Homilía del Evangelio del Domingo: Negarnos a nosotros mismos y ponernos al servicio del Reino de Dios para ver a Jesús con unos ojos y un corazón nuevos / Por P. José María Prats

* «San Pablo, por ejemplo, cuando dice que en la vida eterna «veremos a Dios cara a cara» (1Co 13,12) quiere decir que «conoceremos como Él nos conoce» y compartiremos plenamente su vida. Ver a Jesús significa, pues, llegar, por la fe, a reconocerle como «Señor mío y Dios mío» y a compartir su vida estableciendo una íntima relación con Él”

Domingo V de Cuaresma – B:

Jeremías 31, 31-34 / Salmo 50 / Hebreos 5, 7-9 / Juan 12, 20-33

P. José María Prats / Camino Católico.- El evangelio de hoy nos habla de unos griegos que han subido a Jerusalén para la fiesta de la Pascua y que piden a los apóstoles poder ver a Jesús. Se trataba de gentiles convertidos al judaísmo o de los llamados “temerosos de Dios”, gentiles no circuncidados que veneraban al Dios de Israel. Jesús les contesta a través de los apóstoles con estas palabras: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Les está hablando, obviamente, de su inminente muerte y resurrección y, aunque no lo parezca, está así respondiendo con una enorme profundidad a su petición de poder verlo.

En la Escritura, la visión tiene un sentido simbólico mucho más amplio que la simple capacidad física de ver: se refiere sobre todo a la fe, a la visión espiritual que lleva a un conocimiento y a una convivencia con Dios. Vemos a alguien cuando convivimos con él. San Pablo, por ejemplo, cuando dice que en la vida eterna «veremos a Dios cara a cara» (1Co 13,12) quiere decir que «conoceremos como Él nos conoce» y compartiremos plenamente su vida. Ver a Jesús significa, pues, llegar, por la fe, a reconocerle como «Señor mío y Dios mío» y a compartir su vida estableciendo una íntima relación con Él.

Jesús, por tanto, está diciendo a los gentiles que piden verlo que lo podrán ver en el sentido más espiritual de esta palabra gracias a su inminente muerte y resurrección. Y lo confirma con sus últimas palabras del evangelio de hoy: «cuando sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí», donde todos quiere decir todos: judíos y gentiles. Para ello, Jesús enviará al Espíritu Santo «que procede del Padre» dando cumplimiento a la profecía de Jeremías que hemos escuchado en la primera lectura: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo … y todos me conocerán, desde el pequeño al grande». Lo verán, lo conocerán y convivirán con Él porque, por la efusión del Espíritu Santo –el fruto del sacrificio de Cristo–, vendrá a habitar en sus corazones.

Pero en su respuesta, Jesús no sólo habla de lo que Él va a hacer para que los gentiles –y todos–puedan verle, sino también de lo que ellos tendrán que poner de su parte: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor». Es decir, para poder ver a Jesús, habrán de seguirle en su muerte y resurrección: muerte al hombre que vive para sí mismo para que renazca un hombre nuevo que vive en el amor y el servicio a los demás.

Éste es, precisamente, el programa de la Cuaresma, con sus penitencias, ayunos, limosnas y oraciones: negarnos a nosotros mismos y ponernos al servicio del Reino de Dios para que en la Pascua, tras haber revivido la muerte y resurrección del Señor, podamos –como aquellos griegos que subieron a Jerusalén– ver a Jesús con unos ojos y un corazón nuevos.

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Éstos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron:

«Señor, queremos ver a Jesús».

Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Él les respondió:

«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará.

Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre».

Vino entonces una voz del cielo:

«Le he glorificado y de nuevo le glorificaré».

La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían:

«Le ha hablado un ángel».

Jesús respondió:

«No ha venido esta voz por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí».

Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.

Juan 12, 20-33


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