Manuel Pizarro, profesor: “Era un ateo sediento de fe. La luz vino a mí durante la Eucaristía; cuando el sacerdote alzó la Biblia mi mente se abrió”

“No sé cómo, pero comprendí todo el mensaje que había detrás de este gesto y se juntaron todas las piezas de mi puzle. Sentí también el fraterno amor de mis hermanos. En la noche cuando me fui a acostar en la habitación que dormía, estuve espiritualmente en el cielo, ¡me sentía en otro mundo!”

30 de septiembre de 2013.- (Danilo Picart / PortaLuz / Camino Católico) El caminar sereno y algunos achaques que llegan con los años, no impiden que Manuel Pizarro mantenga una juvenil pasión cuando ingresa a la sala de clases. Es profesor de lenguaje y enseña a muchachos que buscan acceso a la universidad en Santiago, la capital chilena…. “Pronto cumpliré 79 años y trabajando con los jóvenes me refresco”, dice sonriente. 

Hoy es feliz, pero esta plenitud, que es el valor de la sabiduría de los viejos que ha puesto de relieve el Papa Francisco en sus alocuciones recientes, fue conquistada tras un proceso de tinieblas. Manuel era un intelectual agnóstico que masticaba y predicaba una filosofía donde Dios y la esperanza cristiana eran meras utopías. 

La separación de Dios y el existencialismo

Criado junto a sus cuatro hermanos en el seno de una familia católica, se educó en un colegio de los Sagrados Corazones. “No obstante, después de los 14 años me alejé de Dios y estando en la universidad terminé por separarme de la religión”, recuerda. 

Rondaba los treinta años cuando inició su romance con los padres de la filosofía y literatura atea. “Me aferré a esas lecturas plagadas de sudor intelectual ateo. También novelas y ensayos de Arthur Schopenhauer, y cuanto escritor existencialista llegase a mis manos”.  

Esta devoción de Manuel por una antropología que daba la espalda a Dios se potenció, para su pesar, al morir su madre… “Fue sorpresiva porque no estaba enferma y de repente murió, ¡muy joven!, a los 55 años. Ese fue un impacto profundo y desde ahí veía la muerte con terror, porque pensaba que no había nada después de la vida, era terrible”.

Los laureles del mundo no le satisfacen

En 1968, cuando ya ejercía profesionalmente en las aulas como profesor, Manuel contrajo matrimonio y en pocos años sería padre de tres mujeres. Nada más casarse, la familia se mudó al norte de Chile, zona minera y floreciente, donde disfrutaría de estabilidad económica y público reconocimiento. 

El y su familia tenían una buena vida, pero en su fuero interno Manuel se sentía insatisfecho… “Renuncié a muchas cosas, regresamos a Santiago y me decidí a tomar un año sabático, sin trabajar, porque estaba muy agotado. Estaba bien con mi señora, con mis hijas, pero sentía un tremendo vacío espiritual. Andaba intranquilo y por eso cuando me ofrecieron algunas horas de clase en un centro que prepara a los jóvenes para rendir el examen de selección de ingreso a las universidades, no dudé en aceptar. Me refugié en el trabajo, en encuentros con mis hermanos, concursando y ganando muchos eventos literarios, pero nada era suficiente”.

Pronto Manuel, tendría que enfrentar la verdad. Vivía una crisis de fe. “El existencialismo no era una cosa tranquilizadora, sino que todo lo contrario, no me daba respuestas. Fue una desesperación, avergonzarme frente a la nada. Había buscado saciar mi hambre de infinito, pero sin creer en nada. Me sentía totalmente apartado de todo. Tenía entonces 42 años de edad, veintiocho años viviendo apartado de Dios. Aunque en ese instante las cuatro letras de este maravilloso vocablo no afloraban aún en mis labios”.

Retirarse, hacer silencio para “ver”

En estas lides interiores, con desazón anímica, sus resistencias agnósticas estaban al mínimo y terminó por aceptar la invitación que le hacía uno de sus hermanos.  “Llegué a ese retiro del Movimiento Cursillista un fin de semana. Reaccioné indiferente, tenía rabia. Cuando empezaban a rezar yo decía «¿Y estos, qué se creen?». Cuestionaba a todos y todo, luchaba. Fue terrible, incómodo. Yo callado, escuchaba y miraba a cada una de las cuarenta personas que estaban conmigo, sintiendo que me caían pésimo y me preguntaba «¿Qué tengo que estar haciendo con estos tipos?»”.   

Pero el hombre nuevo que pujaba por nacer vería la luz antes de que finalizara aquel retiro… “Con las horas mis resistencias fueron vencidas y pude verme… era un ateo sediento de fe. El amor que se palpitaba en aquel retiro, presencia indudable del Espíritu Santo, dominó mi rebeldía. La luz de la fe vino a mí durante la Eucaristía; cuando el sacerdote alzó la Biblia mi mente se abrió. No sé cómo, pero comprendí todo el mensaje que había detrás de este gesto y se juntaron todas las piezas de mi puzle. Sentí también el fraterno amor de mis hermanos. En la noche cuando me fui a acostar en la habitación que dormía, estuve espiritualmente en el cielo, ¡me sentía en otro mundo!”.

El momento de la primera prueba

La noticia de su retorno a la fe fue también un re-encuentro con su esposa quien pronto siguió los pasos de Manuel en el Movimiento Cursillista. Fue una época de alegrías y crecimiento, antesala de la primera gran prueba de fe… “Pasó todo como un rayo. Ella enfermó gravemente y allí estaba,  en el hospital, con miles de mangueras, inyectándole antibióticos de todo tipo. Le detectaron hepatitis C. Pero antes de poder siquiera pensar en una solución tuvo una falla sistémica múltiple que comprometió el hígado los riñones y todo. Murió. ¡Era tan joven! Tenía sólo 55 años”.

Lejos de potenciar la rebeldía de antaño esta nueva y sensible pérdida fue ocasión para gustar lo que es abandonarse con todo el ser en los brazos de Dios… “Oraba continuamente y permanecí con una tranquilidad espiritual sorprendente. El Señor me acompañó mucho en ese momento”.

Han pasado más de 30 años desde su conversión y hoy el que fuera agnóstico lleva su fe también hasta los jóvenes a quienes educa. “La obligación del cursillista –dice con pasión juvenil Manuel- es evangelizar como todo miembro de la Iglesia, pero hay algunos que somos los más enamorados”.

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