El Papa en homilía de la Misa en Tallin, Estonia: «Salir a promover un encuentro amoroso con Dios que está gritando “venid a mí”»

* «Necesitamos crecer en una mirada cercana para contemplar, conmovernos y detenernos ante el otro, cuantas veces sea necesario. Este es el “arte del acompañamiento” que se realiza con el ritmo sanador de la “projimidad”, con una mirada respetuosa y llena de compasión que es capaz de sanar, desatar ataduras y hacer crecer en la vida cristiana. Y dar testimonio de ser un pueblo santo. Podemos caer en la tentación de pensar que la santidad es solo para algunos. Sin embargo, «todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra». Hoy elegimos ser santos saneando los márgenes y las periferias de nuestra sociedad, allí donde nuestro hermano yace y sufre el descarte. No dejemos que sea el que viene detrás de mí el que dé el paso para socorrerlo, ni tampoco que sea una cuestión para resolver desde las instituciones; que seamos nosotros mismos los que fijemos nuestra mirada en ese hermano y le tendamos la mano para levantarlo, pues en él está la imagen de Dios, es un hermano redimido por Jesucristo. Esto es ser cristianos y la santidad vivida en el día a día»

Video completo de la transmisión en directo con la homilía del Papa traducida al español

25 de septiembre de 2018.- (Camino Católico)  Hoy el Santo Padre en la Plaza de la Libertad, en Tallin – Estonia, ha presidido la última celebración eucarística antes de su regreso a Roma después de haber visitado desde el pasado sábado los tres países bálticos: Lituania, Letonia y Estonia.

En la homilía en la misa votiva del Espíritu Santo que ha celebrado, el Santo Padre ha querido recordar el sufrimiento del pueblo de Estonia partiendo de la reflexión sobre la “llegada del pueblo hebreo —una vez liberado de la esclavitud en Egipto— al monte Sinaí”. “Vosotros –ha continuado el Papa- sabéis de luchas por la libertad, podéis identificaros con aquel pueblo”.

El Papa Francisco recordó cómo el pueblo que llega hasta el Sinaí “es un pueblo que ya ha visto el amor de su Dios, es un pueblo que decide hacer un pacto de amor porque Dios ya lo amó primero y le expresó ese amor”. Haciendo una consideración sobre el don de la fe recordó que: “los cristianos sabemos que la propuesta de Dios lleva a la plenitud”, a la vez que hizo una reflexión más: “Algunos se consideran libres cuando viven sin Dios o al margen de él. No advierten que de ese modo transitan por esta vida como huérfanos, sin un hogar donde volver. Nos toca a nosotros, al igual que al pueblo salido de Egipto, escuchar y buscar”.

Ante esa búsqueda, esa “sed, que habita en todo corazón humano, Jesús, nos anima a resolverla yendo a su encuentro. Él es quien puede llenarnos de la plenitud”. Ante la tentación de buscar saciar la sed interior que lleva dentro de sí todo hombre, el Papa recordó que: “En el desierto, el pueblo de Israel va a caer en la tentación de buscarse otros dioses… Pero Dios siempre lo atrae nuevamente, y ellos recordarán lo que escucharon y vieron en el monte”.

Ante esta llamada a volver a Dios, el Papa compartió con la pequeña porción del Pueblo de Dios que peregrina en Estonia: “somos la pequeña porción que tiene que fermentar toda la masa, que no se esconde ni se aparta, que no se considera mejor ni más pura”. Y tomando el ejemplo del águila cuando resguarda a sus polluelos y los ayuda a valerse por sí mismos sin dejar de protegerlos, el Papa les recordó que:

“Así es Dios con su pueblo elegido, lo quiere en “salida”, arriesgado en su vuelo y siempre protegido solo por él. Tenemos que perder el miedo y salir de los espacios blindados, porque hoy la mayoría de los estonios no se reconocen como creyentes”.

