La obediencia en los Padres del Desierto / Por P. José María Prats

«Abba Poimén dijo:

“La voluntad del hombre es una muralla de bronce y una roca que se interpone entre él y Dios. Si renuncia a ella, podrá decirse a sí mismo lo que está escrito en el salmo: ‘con mi Dios escalo la muralla’ [Sal 18,30]”»

12 de marzo de 2015.- (P. José María Prats / Camino Católico) La conversión a la que se nos invita durante la Cuaresma supone participar en la muerte y resurrección de Cristo: morir a nuestra condición de “hombres viejos”, esclavos del pecado, para resucitar como “hombres nuevos” que viven conforme al designio de Dios, en el amor y el don de sí mismos.

De hecho, lo más característico del “hombre viejo” es su deseo de autonomía frente a Dios, su empeño en hacer su voluntad y afirmarse frente a los demás.  El hombre nuevo, en cambio, busca hacer siempre la voluntad divina para alcanzar así su más ardiente aspiración: la comunión con Dios. Así pues, la conversión supone, sobre todo, renunciar a la propia voluntad para acoger incondicionalmente la voluntad de Dios.

Los Padres del Desierto son muy conscientes de ello. El abba Poimén, por ejemplo, presenta la voluntad personal como una sólida muralla de bronce que separa al hombre de Dios y que sólo puede franquearse con una firme renuncia y la ayuda de la gracia:

«Abba Poimén dijo: “La voluntad del hombre es una muralla de bronce y una roca que se interpone entre él y Dios. Si renuncia a ella, podrá decirse a sí mismo lo que está escrito en el salmo: ‘con mi Dios escalo la muralla’ [Sal 18,30]”.»

De hecho, la lucha contra la propia voluntad es el combate por excelencia que debe vencer el ser humano para llegar hasta Dios. Así lo expresa, nuevamente, Poimén:

«Abraham, el discípulo de Agathon, interrogó a Poimén diciendo: “¿Por qué los demonios me combaten?” Y Poimén le respondió: “¿Te combaten los demonios? Ellos no nos combaten todo el tiempo, pues cuando hacemos nuestra propia voluntad, ella actúa ya como demonio que nos aflige a fin de ser cumplida. ¿Quieres saber con quién luchan los demonios? Con Moisés y los que se le asemejan.»

Para vencer el impulso a hacer siempre la propia voluntad, cuando alguien quería iniciarse en la vida eremítica en los desiertos de Egipto, debía buscar un abba, un monje santo y probado, y acompañarlo siempre, imitando su vida y sometiéndose a su voluntad, la cual era entendida como mediadora de la voluntad de Dios. El siguiente apotegma ilustra muy bien esta práctica y la actitud de estos hombres:

«Se contaba de Juan Colobos que, habiéndose retirado con un Anciano en Escete, moraba en el desierto. Su abba, tomando una rama seca la plantó y le dijo: “Cada día, riégala con un cántaro de agua, hasta que produzca fruto”. El agua estaba tan lejos que era necesario partir a la tarde y regresar a la mañana siguiente. Al cabo de tres años, la madera revivió y produjo frutos. Entonces el Anciano, tomando este fruto, lo llevó a la iglesia y dijo a los hermanos: “Tomad, comed el fruto de la obediencia”.»

El hombre contemporáneo, tan celoso de su libertad y de su autonomía, desprecia este mensaje, pero es cada vez más esclavo de sí mismo. No va a ser nada fácil convencerle de que la verdadera libertad y la paz son el fruto de la obediencia a Dios.

P. José María Prats

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