Cuarto día: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”

Aprender a vivir juntos

            Todo empieza un día por la llamada de Jesús: "Ven. sígueme",nos dice, o bien: "conviene que hoy me quede yo en tu casa". Todo empieza por ese encuentro de corazón a corazón con Jesús y por esa llamada personal. Y después, en una segunda etapa, Jesús nos hace conocer a otras personas a las que también ha llamado; son distintas y todas han sido llamadas: es la creación de la comunidad.

            Me gusta mucho encontrar en el Evangelio todas esas escenas familiares que nos muestran que todos reaccionamos de la misma manera. Por ejemplo, en cuanto Jesús se dio la vuelta , sus discípulos empezaron a compararse unos con otros, a rivalizar para ver quien era el principal, el mejor, el mas capaz, y las madres intervinieron como solo ellas saben hacerlo. Jijémonos en la señora de Zebedeo, que pidió directamente a Jesús los primeros lugares en el Reino para sus hijos…Podéis imaginar la cara que pondrían Pedro, Mateo y todos los demás. Se quedarían atónitos y se disgustarían.

            El Evangelio es tan humano…Jesús sabe que la rivalidad tiene raíces muy profundas en el corazón del hombre. Deseamos hasta tal punto ser amados o, en su defecto, ser admirados…Tenemos tanto miedo de no contar para los demás, que luchamos para afirmarnos, para probar que somos los mejores o para tomar el poder.

            Vivir en comunidad o en familia no es fácil. A veces es incluso muy difícil. En cuanto unos seres humanos se reúnen se ponen a luchar para tener el mejor sitio o para alcanzar el poder ; no siempre para ejercerlo realmente, sino a menudo para simplemente para estar en primer plano, para mostrar que saben más que los demás y que son los mas fuertes.

            Jesús nos llama a vivir en comunidad para que tengamos también la experiencia del conflicto, para que descubramos también que hay personas a las que amamos y otras a las que no soportamos, para que tomemos conciencia de lo que ello provoca en nosotros.. Cada cual, en efecto, reacciona de forma diferente: unos se encierran en la depresión, otros huyen buscando compensaciones o les corroe la envidia o les desequilibran el odio o la ira…

            Es importante que tengamos esta experiencia, porque así comprenderemos un poco mejor lo que Jesús pide a sus apóstoles cuando dice : "amaos los unos a los otros". Y nosotros exclamamos: "¡ No; yo no puedo amar a tal o cual persona!". Y Jesús dice: " Pero a vosotros, los que escucháis, yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen". (Lc 6, 27-29)

            Y añade que es fácil amar a los que os aman. Es verdad, a todos nos ablandan los cumplidos, la buena opinión de los demás e incluso los halagos. Pero Jesús nos dice: "más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio".

            Y el enemigo no está lejos, no es un extraño armado, sino a menudo alguien cercano a mí: esa persona que no soporto de mi comunidad, en la familia, en el trabajo…,esa persona que me pone en peligro porque es demasiado diferente y me impide ser yo mismo, esa persona que amenaza mi libertad, mi creatividad, mi alegría de vivir con su sola presencia, esa persona que suscita mi ira, mi depresión o mi agresividad.

            Una de las cosas importantes durante el retiro es descubrir quien es nuestro enemigo. Es muy importante preguntarse de verdad, delante de Dios, quien me bloquea, me amenaza, me angustia o me hace refugiarme en la tristeza o la agresividad.

            Es normal tener enemigos, es decir, personas que tienen incidencia en nuestra vulnerabilidad, que despiertan nuestros mecanismos de defensa, es algo que forma parte de nuestra humanidad. Y, sin embargo, Jesús nos dice: "Amad a vuestros enemigos".

            En cierta ocasión, una mujer me dijo: "He descubierto que mi enemigo es mi marido. Le gusta que yo lleve la casa o cocine, pero nunca me escucha, jamás me pide opinión ni hace caso alguno  de lo que digo; es como si, para él, yo no existiese. Entonces siento nacer en mi persona todas las variedades de la ira y no sé que hacer con este mundo de odio que hay en mí".