El Papa además dio pistas en la homilía para estar en actitud de salida, les dijo: “Salir como sacerdotes; lo somos por el bautismo. Salir a promover la relación con Dios… Necesitamos crecer en una mirada cercana para contemplar, conmovernos y detenernos ante el otro, con una mirada respetuosa y llena de compasión que es capaz de sanar, desatar ataduras y hacer crecer en la vida cristiana y dar testimonio de ser un pueblo santo”.

Añadió el Santo Padre: “Hoy elegimos ser santos saneando los márgenes y las periferias de nuestra sociedad, allí donde nuestro hermano yace y sufre el descarte, en él está la imagen de Dios, es un hermano redimido por Jesucristo”.

El Santo Padre finalizó su homilía recordando al pueblo de Estonia: “Qué bueno es sentirse parte de un pueblo. Vayamos a la montaña santa, a la de Moisés, a la de Jesús, y pidámosle que nos despierte el corazón, que nos regale el don del Espíritu para discernir en cada momento de la historia cómo ser libres, cómo abrazar el bien y sentirnos elegidos, cómo dejar que Dios haga crecer, aquí en Estonia y en el mundo entero, su nación santa, su pueblo sacerdotal”. En el vídeo se visualiza y escucha la homilía del Santo Padre traducida al español, cuyo texto completo es el siguiente:

Al escuchar, en la primera lectura, la llegada del pueblo hebreo —una vez liberado de la esclavitud en Egipto— al monte Sinaí (cf. Ex19,1) es imposible no pensar en vosotros como pueblo; es imposible no pensar en toda la nación de Estonia y en todos los países Bálticos. ¿Cómo no recordaros en aquella “revolución cantada”, o en aquella fila de 2 millones de personas desde aquí hasta Vilna? Vosotros sabéis de luchas por la libertad, podéis identificaros con aquel pueblo. Nos hará bien, entonces, escuchar qué le dice Dios a Moisés, para discernir qué nos dice a nosotros como pueblo.

El pueblo que llega hasta el Sinaí es un pueblo que ya ha visto el amor de su Dios expresado en los milagros y portentos, es un pueblo que decide hacer un pacto de amor porque Dios ya lo amó primero y le expresó ese amor. No está obligado, Dios lo quiere libre. Cuando decimos que somos cristianos, cuando abrazamos un estilo de vida, lo hacemos sin presiones, sin que sea un intercambio donde cumplimos si Dios cumple. Pero, sobre todo, sabemos que la propuesta de Dios no nos quita nada, al contrario, lleva a la plenitud, potencia todas las aspiraciones del hombre. Algunos se consideran libres cuando viven sin Dios o al margen de él. No advierten que de ese modo transitan por esta vida como huérfanos, sin un hogar donde volver. «Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 170).

Nos toca a nosotros, al igual que al pueblo salido de Egipto, escuchar y buscar. A veces algunos piensan que la fuerza de un pueblo se mide hoy desde otros parámetros. Hay quien habla con un tono más alto, quien al hablar parece más seguro —sin fisuras ni titubeos—, hay quien al gritar añade amenazas de armamento, despliegue de tropas, estrategias… Este es el que parece más “firme”. Pero eso no es “buscar” la voluntad de Dios; sino un acumular para imponerse desde el tener. Esta actitud esconde en sí un rechazo a la ética y, en ella, a Dios. Pues la ética nos pone en relación con un Dios que espera de nosotros una respuesta libre y comprometida con los demás y con nuestro entorno, que está fuera de las categorías del mercado (cf. ibíd., 57). Vosotros no habéis conquistado vuestra libertad para terminar esclavos del consumo, del individualismo, o del afán de poder o dominio.

Dios conoce lo que necesitamos, lo que a menudo escondemos detrás del afán de tener; también nuestras inseguridades resueltas desde el poder. Esa sed, que habita en todo corazón humano, Jesús, en el Evangelio que hemos escuchado, nos anima a resolverla yendo a su encuentro. Él es quien puede saciarnos, llenarnos de la plenitud que tiene la fecundidad de su agua, su pureza, su fuerza arrolladora. La fe es también caer en la cuenta de que él vive y nos ama; no nos abandona y, por eso, es capaz de intervenir misteriosamente en nuestra historia; él saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad (cf. ibíd., 278).

