Homilía del Evangelio del Domingo: La conversión es la sonrisa del pecador… y de Dios / Por Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

* «En una novela suya, Dostoiewski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el por qué de aquel gesto le responde: ‘De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón’ ( L’Idiota , Milano 1983, p. 272). Tal vez alguno, al oír, decida dar por fin a Dios un poco de esta alegría, brindarle una sonrisa antes de morir…»

Subió al monte a orar: II Domingo de Cuaresma

Josué 5, 9a.10-12 / Salmo 33 / 2 Corintios 5, 17-21 /  Lucas 15, 1-3.11-32

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap. / Camino Católico.-  El Evangelio del IV domingo de Cuaresma constituye una de las páginas más célebres del Evangelio de Lucas y de los cuatro Evangelios: la parábola del hijo prodigo. Todo, en esta parábola, es sorprendente; nunca había sido descrito Dios a los hombres con estos rasgos. Ha tocado más corazones esta parábola sola que todos los discursos de los predicadores juntos. Tiene un poder increíble para actuar en la mente, en el corazón, en la fantasía, en la memoria. Sabe tocar los puntos más diversos: el arrepentimiento, la vergüenza, la nostalgia.

La parábola se introduce con estas palabras: «Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces Jesús les dijo esta parábola…» (Lc 15, 1-2). Siguiendo esta indicación, queremos reflexionar sobre la actitud de Jesús hacia los pecadores, contemplando el Evangelio en su conjunto, movidos por el objetivo que nos hemos fijado en este comentario a los Evangelios de Cuaresma de conocer mejor quién era Jesús, qué sabemos históricamente de Él.

jesuspecadores00028hs7.jpg Es sabida la acogida que Jesús reserva a los pecadores en el Evangelio y la oposición que ello le procuró por parte de los defensores de la ley, que le acusaban de ser «un comedor y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús enuncia: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente.

¿Pero quiénes eran los pecadores, qué categoría de personas era designada con este término? Alguno, en el intento de exonerar del todo a los adversarios de Jesús, a los fariseos, sostuvo que con este término se entiende «a los transgresores deliberados e impenitentes de la ley», en otras palabras, a los criminales, a los fuera de la ley. Si así fuera, los adversarios de Jesús tenían toda la razón de escandalizarse y de considerarle una persona irresponsable y socialmente peligrosa. Sería como si hoy un sacerdote frecuentara habitualmente a mafiosos y criminales y aceptara sus invitaciones a comer, bajo el pretexto de hablarles de Dios.

En realidad las cosas no son así. Los fariseos tenían una visión propia de la ley y de lo que es conforme o contrario a ella, y consideraban réprobos a todos los que no se conformaban con su rígida interpretación de la ley. Pecadores, en resumen, eran para ellos todos los que no seguían sus tradiciones y dictámenes. Siguiendo la misma lógica, ¡los Esenios de Qumran consideraban injustos y transgresores de la ley a los propios fariseos! También ocurre hoy. Ciertos grupos ultraortodoxos consideran automáticamente herejes a cuantos no piensan exactamente como ellos.

Un eminente estudioso escribe al respecto: «No es verdad que Jesús abriera las puertas del reino a criminales empedernidos e impenitentes, o negara la existencia de «pecadores». Jesús se opuso a las empalizadas que se levantaban en el cuerpo de Israel, por las cuales algunos israelitas eran tratados como si estuvieran fuera de la alianza y excluidos de la gracia de Dios» (James Dunn).

confesion23.jpgJesús no niega que exista el pecado y que existan los pecadores. El hecho de llamarles «enfermos» lo demuestra. Sobre este punto es más riguroso que sus adversarios. Si estos condenan el adulterio de hecho, Él condena también el adulterio de deseo; si la ley decía no matar, Él dice que no se debe siquiera odiar o insultar al hermano. A los pecadores que se acercan a Él, les dice: «Vete y no peques más»; no dice: «Vete y sigue como antes».

Lo que Jesús condena es establecer por cuenta propia cuál es la verdadera justicia y despreciar a los demás, negándoles hasta la posibilidad de cambiar. Es significativo el modo en que Lucas introduce la parábola del fariseo y del publicano. «Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola» (Lc 18, 9). Jesús era más severo hacia quienes, despectivos, condenaban a los pecadores que hacia los pecadores mismos.

Pero el hecho más novedoso e inaudito en la relación entre Jesús y los pecadores no es su bondad y misericordia hacia ellos. Esto se puede explicar humanamente. Existe, en su actitud, algo que no se puede explicar humanamente, esto es, sosteniendo que Jesús fuera un hombre como los demás, y es el hecho de perdonar los pecados.

Jesús dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». «¿Quién puede perdonar los pecados, más que Dios?», gritan espantados sus adversarios. Y Jesús: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados, «Levántate» –dijo al paralítico-, toma tu camilla y vete a casa». Nadie podía verificar si los pecados de aquel hombre habían sido o no perdonados, pero todos podían constatar que se levantaba y caminaba. El milagro visible atestiguaba lo invisible.

También el examen de las relaciones de Jesús con los pecadores contribuye a dar una respuesta a la pregunta: ¿Quién era Jesús? ¿Un hombre como los demás, un profeta, o algo más y diferente? Durante su vida terrena Jesús no afirmó jamás explícitamente que fuera Dios (y hemos explicado con anterioridad también por qué), pero actuó atribuyéndose poderes que son exclusivos de Dios.

Volvamos ahora al Evangelio del domingo y a la parábola del hijo pródigo. Hay un elemento común que une entre sí las tres parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo pródigo narradas una tras otra en el capítulo 15 de Lucas. ¿Qué dice el pastor que ha encontrado la oveja perdida y la mujer que ha encontrado su dracma? «¡Alegraos conmigo!». ¿Y qué dice Jesús como conclusión de cada una de las tres parábolas? «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión».

El leitmotiv de las tres parábolas es por lo tanto la alegría de Dios. (Hay alegría «ante los ángeles de Dios» es una forma hebraica de decir que hay alegría «en Dios»). En nuestra parábola, la alegría se desborda y se convierte en fiesta. Aquel padre no cabe en sí y no sabe qué inventar: ordena sacar el vestido de lujo, el anillo con el sello de familia, matar el ternero cebado, y dice a todos: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado».

En una novela suya, Dostoiewski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el por qué de aquel gesto le responde: «De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón» ( L’Idiota , Milano 1983, p. 272). Tal vez alguno, al oír, decida dar por fin a Dios un poco de esta alegría, brindarle una sonrisa antes de morir…

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

Evangelio

En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo.

Y los fariseos y los escribas murmuraban:

«Ése acoge a los pecadores y come con ellos».

Jesús les dijo esta parábola:

«Un hombre tenía dos hijos: el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. Días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Entonces se contrató con un ciudadano de aquel país, que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Y nadie le daba de comer. Recapacitando, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Y dijo a sus criados: Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado… Su hijo mayor estaba en el campo. Al volver a casa y oír la música, se indignó y no quería entrar. Su padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».

Lucas 15, 1-3.11-32


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