Homilía del Evangelio del Domingo: Ser cristiano supone sentir a Dios cercano, presente y actuante / Por P. José María Prats

* «Ser cristiano supone sentir a Dios cercano, presente y actuante hasta en las cosas más pequeñas y cotidianas, sentir que nos escucha, nos habla, nos corrige, nos consuela, nos ama hasta la muerte. Y para que esta presencia amorosa y santificadora penetre hasta lo más íntimo de nosotros, rendimos a ella toda nuestra vida hasta exclamar con San Pablo: «vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20)”

Domingo XIV del tiempo ordinario – B:

Ezequiel 2, 2-5 / Salmo 122 / 2 Corintios 12, 7b-10 / Marcos 6, 1-6

José María Prats / Camino Católico.- La experiencia vivida por Jesús en su pueblo que narra el evangelio de hoy tiene que hacernos reflexionar. A sus paisanos «les resultaba escandaloso» que alguien tan próximo, a quien habían visto crecer desde niño y con cuya familia trataban todos los días, pudiera aparecer ahora hablando con una sabiduría y autoridad sin precedentes y obrando milagros. Nazaret, además, era un pueblo de una región paganizada, sin ninguna relevancia política ni religiosa: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» ‒había dicho Natanael a Felipe‒ (Jn 1,46). Aquella gente esperaba un Mesías surgido del corazón del judaísmo, de alguna familia noble y poderosa, como correspondía a los reyes de Israel. Por ello despreciaron a Jesús, el cual «no pudo hacer allí ningún milagro».

En el fondo, en el origen de este rechazo está el misterio de la Encarnación. Tendemos a esperar la salvación como manifestación de un poder ajeno a nuestras miserias, rodeado de ese halo de misterio y atractivo que suscita todo lo que viene de fuera. Dios, en cambio, ha querido salvarnos asumiendo nuestra pobreza y debilidad para redimirlas desde dentro.

El catolicismo es la religión de la proximidad de Dios hasta el punto de oírle, hablarle, verlo, tocarlo y hasta comerlo y beberlo: ¡un verdadero escándalo! Pero resulta todavía más escandaloso que debamos acceder a Él a través de una Iglesia llena de limitaciones e imperfecciones.

Por eso a muchos les ha pasado como a los paisanos de Jesús: han menospreciado la fe que recibieron de sus padres, la catequesis que les dio la vecina del barrio y las pesadas homilías que escucharon en su parroquia porque todo ello era demasiado cercano, pobre e imperfecto como para ser tomado en serio. En cambio, se han dejado seducir por las promesas de felicidad del materialismo, las ideologías políticas o las religiones orientales, revestidas de ese halo exótico y novedoso que tanta fascinación produce.

Pero es que, además, a los que no están dispuestos a someterse a la voluntad de Dios, un Dios tan cercano les molesta. Hay familias que cuando mueren los abuelos no saben qué hacer con esa imagen del Sagrado Corazón o de la Virgen que presidía la casa, porque ningún hijo quiere recibirla en la suya. Molesta, inquieta, parece como que nos quita la libertad para vivir sin tener que dar explicaciones de nada a nadie. Es mucho menos comprometido y aséptico decorar el salón con un buda y creer en esa energía cósmica impersonal que se supone que nos vivifica sin exigir nada.

Ser cristiano supone sentir a Dios cercano, presente y actuante hasta en las cosas más pequeñas y cotidianas, sentir que nos escucha, nos habla, nos corrige, nos consuela, nos ama hasta la muerte. Y para que esta presencia amorosa y santificadora penetre hasta lo más íntimo de nosotros, rendimos a ella toda nuestra vida hasta exclamar con San Pablo: «vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús fue a su patria, y sus discípulos le seguían. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga.

La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía:

«¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?».

Y se escandalizaban a causa de Él. Jesús les dijo:

«Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio».

Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.

Marcos 6, 1-6


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