los israelitas temblaron de espanto (Ex 19,16 – 20,21). Se nos quiere así anticipar la profundidad y la trascendencia del misterio que el Padre va a revelar a continuación: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo».

Estas palabras evocan el primer canto del Siervo sufriente del Señor: «Éste es mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien me complazco» (Is 42,1), e identifican a Jesús con ese personaje misterioso profetizado por Isaías, que fue traspasado por nuestros pecados y cargó sobre sí la culpa de todos (Is 53,5-6). Esto explica la reacción de los discípulos, pues para un judío esta afirmación era impensable, más aún, escandalosa. El mismo San Pablo nos lo confirma: «nosotros predicamos a un Mesías crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1,23). Y también explica que Jesús prohibiera a sus discípulos contar esta visión antes de su resurrección, pues nadie habría dado crédito a semejante despropósito. Era necesario ver y tocar las llagas del resucitado para poder asumir el escándalo de un Mesías crucificado.

Esta doble revelación del misterio de Cristo que vemos en la Transfiguración acontece también en la vida de los cristianos. Cuando descubrimos por primera vez la belleza radiante de Jesucristo, nuestra vida se llena de bienestar, ilusión y armonía porque en Él encontramos la respuesta a nuestras inquietudes y la posibilidad de compartir su santidad y su poder sobre el mal. Pero poco a poco el Señor nos va introduciendo en la densa nube luminosa y nos invita a escucharle y a seguirle también en su condición de Siervo sufriente para purificar nuestra vanidad y suficiencia. Y al recibir esta revelación tendemos, como los discípulos, a caer de bruces llenos de espanto. Como Pedro, quisiéramos instalarnos para siempre en esa primera experiencia de gloria donde nos sentimos tan seguros y a gusto y, en cambio, se nos llama, como a Abrán, a desmontar nuestras tiendas y, abrazando la cruz, ponernos en camino hacia una tierra desconocida.

Hay al menos dos buenos motivos para vencer nuestro espanto y ponernos en camino tras las huellas del Siervo sufriente. Por una parte la seguridad de que el Señor caminará siempre a nuestro lado y, como hizo con sus discípulos, en los momentos de desfallecimiento se acercará a nosotros, nos tocará y nos dirá: «levantaos, no temáis». Por otra parte, la certeza de que esa tierra desconocida a la que Dios quiere llevarnos es aún más bella que la cima del Monte Tabor, porque «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2,9).

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 

Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:

«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»

Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:

«Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo.»

Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:

«Levantaos, no temáis.»

Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:

«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Mateo 17, 1-9

Homilía del Evangelio del Domingo: Jesús no es una abstracción; está resucitado y vivo / Por Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap.


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