            Y un hombre me decía: "He descubierto que mi hijo mayor es mi enemigo. En cuanto abre la boca, me exaspera, le contradigo y deseo mandarle callar. Si mi otro hijo o mi hija me dicen lo mismo, les escucho, pero de él no acepto nada, y suscita en mí toda una serie de reacciones negativas que no comprendo".

            Unos días después, volvió a hablar conmigo: "Empiezo a comprender mejor lo que sucede -me dijo- comienzo a entender porque le rechazo constantemente: tengo la impresión de encontrar en él todos mis defectos, y son mis defectos los que rechazo al rechazarle a él o al no querer escucharle".

            Descubrir quien es nuestro enemigo es muy importante durante un retiro. Por lo tanto, voy a pediros que os interroguéis en silencia y busquéis quien suscita el miedo en vosotros, a quien os esforzáis en evitar, con quien os negáis a dialogar, a quien no queréis escuchar.. Después, llevad a esa persona a vuestra conciencia, y escuchad a Jesús deciros: "ámala".

            Así tomaréis también conciencia de vuestras resistencias: "No; no es posible; no lo consigo. Me ha hecho demasiado daño, suscita en mí demasiada angustia, me destruye…¡ No puedo amarla !". Y puede surgir en vosotros la ira contra lo que os parece una exigencia excesiva: "lo que pides es demasiado difícil. ¡ No puedo amarla ¡ Sencillamente es imposible ".

            Escuchad a Jesús deciros: "Es verdad; no puedes. Pero confía en mi; para Dios no hay nada imposible". Porque este mandamiento es, ante todo, una promesa: "conmigo podrás amar incluso a tus enemigos".

            Somos verdaderamente cristianos cuando descubrimos que Dios es dueño de lo imposible, y que nosotros necesitamos del Espíritu Santo para hacer aquello que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos.

            Cuando el joven rico se alejó triste porque tenía muchos bienes y no se atrevía a renunciar a ellos para seguir a Jesús, se quedó triste y dolorido y dijo: "que difícil es entrar en el Reino de Dios ! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios". Entonces Pedro y los apóstoles se inquietaron, porque tenían conciencia de ser también ricos, y le preguntaron: "¿Quién se podrá salvar ?". Jesús respondió: "para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios" (Mc 10, 24-27).

            En tanto que no descubramos que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios, no seremos verdaderamente discípulos de Jesús. La vida del discípulo consiste en llegar hasta el final, hasta que resulte imposible y descubrir entonces que Dios puede hacer posible lo imposible.

            En tanto creamos que podemos vivir la alianza que hemos establecido en nuestra comunidad o en nuestra familia únicamente con nuestras fuerzas, no estaremos aún verdaderamente en la alianza.

            En tanto creamos que la alianza de pende solo de nuestra decisión : "me siento bien en la comunidad, las personas me reconfortan, quiero entregarme y servir…", no habremos descubierto lo que es realmente.

            La alianza es un don de Dios. Él es quien me da la fuerza para vivirla día a día, y yo reconozco que solo no lo conseguiré. La alianza se revela cuando empiezo a decirme: "no puedo; jamás podré pasar la vida con esta gente; pero lo que yo no puedo, sé que Dios si puede hacerlo".

            Debo comenzar por reconocer mi pobreza frente al pobre, para descubrir que el camino viene de Dios. Debo constatar que soy incapaz de vivir en paz con los demás, para descubrir que el corazón del Evangelio es el perdón y que la respuesta de Dios al conflicto, la guerra y la desunión entre los hombres es la reconciliación.

            Sí, la reconciliación es un don  de Dios que nos arranca de la culpabilidad, la presión, la competitividad y el odio.

            Os he hablado bastante de la culpabilidad que hay en nosotros y que nos paraliza, nos hace dudar de nosotros mismos, nos deprime o nos vuelve agresivos, y nos va encerrando poco a poco en una sensación de vacío y muerte. Jesús, mediante el perdón, vino a liberarnos de la culpabilidad y a hacer de nosotros hombres y mujeres libres y vivos.

            Lo opuesto al perdón es la separación: hago cuanto puedo para evitar a esa persona, para no encontrármela, y estaría incluso contento si decidiera marcharse o se cayera en un hoyo y desapareciera. Podría incluso alegrarme si le ocurriera una desgracia o si resultara meridianamente claro que es culpable y todo el  mundo le rechazara.

