«Abriré ríos en el yermo, renovaré la gracia en vuestros corazones» / Por P. José María Prats

Domingo V de Cuaresma – Ciclo C

Isaías 43,16-21 / Salmo 125 / Filipenses 3, 8-14 / Juan 8,1-11

24 de marzo de 2013.- (Camino Católico) Fijaos lo que Dios dice por mediación del profeta Isaías a los israelitas desterrados en Babilonia: «Así dice el Señor que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas… no recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo… Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo… ofreceré agua en el desierto… para apagar la sed de mi pueblo… que yo formé para que proclamara mi alabanza.»

¿Qué es lo que Dios hizo? Abrió una senda de tierra seca en medio de las aguas. Pues bien, eso hay que olvidarlo porque ahora Dios va a hacer algo nuevo. ¿Y qué va a hacer? Justo lo contrario: va a abrir un río, una senda de agua, en medio de la tierra seca. ¿Qué quiere decir todo esto?

Dios, abriendo las aguas del Mar Rojo, liberó a Israel del faraón, pero no del pecado y, por eso, al otro lado del mar no se encontraba un vergel sino el desierto. El desierto representa la libertad sociopolítica pero en ausencia, todavía, de las aguas de la gracia. Es el lugar de la ascesis, donde el hombre lucha por vivir en santidad pero no tiene todavía la fuerza para poder alcanzarla. Todo es árido, difícil, imperfecto, exento de vida y de poder.

Y en este contexto, Dios tuvo que dar a su pueblo una ley imperfecta y provisional hecha a la medida de su debilidad. Por ejemplo, si una mujer casada era sorprendida con un hombre en adulterio, ambos debían ser apedreados hasta la muerte, para extirpar así el mal en Israel (cfr. Dt 22,22). Era como cuando se amputa un miembro del cuerpo para salvar la vida de un enfermo porque no se dispone de la medicina necesaria para curar su herida.

Pues bien, Dios promete que esta situación será superada, que dispondremos de esta medicina, porque Él abrirá ríos en el yermo, es decir, infundirá su Espíritu en el corazón endurecido de los hombres y los liberará de la esclavitud del pecado, llenándolos de vida, poder y santidad. Como el desierto, al caer sobre él el agua, se convierte en un vergel, así el corazón de piedra se convertirá en un corazón de carne al derramarse sobre él el Espíritu de Amor.

Y esta promesa se cumple en el Evangelio. Vemos a unos letrados y fariseos llevar a Jesús una mujer sorprendida en adulterio para que sea apedreada. Son hombres del desierto, hombres de corazón endurecido. Pero frente a ellos está «Jesús de Nazaret, a quien Dios ungió con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38); y Él no entra en la dinámica de la amputación porque posee en plenitud la medicina más eficaz, la medicina del amor: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.»

Con toda seguridad era la búsqueda del verdadero amor lo que había llevado a esa mujer al adulterio. Y el encuentro con el amor y la misericordia de Jesús sacia su sed y le devuelve la salud.

Nosotros también hemos recibido el agua del Espíritu Santo con la que podemos saciar y sanar tantos corazones enfermos. Pero, por desgracia, a menudo optamos nuevamente por la lapidación lanzando sobre los hombres las piedras de la condena, del desprecio, de la crítica destructiva. Y estas actitudes hieren profundamente a nuestras comunidades, les quitan su belleza, su calor y su vida, y las devuelven al desierto.

La promesa de Dios sigue siendo actual para nosotros en esta Cuaresma: «Abriré ríos en el yermo», es decir, renovaré la gracia en vuestros corazones para que podáis sanar el mundo con la fuerza irresistible del amor.

Termino contándoos la historia de aquel monje a quien no satisfacía su vida monástica y todas las noches saltaba la verja de su monasterio buscando en el mundo aventuras que pudieran saciar su sed de vida. Una noche, saltando de nuevo la verja de regreso a casa, al apoyar el pie sobre el taburete que solía dejar junto a la verja, notó algo blando: no era el taburete, sino la espalda del abad, que se había encorvado humildemente para facilitarle su descenso. Sin mediar palabra cada cual regresó a su celda. Aquel monje no volvió a sentir jamás el deseo de escapar: el amor lo había curado.

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