Homilía del Evangelio del Domingo: Ser cristiano es participar de la vida de Dios, que es vida eterna, por haber creído en Jesucristo, su Palabra encarnada / Por P. José María Prats

* «Los cristianos deberíamos tener verdadera pasión por profundizar en el conocimiento y la comunión con el misterio de Dios, desarrollando una íntima relación con Él por la oración, atendiendo a las mociones de su Espíritu y estudiando y meditando asiduamente su palabra en la Sagrada Escritura. Recordemos la afirmación de Jesús: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.» (Jn 17,3). ¿Qué pasa entonces con las buenas obras? Son una consecuencia de la comunión con Dios. Si Dios es amor –donación de sí mismo–, entonces la comunión con Él debe llevarnos necesariamente a vivir en el amor y el servicio a los demás”

Domingo IV de Cuaresma – B:

Crónicas 36, 14-16.19-23 / Salmo 136 / Efesios 2, 4-10 / Juan 3, 14-21

Camino Católico.- Muchos cristianos que no han profundizado en la fe han adoptado una visión reductiva del cristianismo. Ven a Jesús como un hombre que se entregó por completo a los demás, que se compadeció del sufrimiento y de la miseria humana, que obró siempre con rectitud y que denunció y combatió la injusticia hasta el extremo de ser crucificado por los poderosos de su tiempo. Ser cristiano consiste, entonces, en imitar esta vida tan ejemplar, reduciendo el cristianismo a una moral y a una “acción social”. La salvación se convierte así en un bien que el hombre conquista con sus buenas obras: hay que “ganarse el cielo”.

Las lecturas de hoy desmontan por completo esta visión. En la segunda lectura, San Pablo deja muy claro que la salvación es un don de Dios que se recibe por la fe: «Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.»

Ser cristiano es participar de la vida de Dios –que es vida eterna– por haber creído en Jesucristo, su Palabra encarnada. Jesús lo deja muy claro en el evangelio de hoy, y lo repite dos veces para que no nos quepa ninguna duda: «El Hijo del hombre tiene que ser elevado, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna

Los cristianos deberíamos ser mucho más “teólogos”: deberíamos tener verdadera pasión por profundizar en el conocimiento y la comunión con el misterio de Dios, desarrollando una íntima relación con Él por la oración, atendiendo a las mociones de su Espíritu y estudiando y meditando asiduamente su palabra en la Sagrada Escritura. Recordemos la afirmación de Jesús: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.» (Jn 17,3).

¿Qué pasa entonces con las buenas obras? Son una consecuencia de la comunión con Dios. Si Dios es amor –donación de sí mismo–, entonces la comunión con Él debe llevarnos necesariamente a vivir en el amor y el servicio a los demás: «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17).

Esta es, de hecho, otra vivencia reductiva muy peligrosa del cristianismo: reducir la fe a la afirmación de una doctrina y a unas prácticas de piedad estériles, que no se traducen en obras de misericordia ni producen los frutos del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5,22-23). Es la “fe” de los fariseos, que Jesús denuncia diciendo: «Haced todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).

Uno de los retos más grandes para los cristianos de nuestro tiempo es el de vivir la fe de forma integral y equilibrada sin caer en deformaciones o reduccionismos como los que hemos señalado. Para ello es necesario que nos distanciemos de voces y fuentes adulteradas y volvamos a beber de las aguas cristalinas de la Sagrada Escritura interpretada a la luz del Espíritu Santo y en comunión con la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó a Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no envió a su hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

Juan 3, 14-21


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