            El perdón es ante todo el reconocimiento de la alianza, no una exhibición de buenos sentimientos ni una exaltación pasajera capaz de llevarnos de repente a la efusividad con una persona que rehuíamos hasta ese momento, sino el reconocimiento en la profundidad de nuestro ser de que hay una alianza entre nosotros, y que esta persona que puede resultarme antipática o que no me atrae en absoluto tiene derecho a tener un sitio en mi comunidad, en mi familia, en la sociedad o en la Iglesia, que tiene derecho a vivir y crecer, y que Jesús es quien la ha llamado a este sitio, y yo debo respetarlo.

            El perdón empieza por el respeto por el lugar del otro. A continuación hay que reconocer que perdonar requiere tiempo.

     Recuerdo a un joven asistente que, después de un retiro, me dijo: "He pensado mucho en la alianza con mi padre, que me hizo mucho daño cuando yo era pequeño. Era muy autoritario, nunca me escuchaba y siempre se dedicaba a rebajarme a mis propios ojos. Me marché de casa porque no lo soportaba. Y empiezo a descubrir que no sólo tengo una alianza con los miembros de la comunidad, sino también con él; empiezo a perdonarle". Entonces le dije: "¿quizá puedas ir a visitarle?". Y el me dijo: "No; no estoy preparado, todavía soy demasiado vulnerable. Él es muy fuerte, y yo sigo siendo demasiado frágil; si voy a verle ahora, me aplastará. Necesito tiempo para fortalecerme y enderezarme". Esto me gustó mucho. somos como árboles torcidos y necesitamos enderezarnos y reaprender a crecer erguidos, y ello puede llevar tiempo. Aquel joven había perdonado y acogido a su padre de verdad, pero sabía que, para encontrarse con su padre, debía esperar a que el Espíritu Santo le fortaleciera.

    Recuerdo también a una religiosa  que me habló de una mujer que había sufrido mucho y estaba el la cárcel. No conozco exactamente los detalles de su historia, pero sé que fue condenada por el testimonio falso de un hombre. Aquella mujer decía: "No puedo perdonar. Me ha hecho demasiado daño". Pero añadía "ruego a Jesús que él le perdone". Aquella mujer había verdaderamente `perdonado, pero sus sentimientos aún no habían tenido tiempo de cambiar. Su ser profundo había perdonado, pero aquel perdón tenía que penetrar en su sensibilidad. El hecho de que dijera:"ruego a Jesús que le perdone" mostraba que el perdón estaba en el fondo de su corazón.

   El perdón es divino; es el secreto más profundo de Jesús, es el corazón del Evangelio, es el don que Jesús quiere concedernos para que seamos instrumentos de unidad, artífices de paz. Una comunidad, una familia no puede existir si no se fundamenta en el perdón. Y el perdón empieza por el reconocimiento de que cada persona tiene un lugar y un don que hacer realidad.

           Para vivir la alianza, para asumir nuestro papel tanto en la comunidad como en nuestra familia, la Iglesia o la sociedad, debemos ser hombres y mujeres de perdón.

No abandonar jamás a Jesús

            Jesús habla de perdón. Sana y libera a los pequeños, endereza a los encorvados por el yugo de la ley; y, al hacerlo, exacerba la ira y la envidia de muchos escribas y fariseos, que, en consecuencia, intentan hacerle caer en una trampa. ( Jn 8,2-11).

          Le llevan, pues, a una mujer sorprendida en flagrante adulterio: no es que la mujer les interese, la utilizan simplemente para poner a Jesús en un aprieto. Si Jesús habla de perdón para la mujer, contradice la ley de Moisés, que prescribe "lapidar a esas mujeres"; y si la condena conforme a le ley, es Él quien se contradice por haber hablada tanto de perdón.

          En principio, Jesús no dice nada, se inclina y se pone a escribir en la tierra. No se sabe lo que escribe ni porque lo hace, pero ahí está, silencioso, escribiendo. Entonces los fariseos y los escribas insisten: " ¿Tú que dices?". Se percibe toda la ira, la agresividad y la violencia que hay en ellos. Jesús se yergue, los mira y dice: "aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra". E inclinándose de nuevo, vuelve a escribir en la tierra. El Evangelio dice que se marcharon uno tras otro, empezando por los más ancianos, porque era el más anciano quien debía arrojar la primera piedra.

