La familia está en crisis. ¿Cuál es la raíz de esta crisis y qué podemos hacer para combatirla? / Por P. José María Prats

1 de enero de 2014.- (Camino Católico) Que la familia está en crisis es un hecho incontestable si tenemos en cuenta, por ejemplo, que aproximadamente la mitad de los matrimonios se separan. Pero ¿cuál es la raíz de esta crisis y qué podemos hacer para combatirla?

El problema fundamental es que al alejarnos de la fe hemos perdido el sentido profundo de nuestra identidad y del sentido de nuestra vida y hemos asumido la concepción del hombre propia de la sociedad de consumo en donde realizarse como persona significa poder gozar de todo aquello que nos atrae y que supone una afirmación de nosotros mismos: poseer cosas, acumular experiencias, viajar, tener una intensa vida social, ser reconocido y admirado por los demás…

Dentro de esta mentalidad la vida en pareja se entiende como una experiencia más a vivir, y una experiencia ciertamente muy atractiva pues en ella se satisfacen aspiraciones muy importantes de la persona humana en todos los ámbitos. Pero esta experiencia se va haciendo inviable a medida que la novedad y el atractivo iniciales van disminuyendo y, a la vez, toca afrontar las limitaciones y sacrificios que conlleva la vida familiar como la educación de los hijos, la atención a las tareas domésticas o los compromisos laborales –a veces muy exigentes- necesarios para poder sostener económicamente a la familia.

Cuando estas limitaciones empiezan a ser importantes son vividas como freno y frustración de nuestras aspiraciones de realización personal: deseábamos más bienestar material y no nos llega el presupuesto; deseábamos tener más vida social y la atención a nuestros hijos no nos lo permite; deseábamos viajar y no podemos. Y encima nos parece que todo el mundo a nuestro alrededor puede hacer todas estas cosas y que por ello es enormemente feliz. Entonces se genera una gran insatisfacción existencial que tiende a proyectarse sobre el otro cónyuge y que termina haciendo imposible la convivencia. La experiencia, sencillamente, se ha agotado, hemos “consumido” todo lo que podía aportarnos, y sólo cabe salir en busca de nuevas experiencias.

¿Qué es lo que ha fallado? El fundamento de todo: la concepción del ser humano y del sentido de su vida. Sólo en la medida en que repongamos el sólido fundamento de la antropología cristiana podremos reconstruir el maravilloso edificio de la familia.

¿Quiénes somos, pues, según el cristianismo? Somos hijos de Dios. Y nuestra dignidad no depende de los bienes que poseamos, ni de nuestra cultura, ni de las experiencias que hayamos podido vivir: nuestra dignidad procede del hecho de ser hijos de Dios. Y cuando descubrimos existencialmente esta verdad, cuando experimentamos el amor incondicional de Dios y su acción concreta y cotidiana en nuestra vida sabemos íntimamente que lo tenemos todo. Santa Teresa lo expresó así: «Quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta».

Y sabiendo que en Él lo tenemos todo, somos liberados del afán de poseer, de acumular experiencias y de aparentar lo que no somos para obtener el reconocimiento de los demás: dejamos de ser indigentes para convertirnos en soberanos.

¿Y cuál es el sentido de nuestra vida? Pues vivir conforme a lo que somos: vivir como hijos de Dios. Si la experiencia del amor y de la paternidad de Dios es la fuente profunda de donde emanan el sentido de nuestra dignidad y nuestra alegría, entonces nace espontáneamente en nosotros con una fuerza irresistible el deseo de participar de este amor, de vivir de él y para él.

 

Desde este paradigma la unión entre un hombre y una mujer para formar una familia es algo totalmente distinto: nace del deseo de comprometerse con el otro cónyuge para juntos poder participar más plena y eficazmente en el amor y en la obra creadora de Dios, entregándose gozosamente el uno al otro, promoviendo el don de la vida recibido en los hijos y trabajando juntos por la justicia y el bienestar de todos los hombres. Los sacrificios que antes eran vividos como limitaciones intolerables de la propia realización personal ahora se convierten en manifestaciones concretas de la entrega al otro que acrecientan y acrisolan el amor. Porque amar no consiste en vivir juntos experiencias gratificantes, sino en atreverse a entregar la propia vida. Jesús nos lo ha dicho muy claro: «el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará».

Oración   (Salmo 127,1-2.3.4-5)

¡Dichoso el que teme al Señor,

y sigue sus caminos!

Comerás del fruto de tu trabajo,

serás dichoso, te irá bien.

Tu mujer, como parra fecunda,

en medio de tu casa;

tus hijos, como renuevos de olivo,

alrededor de tu mesa.

Esta es la bendición del hombre

que teme al Señor:

Que el Señor te bendiga desde Sión,

que veas la prosperidad de Jerusalén

todos los días de tu vida.

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