Homilía del Evangelio del Domingo: Acoger a Jesús y hacer de la fe nuestro bien más preciado sometiendo a él todo lo demás / Por P. José María Prats

* «Todo lo que suscita y acrecienta la fe, aunque conlleve dificultades y sufrimiento, es una bendición para nosotros porque nos conduce a la vida. En cambio, lo que suscita la autosuficiencia y la autocomplacencia, aunque a primera vista resulte reconfortante, constituye un gran peligro porque enfría la fe y nos separa de la fuente de la vida y de la salvación”

Domingo XIII del tiempo ordinario – B:

Sabiduría 1, 13-15;2,23-24 / Salmo 29 / 2 Corintios  8, 7.9.13-15 / Marcos 5, 21-43

José María Prats / Camino Católico.Las lecturas de hoy constituyen una pequeña síntesis de las verdades fundamentales de nuestra fe.

La primera lectura nos recuerda que Dios lo hizo todo bueno. «Creó al hombre para la inmortalidad, lo hizo a imagen de su propio ser» y lo rodeó de un mundo maravilloso para que fuese feliz en él. En la contemplación de la naturaleza incontaminada, en la experiencia del amor familiar o en la verdadera amistad reconocemos este designio maravilloso de Dios.

Pero, por desgracia, constatamos también la falta de armonía en el mundo: el egoísmo, la injusticia, la violencia, la enfermedad, la muerte. La Biblia deja muy claro que todo esto no procede de Dios sino del rechazo de sus designios por parte del ser humano, rechazo que fue instigado por las fuerzas del mal: «Dios todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables … pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo».

La Buena Noticia de nuestra fe es que Dios mismo, en Jesucristo, ha venido a liberarnos del mal y a devolver la armonía a la creación. Los signos que contemplamos en el evangelio de hoy muestran el poder de Jesús sobre la enfermedad y la muerte, que es capaz de restablecer la armonía perdida.

Pero este poder, que está siempre junto a nosotros, se manifiesta solamente en la medida en que Jesús es acogido en la fe. La gente estaba entorno a él apretujándolo sin que ocurriera nada, pero una mujer que «acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto pensando que con sólo tocarle el vestido curaría» recuperó inmediatamente la salud.

Creer o no creer, esa es la cuestión, la diferencia entre la vida y la muerte, entre la salvación y la condenación. Por ello hemos de hacer de la fe nuestro bien más preciado sometiendo a él todo lo demás. La historia de la mujer que padecía flujos de sangre nos da una gran lección. Durante doce años estuvo intentando curarse de una enfermedad que en su tiempo se consideraba vergonzante. Esta enfermedad, sin embargo, fue el instrumento del que Dios se valió para purificarla y llevarla no sólo a la salud sino a la salvación por su fe en Jesucristo. ¿Qué habría sido de ella si, conforme a sus deseos, hubiese sido sanada por uno de los médicos a los que acudió?

Todo lo que suscita y acrecienta la fe, aunque conlleve dificultades y sufrimiento, es una bendición para nosotros porque nos conduce a la vida. En cambio, lo que suscita la autosuficiencia y la autocomplacencia, aunque a primera vista resulte reconfortante, constituye un gran peligro porque enfría la fe y nos separa de la fuente de la vida y de la salvación.

José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo:

«Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva».

Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.

Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía:

«Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré».

Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía:

«¿Quién me ha tocado los vestidos?».

Sus discípulos le contestaron:

«Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’».

Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo:

«Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».

Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo:

«Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?».

Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga:

«No temas; solamente ten fe».

Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice:

«¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida».

Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice:

«Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate».

La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.

Marcos 5, 21-43


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