Homilía del Evangelio del Domingo: La fe en Jesucristo es luz que disipa nuestras tinieblas / Por P. José María Prats

* «La vida divina que se nos comunica por la fe en Jesucristo es, pues, luz que disipa nuestras tinieblas, las tinieblas de la soberbia, del egoísmo, de la envidia, de la lujuria, de la codicia, y hace resplandecer la humildad, la generosidad, la castidad, la misericordia, haciendo posible una vida plena y auténtica, ‘llena de gracia y de verdad’. Pero todo lo dicho es palabrería ociosa si el Espíritu Santo no nos introduce existencialmente en estos misterios sublimes»

Segundo domingo después de Navidad:

Eclesiástico 24,1-2.8-12  /  Salmo 147  /  Efesios 1,3-6.15-18  /  Juan 1,1-18

P. José María Prats / Camino Católico.- En este domingo, situado entre las grandes solemnidades de Navidad y Epifanía, la liturgia nos invita a profundizar en la identidad de este Niño que acaba de nacer en Belén y cuya gloria todavía no se ha manifestado al mundo. Y para ello nos propone nuevamente el prólogo del Evangelio de San Juan, un pasaje de una densidad y una riqueza teológica extraordinarias.

En él se nos dice en primer lugar que este Niño es la Palabra Eterna del Padre encarnada, la Palabra que desde antes de la creación del mundo estaba junto a Dios y era Dios, la Palabra con la que el Padre nos ha manifestado su amor desde la creación del mundo, la palabra con la que hizo para nosotros –como dice el Génesis- «árboles hermosos de ver y buenos para comer», la Palabra, transmitida por los profetas, con la que fue salvando, educando y guiando a su pueblo.

Esta Palabra se ha hecho carne en este Niño y nos ha hablado con labios humanos, nos ha sanado imponiéndonos las manos y nos ha mostrado el amor sin medida que Dios nos tiene asumiendo una muerte de cruz para salvarnos. Es imposible que Dios pudiera hablar de forma más clara y elocuente y por eso San Juan de la Cruz dice que tras la muerte y resurrección de Jesús, Dios se quedó mudo, pues era imposible añadir algo a esta revelación suprema.

Pero nos dice también el evangelio que «en la Palabra había vida». Y es que esta Palabra encarnada es como un recipiente rebosante de la vida divina, la vida verdadera, la vida eterna, que ha venido al mundo para derramarse sobre los que «creen en su nombre». San Juan lo describe maravillosamente cuando narra que un soldado traspasó con una lanza el costado del cuerpo de Jesús muerto en la cruz e inmediatamente salió sangre y agua: nos está diciendo que este recipiente repleto de vida eterna, ha sido perforado y, desde entonces, esta vida se derrama a borbotones sobre el mundo a través de los sacramentos.

«En la Palabra había vida, y la vida – sigue diciendo el evangelio- era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla». La vida divina que se nos comunica por la fe en Jesucristo es, pues, luz que disipa nuestras tinieblas, las tinieblas de la soberbia, del egoísmo, de la envidia, de la lujuria, de la codicia, y hace resplandecer la humildad, la generosidad, la castidad, la misericordia, haciendo posible una vida plena y auténtica, «llena de gracia y de verdad».

Pero todo lo dicho es palabrería ociosa si el Espíritu Santo no nos introduce existencialmente en estos misterios sublimes. Por ello termino con la oración de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura: «que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos».

P. José María Prats

Evangelio

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.
Ella estaba en el principio con Dios.
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan.
Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él.
No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre;
la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.»
Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia.
Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.

Juan 1, 1-18


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