          Se marchan todos, y Jesús se queda solo con la mujer…Podemos imaginar el tremendo pánico que aquella mujer debió haber sentido: la vergüenza, el miedo, la angustia, la culpabilidad y, sobre todo, el inmenso terror a ser lapidada. Es, sin duda, la primera vez que ve a aquel hombre de Nazaret,  ante quien la habían arrastrado, quizá medio desnuda, como ante un juez. Y él, en un instante, la libera.

          Jesús se yergue de nuevo. cabe imaginar el silencio en torno a ellos y un cambio radical en la entonación de su voz cuando le dice : Mujer, ¿ dónde están ? ¿nadie te ha condenado? ".  "¿dónde están?", como si ella lo supiera y El no… Es extraño: súbitamente se percibe cierta fragilidad en Jesús. "Nadie Señor", responde la mujer. "Tampoco yo te condeno" le dice Jesús. "Vete y en adelante no peques más". Es muy sencillo: Jesús no vino a condenar a aquella mujer. Jesús no vino a condenarnos: vino a darnos vida.

           Esto es algo que nos cuesta comprender. Este texto tan claro, hizo que la Iglesia se hiciera algunas preguntas en el siglo IV. Algunas versiones de la Biblia no lo conservaron, como si fuera imposible que Jesús no condenara el adulterio. Yo creo que seguimos haciéndonos preguntas. Jesús siempre nos asombra, y no comprendemos bien quien es. ¿ Qué quiere decir Jesús cuando nos dice que no pequemos más ?. Porque aquí, el adulterio, como en los textos de Ezequiel o de otros profetas, es todo un símbolo de pecado.  El pecado, en la Sagrada Escritura, es dejar al Esposo Divino, alejarse de quine nos ama, nos protege y sacia nuestra sed, para ir a beber de otras fuentes y buscar en otro lugar la vida que Él nos daba.

          Es de suma importancia comprender bien lo que es el pecado. El pecado no es fundamentalmente transgredir la Ley. Es eso también pero no es lo principal.

          Toda la Sagrada Escritura, y en particular los Evangelios y las epístolas de san Pablo, lo dicen muy claramente.

           Pecar es volver la espalda a Jesús, dejar de confiar en Él, no creer en sus promesas ni en su Palabra, dudar de su alianza y no dejarse ya alimentar por su presencia. Pecar es separarse de su vida, dejar de vivir en comunión con Él, rehusar su cuerpo y su sangre, rechazar su palabra. Es evidente que entonces se transgrede la ley, se transgreden todas las leyes.

          Para vivir el Evangelio, para amar a los enemigos, para estar cerca d los pobres, para ser fiel en el sacramento del matrimonio, para vivir amando, hay que estar vivo, y solo se puede estarlo si se está en comunión con aquel que es la Vida misma.

          Entonces, cuando Jesús dice a aquella mujer: "Vete y no peques más", le dice de hecho: "Vete y no me abandones. Permanece en mi amor". Acepta vivir. Nútrete de mi presencia, nútrete de mi amor, de mi cuerpo y de mi sangre. Elige lo que es bueno para ti y te hace vivir".

          Es verdad, hay que estar atento: hay alimentos envenenados, amigos falsos, películas malas, libros perjudiciales, modos de vivir que, poco a poco, si no estamos alerta, pueden apartarnos de Jesús y destruirnos.

          Debemos estar prevenidos, porque, es verdad, si no somos seres vivos y en pie, transgrediremos la ley. Si estamos muertos, si estamos alejados de la fuente de la vida, solo transmitiremos muerte. Aprendamos pues, a alimentarnos bien de: la Palabra de Dios, del Cuerpo de Jesús, de la oración y de ese sacramento misterioso que es la presencia de Jesús en el pobre.

Perdonar y ser perdonado

          Ser perdonado es recuperar la alianza perdida, dejar de estar separado, y no ser sino "uno" con Dios.

          En su Evangelio, Marcos, nos habla de Jesús enseñando en una casa de Cafarnaúm. El patio está lleno y no puede pasar nadie. Llegan cuatro hombres que llevan consigo a un paralítico y, como no peden acercarse por culpa de la multitud, demuestran un gran ingenio, suben al tejado, retiran algunas tejas y bajan al hombre con su camilla situándolo justo delante de Jesús.