En el desierto, el pueblo de Israel va a caer en la tentación de buscarse otros dioses, de adorar el becerro de oro, de confiar en sus propias fuerzas. Pero Dios siempre lo atrae nuevamente, y ellos recordarán lo que escucharon y vieron en el monte. Como aquel pueblo, nosotros nos sabemos pueblo “elegido, sacerdotal y santo” (cf. Ex 19,6; 1 P 2,9), el Espíritu es el que nos recuerda todas estas cosas (cf. Jn 14,26).

Elegidos no significa exclusivos, ni sectarios; somos la pequeña porción que tiene que fermentar toda la masa, que no se esconde ni se aparta, que no se considera mejor ni más pura. El águila pone a resguardo sus polluelos, los lleva a lugares escarpados hasta que pueden valerse por sí mismos, pero tiene que empujarlos para que salgan de ese lugar de confort. Agita a su nidada, tira a los polluelos al vacío para que pongan en juego sus alas; y se pone debajo para protegerlos, para evitar que se hagan daño. Así es Dios con su pueblo elegido, lo quiere en “salida”, arriesgado en su vuelo y siempre protegido solo por él. Tenemos que perder el miedo y salir de los espacios blindados, porque hoy la mayoría de los estonios no se reconocen como creyentes.

Salir como sacerdotes; lo somos por el bautismo. Salir a promover la relación con Dios, a facilitarla, a favorecer un encuentro amoroso con aquel que está gritando «venid a mí» (Mt 11,28). Necesitamos crecer en una mirada cercana para contemplar, conmovernos y detenernos ante el otro, cuantas veces sea necesario. Este es el “arte del acompañamiento” que se realiza con el ritmo sanador de la “projimidad”, con una mirada respetuosa y llena de compasión que es capaz de sanar, desatar ataduras y hacer crecer en la vida cristiana (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 169).

Y dar testimonio de ser un pueblo santo. Podemos caer en la tentación de pensar que la santidad es solo para algunos. Sin embargo, «todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 14). Pero, así como el agua en el desierto no era un bien personal sino comunitario, así como el maná no podía ser acumulado porque se echaba a perder, del mismo modo la santidad vivida se expande, fluye, fecunda todo lo que está a sus márgenes. Hoy elegimos ser santos saneando los márgenes y las periferias de nuestra sociedad, allí donde nuestro hermano yace y sufre el descarte. No dejemos que sea el que viene detrás de mí el que dé el paso para socorrerlo, ni tampoco que sea una cuestión para resolver desde las instituciones; que seamos nosotros mismos los que fijemos nuestra mirada en ese hermano y le tendamos la mano para levantarlo, pues en él está la imagen de Dios, es un hermano redimido por Jesucristo. Esto es ser cristianos y la santidad vivida en el día a día (cf. ibíd., 98).

Vosotros habéis manifestado en vuestra historia el orgullo de ser estonios, lo cantáis diciendo: “Soy estonio, me quedaré estonio, estonio es algo bueno, somos estonios”. Qué bueno es sentirse parte de un pueblo, qué bueno es ser independientes y libres. Vayamos a la montaña santa, a la de Moisés, a la de Jesús, y pidámosle —como dice el lema de esta visita—, que nos despierte el corazón, que nos regale el don del Espíritu para discernir en cada momento de la historia cómo ser libres, cómo abrazar el bien y sentirnos elegidos, cómo dejar que Dios haga crecer, aquí en Estonia y en el mundo entero, su nación santa, su pueblo sacerdotal.

Francisco

Santa Misa presidida por el Papa Francisco en Tallin, Estonia, Letonia, 25-9-18

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