Homilía del Evangelio del Domingo: Llamados a formar una única familia donde cada uno ejerza una función en beneficio de los demás para proclamar la gloria de Dios / Por P. José María Prats

* «Cada uno, desde la vocación que ha recibido: el político, dominando la tentación de la corrupción; el empresario, venciendo la codicia; el médico, sirviendo fielmente al don de la salud y de la vida; el asalariado, viviendo su trabajo con entrega y espíritu de servicio… Todos, negándonos a nosotros mismos… Cuando celebramos la eucaristía con las debidas disposiciones, el Espíritu desciende sobre nosotros y nos constituye en familia, en vasija, en orquesta, en miembros de un mismo cuerpo: el Cuerpo de Cristo. Así lo pedimos al Padre en la plegaria eucarística: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”

Domingo VI del tiempo ordinario – B:

Levítico 13, 1-2.44-46 / Salmo 31 / 1 Corintios 10, 31-11,1 / Marcos 1, 40-45

P. José María Prats / Camino Católico.- Según el designio de Dios, la humanidad está llamada a formar una única familia donde cada uno ejerza una función en beneficio de los demás según la vocación que ha recibido: como una gran orquesta donde cada cual toca el instrumento que se le ha asignado para interpretar juntos la sinfonía jubilosa que proclama la gloria de Dios.

Pero, como sabemos, el pecado rompió la comunión del ser humano con Dios, con los demás y con la creación. La familia humana se fragmentó como una bella vasija de barro que cae al suelo y se rompe en mil pedazos. Esta división se manifiesta en el odio y la violencia entre personas o naciones, la injusticia social, la explotación y marginación de muchos…

La primera lectura nos presenta un ejemplo dramático de esta ruptura social: los leprosos tenían que vivir solos, fuera del campamento y andar gritando: “¡impuro, impuro!”. Dios mismo había dado a Moisés esta ley tan severa para evitar que pereciera toda la sociedad, una sociedad incapaz de superar  la situación originada en última instancia por el pecado.

El evangelio, en cambio, nos dice que Jesús sí es capaz de superar esta situación, porque Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que destruye la raíz del mal y devuelve al ser humano su armonía. Él toca al leproso –«quiero, queda limpio»– y lo envía al sacerdote para que certifique su curación y pueda reintegrarse a la sociedad. Jesús ha venido a traernos el poder para reconstruir la vasija de barro rota en mil pedazos y llevarla a una belleza todavía más esplendorosa en la vida eterna.

Hoy la lepra está prácticamente erradicada, pero la marginación y exclusión social sigue siendo enorme: se niega a pueblos enteros el acceso a las condiciones mínimas de vida, se niega a millones de niños su derecho a nacer e integrarse a la sociedad, se niega a los jóvenes un trabajo digno, se niega a muchos ancianos el respeto y el calor familiar… Pero hay una diferencia muy grande con los tiempos del Antiguo Testamento: hoy Dios no justifica con su Ley la marginación como un mal menor, porque en Cristo nos ha dado el poder para vencerla.

Por el bautismo, participamos de la misión y del poder sanador de Cristo para decir al leproso «queda limpio» y reintegrarlo a la sociedad, para reconstruir la vasija rota por el pecado, para reincorporar a todos los músicos a la gran orquesta que proclama la gloria de Dios. Cada uno, desde la vocación que ha recibido: el político, dominando la tentación de la corrupción; el empresario, venciendo la codicia; el médico, sirviendo fielmente al don de la salud y de la vida; el asalariado, viviendo su trabajo con entrega y espíritu de servicio… Todos, negándonos a nosotros mismos para poner nuestra atención en la belleza de la sinfonía que juntos interpretamos.

Y el que dirige esta gran orquesta es el Espíritu Santo, el Espíritu de amor y de comunión, el Espíritu que recibimos en el bautismo y la confirmación y que se renueva continuamente en la eucaristía. Cuando celebramos la eucaristía con las debidas disposiciones, el Espíritu desciende sobre nosotros y nos constituye en familia, en vasija, en orquesta, en miembros de un mismo cuerpo: el Cuerpo de Cristo. Así lo pedimos al Padre en la plegaria eucarística: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”.

A lo largo de su historia, la Iglesia no ha cejado en su lucha por reintegrar a la sociedad a los marginados y excluidos. Hoy este espíritu sigue estando muy vivo entre los cristianos. A menudo, sin embargo, se nos olvida que esta lucha comienza el primer día de la semana –el domingo– en la celebración de la eucaristía. Sin ella no hay poder ni victoria; sin ella retrocedemos a los tiempos del Antiguo Testamento.

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:

– «Si quieres, puedes limpiarme».

Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo:

«Quiero: queda limpio».

La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.

Él lo despidió, encargándole severamente:

«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».

Pero, cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.

Marcos 1, 40-45


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