         Jesús está hablando y, de repente, llega un hombre de lo alto: está paralítico, no habla, mira a Jesús. en las personas que no pueden hablar, toda la intensidad de la relación se sitúa en los ojos, hablan con los ojos, y es sumamente conmovedor.

          Cuando está frente a Jesús, el hombre le mira, y sus ojos dicen: "te amo, confío en ti, ten piedad de mi". Jesús se emociona al ver la fe de los que le deslizan por el tejado y al ver aquella mirada, y dice de inmediato: "Hijo, tus pecados te son perdonados", es decir, "eres libre".

          Como es natural, entre la multitud se alzan murmullos. Los escribas, se asombran se inquietan, se enemistan. Nunca han oído hablar de algo semejante, nunca jamás han leído tal cosa en los libros de teología. Aquel hombre blasfema… ¿Cómo? Perdona los pecados. Pero únicamente Dios puede perdonar los pecados.

         Entonces Jesús les mira y les dice: "¿porqué pensáis así en vuestros corazones?, ¿qué es más fácil, decir al paralítico: "tus pecados te son perdonados", o decir: "levántate, toma tu camilla y anda"?. Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados-dice al paralítico-: a ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Mc 2, 1-12). ¿ os lo imagináis ?, aquel hombre daba saltos de alegría.

         Lo que sucedió es a la vez muy hermoso y muy profundo: los ojos de aquel hombre que amaba a Jesús, la ira de los escribas y fariseos y el gesto amoroso-y también provocador- de Jesús. Ese es todo el misterio del perdón.

         Al decir a aquel hombre: "levántate y anda", Jesús le dice de hecho lo mismo, pero en otro plano, que al decirle tus "pecados te son perdonados". Retira de sus hombros el yugo demasiado pesado que le aplastaba; le libera del peso de la culpabilidad que le incomodaba, le ahogaba y le impedía avanzar. Le asegura que Dios le ama, que ya no están separados, que está de nuevo en comunión con Dios, y con ello le da alas.

         Jesús vive en el instante presente de lo eterno. Nos ama en cada instante y nos testimonia su amor; pero nosotros, por miedo, pesadumbre, remordimiento o repugnancia respecto de nosotros mismos, hemos cerrado la puerta de nuestro corazón. Entonces, el perdón es Dios que vuelve a abrir la puerta y nos dice: "eres mi hijo amado; eres mi hija amada. Me gusta estar contigo, te amo. No me interesa el pasado; no me preocupa el futuro, estoy contigo ahora, quiero vivir contigo y en ti, y juntos daremos mucho fruto".

          El perdón nos hace recuperar el amor de nuestra juventud, el tiempo de los esponsales con Dios y de la promesa: " te desposaré conmigo para siempre; y tú conocerás a Yahvé".

          Jesús sabe que el peso de nuestra culpabilidad nos aplasta, sabe que necesitamos ser perdonados, que necesitamos oír, físicamente, las palabras de nuestra liberación. Así, por ternura, ha elegido a unos seres humanos, ni mejores ni peores que los demás, a unos simples seres humanos -los sacerdotes- , con sus heridas, debilidades y riquezas, como los demás, y les ha transmitido el ministerio del perdón. A algunos miembros de la Iglesia, Jesús les ha dicho: "Tú vas a perdonar en mi nombre. Vas a representarme en el sacramento del perdón".

          Es importante poder decir a alguien que escucha de verdad, con ternura y comprensión, todo lo que nos ha herido, o hemos hecho mal, o nos hemos negado a hacer, todo lo que lamentamos y poco nos va llenando el corazón hasta impedirle latir con esperanza.

        Verbalizar nuestras tinieblas es una experiencia de liberación muy importante. Cuanto más heridos hemos sido o más hemos herido, cuantas más cosas difíciles hemos vivido, cuanto más angustiados y culpables nos sentimos, cuanto más hemos dudado del amor de Dios, cuánto más nos hemos apartado  de Él, mayor necesidad tenemos de hablar, de liberarnos mediante la palabra y oír decirnos después, a aquel que Dios ha elegido para hacerlo: "Yo te perdono en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".

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