Homilía del Evangelio del Domingo: Jesús nos invita a apoyarnos para combatir juntos el poder del mal / Por P. José María Prats

“A menudo intentamos combatir el mal, la indigencia y la injusticia solamente con medios humanos: desarrollo, educación, acción social y política… y constatamos su incapacidad para redimir al mundo: se incrementa la producción de bienes pero aumenta la pobreza, se derroca un gobierno corrupto pero le sucede otro igual o peor… Sólo las aguas regeneradoras que manan del costado abierto de Cristo pueden darnos una victoria consistente sobre el pecado que nos traiga la paz y el bienestar. Y esas aguas se vierten sobre nosotros cuando las acogemos por la oración, los sacramentos y el esfuerzo cotidiano por conformar nuestra vida a la palabra de Dios”

Domingo V de Cuaresma – C:

Isaías 43, 16-21 / Salmo 125 / Filipenses 3, 8-14 /  Juan 8, 1-11

P. José María Prats / Camino Católico.- «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra». Con estas palabras tan llenas de sabiduría, Jesús nos hace ver lo absurdo que resulta combatir el mal intentando destruir a los que lo obran, porque entonces todos deberíamos ser destruidos.

El pecado –como el adulterio cometido por esta mujer– perturba el orden social y suscita fácilmente una reacción de odio y violencia que engendra todavía más dolor y desorden. Jesús nos invita a frenar esta reacción: no se trata de condenarnos y perseguirnos unos a otros por los pecados que todos cometemos, sino de apoyarnos para combatir juntos el poder del mal. «Ninguno te ha condenado. Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

La primera lectura nos recuerda, sin embargo, que no podemos vencer sobre el pecado sólo con nuestro esfuerzo y buena voluntad. Solamente Dios puede verter sobre la aridez del hombre caído las aguas capaces de devolverle su armonía: «Pondré agua en el desierto, corrientes en la estepa, para dar de beber a mi pueblo» –profetiza Isaías. Son las aguas de la gracia que manan del costado abierto de Jesucristo resucitado, del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo muriendo por nosotros en la Cruz: «Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1 Pe 2,24).

Es muy importante señalar esto, porque a menudo intentamos combatir el mal, la indigencia y la injusticia solamente con medios humanos: desarrollo, educación, acción social y política… y constatamos su incapacidad para redimir al mundo: se incrementa la producción de bienes pero aumenta la pobreza, se derroca un gobierno corrupto pero le sucede otro igual o peor… Sólo las aguas regeneradoras que manan del costado abierto de Cristo pueden darnos una victoria consistente sobre el pecado que nos traiga la paz y el bienestar. Y esas aguas se vierten sobre nosotros cuando las acogemos por la oración, los sacramentos y el esfuerzo cotidiano por conformar nuestra vida a la palabra de Dios.

San Pablo ha experimentado en su propia vida que sólo en Cristo puede alcanzar la paz y la vida verdaderas y en la segunda lectura nos dice apasionadamente cómo, por ello, su única aspiración en este mundo es profundizar cada vez más en la comunión con Cristo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo… Todo para conocerlo a Él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos».

Estoy convencido de que si ésta fuera la actitud de la mayoría de las personas, el mundo sería un paraíso.

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen:

«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?».

Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra.

Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

«Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra».

E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.

Incorporándose Jesús le dijo:

«Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?».

Ella respondió:

«Nadie, Señor».

Jesús le dijo:

«Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».

Juan 8, 1-11


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