Homilía del Evangelio del Domingo: La doble revelación del misterio de Cristo en la Transfiguración / Por P. José María Prats

* «Cuando descubrimos por primera vez la belleza radiante de Jesucristo, nuestra vida se llena de bienestar, ilusión y armonía. Pero poco a poco el Señor nos invita a escucharle y seguirle también en su condición de Siervo sufriente para purificar nuestra vanidad y suficiencia”

Lectura del Evangelio: Mateo, 17, 1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 

Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Meditación

P. José María Prats / Camino Católico.- La Transfiguración del Señor narrada en este pasaje es una experiencia mística en la que se revela a los discípulos la identidad de Jesús. Esto ocurre en un momento decisivo del evangelio, cuando Jesús emprende el camino hacia Jerusalén que culminará con su pasión, muerte y resurrección.

Si nos fijamos un poco, vemos que esta revelación tiene dos partes que provocan en los discípulos reacciones muy diferentes. En un primer momento Jesús se transfigura delante de sus discípulos y aparecen Moisés y Elías conversando con Él. Esta revelación resulta tan atractiva para los discípulos que Pedro intenta hacer todo lo posible por perpetuarla, ofreciéndose para construir tres tiendas. Sin embargo, cuando a continuación aparece la nube que los cubre con su sombra y se oye la voz que dice: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo», la reacción es totalmente distinta: «cayeron de bruces, llenos de espanto». ¿Cómo podemos explicar estas reacciones tan diferentes?

En la primera revelación Jesús muestra a sus discípulos su santidad, su poder y su gloria y se presenta como el Mesías prometido por Dios a través de Moisés y los profetas, que aparecen en la visión conversando con Él. Es una síntesis de lo que los discípulos han experimentado hasta ese momento: un Jesús que sana a los enfermos, resucita a los muertos, expulsa a los demonios, perdona los pecados y predica con una autoridad sin precedentes. Todo ello lo acredita -como Pedro confiesa en el capítulo anterior- como el Mesías anunciado desde antiguo. Lógicamente, los discípulos están encantados de contemplar y participar de esta gloria y desean que esta situación se prolongue indefinidamente.

La segunda revelación, sin embargo, va a ahondar en el misterio de Jesús. La nube luminosa que los cubre con su sombra evoca por una parte esa densa presencia de Dios que consagró el Templo de Jerusalén (1 Re 8,10) y por otra el poder del Altísimo que cubrió a María con su sombra en la Encarnación (Lc 2,35). Ello nos quiere indicar que las palabras que van a pronunciarse a continuación sobre los discípulos encierran un profundo misterio.

Las palabras son éstas: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Según los expertos en Sagrada Escritura se está evocando el Sal 2,7 («Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy») combinándolo con el inicio del primer canto del Siervo del Señor (Is 42,1: «Éste es mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien me complazco»). Así pues, el profundo misterio que estas palabras revelan es que el Mesías cuya entronización y exaltación proclama el Salmo 2 («…gobernarás los pueblos con cetro de hierro, los quebrarás como jarro de loza…») es también el Siervo sufriente del Señor que canta el profeta Isaías, que fue traspasado por nuestros pecados y cargó sobre sí la culpa de todos (Is 53,5-6).

Esto explica la reacción de los discípulos, pues para un judío esta afirmación era impensable, más aún, escandalosa. El mismo San Pablo nos lo confirma: «nosotros predicamos a un Mesías crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1,23). Y también explica que Jesús prohibiera a sus discípulos contar esta visión hasta su resurrección de entre los muertos, pues nadie habría dado crédito a semejante despropósito. Era necesario ver y tocar las llagas del resucitado para llegar a asumir el escándalo de un Mesías crucificado.

Esta doble revelación del misterio de Cristo que vemos en la Transfiguración acontece también en la vida de los cristianos. Cuando descubrimos por primera vez la belleza radiante de Jesucristo, nuestra vida se llena de bienestar, ilusión y armonía porque en Él encontramos la respuesta a nuestras inquietudes y la posibilidad de compartir su santidad y su poder sobre el mal. Pero poco a poco el Señor nos va introduciendo en la densa nube luminosa y nos invita a escucharle y seguirle también en su condición de Siervo sufriente para purificar nuestra vanidad y suficiencia. Y al recibir esta revelación tendemos, como los discípulos, a caer de bruces llenos de espanto. Como Pedro, quisiéramos instalarnos para siempre en esa primera experiencia de gloria donde nos sentimos tan seguros y a gusto y, en cambio, se nos llama, como a Abraham, a desmontar nuestras tiendas y, abrazando la cruz, ponernos en camino hacia una tierra desconocida.

Hay al menos dos buenos motivos para vencer nuestro espanto y ponernos en camino tras las huellas del Siervo sufriente. Por una parte la seguridad de que el Señor caminará siempre a nuestro lado y, como hizo con los discípulos, en los momentos de desfallecimiento se acercará a nosotros, nos tocará y nos dirá: «levantaos, no temáis». Por otra parte, la certeza de que esa tierra desconocida a la que Dios quiere llevarnos es infinitamente más bella que la cima del Monte Tabor, porque «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2,9).

P. José María Prats

Oración: Salmo 83

¡Qué deseables son tus moradas, 

Señor de los ejércitos! 

Mi alma se consume y anhela 

los atrios del Señor, 

mi corazón y mi carne 

retozan por el Dios vivo. 

 

Hasta el gorrión ha encontrado una casa; 

la golondrina, un nido 

donde colocar sus polluelos: 

tus altares, Señor de los ejércitos, 

Rey mío y Dios mío. 

 

Dichosos los que viven en tu casa, 

alabándote siempre. 

Dichosos los que encuentran en ti su fuerza 

al preparar su peregrinación: 

 

Cuando atraviesan áridos valles, 

los convierten en oasis, 

como si la lluvia temprana 

los cubriera de bendiciones; 

caminan de baluarte en baluarte 

hasta ver a Dios en Sión. 

 

Señor de los ejércitos, escucha mi súplica; 

atiéndeme, Dios de Jacob. 

Fíjate, oh Dios, en nuestro Escudo, 

mira el rostro de tu Ungido. 

 

Vale más un día en tus atrios 

que mil en mi casa, 

y prefiero el umbral de la casa de Dios 

a vivir con los malvados. 

 

Porque el Señor es sol y escudo, 

él da la gracia y la gloria; 

el Señor no niega sus bienes 

a los de conducta intachable. 

 

¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre 

que confía en ti!


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