Martín Villarreal, ex luchador, “el criminal”: A los 9 años ya se drogaba, fue maltratado en la infancia y se llenó de odio y venganza hasta que encontró a Cristo en una experiencia mística

* «Al cerrar mis ojos tengo ese primer encuentro con Cristo Nuestro Señor. Un Cristo que se me revela con mis ojos cerrados. Un Cristo que está ensangrentado, con un rostro que estaba sufriendo, con corona de espinas.  Y empecé a llorar fuerte y a suplicar: “¿Por qué te manifiestas así Señor?” Y Cristo me respondió: “Es que este rostro es el tuyo. Este rostro es el rostro de tu familia. Este es el rostro del sufrimiento. Y si yo sufrí Martín es porque te amo”»

* «Yo luché contra buenos luchadores con mi máscara, con máscara y nunca la perdí. Pero cuando yo me arrodillé ante Jesús perdí la máscara ante el campeón de campeones, el Rey de Reyes. Cristo sí que me que quitó la máscara de destrucción de la soberbia, del orgullo, del odio. Él me desenmascaró y me dio el verdadero rostro de Martín para el mundo, para mis hijos»

Martín Villarreal / Camino Católico)  El mexicano Martín Villarreal a los 9 años ya se drogaba. Su padre lo descubrió y lo introdujo en la lucha libre para hacerlo un hombre a partir de una paliza que le dieron luchadores profesionales. El alcohol, la droga, el odio hacia su padre, que le rechazaba y maltrataba, le llevó a aceptar ser luchador con el mote “el criminal” para vengarse de toda su familia y todo el mundo.

La familia que el formó, hasta tener seis hijos, también fue invadida por las consecuencias de sus actos de odio. Quiso que su esposa abortara al tercer hijo, Hugo. Después de vivir en el infierno y en la destrucción encontró a Cristo en un retiro en el que tuvo una experiencia mística que le cambió su vida y la de toda su familia, con quienes hoy evangeliza. En el vídeo de María Visión se escucha y visualiza todo su testimonio, pero por su interés hemos realizado un extracto escrito transcribiendo su intervención y la de su hijo Hugo. Esta es su historia:

Yo tenía nueve años de edad cuando comencé a delinquir y con los jovencitos de mi barrio a consumir drogas, inhalábamos solventes. Nos dedicábamos a robar. Nunca me dio por estudiar.

Mi padre se dio cuenta de que me drogaba cuando yo tenía 11 años. El era también luchador y me golpeó de manera tremenda. Parecía que estaba luchando en un combate y que yo era su contrincante: me alzaba y me golpeaba contra el piso. Me decía muchísimas groserías y me ofendía muchísimo. Me echó a la calle.

Mi madre fue la que me rescató y me dijo que no me fuera. Le pidió a mi padre que no me echara porque era un niño. Mi padre respondió: Aunque es un niño el decidió drogarse y aquí no quiero drogadictos.

Sin embargo, mi padre era alcohólico, golpeaba mucho a mi madre. Yo vivía y veía esas continuas peleas de mi padre contra mi madre. Era lo que yo tenía en mi corazón.

Una vez que mi padre me golpeó yo empecé a tenerle mucho odio, mucho rencor. Yo viví siempre odiando a mi padre y decía: “¡ojala se muera!”. Yo tenía otro hermano, que también fue luchador profesional, y yo veía como le tendía la mano a él para que triunfara en la vida. Por el contrario, a mi,  mi padre no me hablaba y si yo le dirigía la palabra me decía: “hazte a un lado contigo no quiero nada”. Primero sentía tristeza porque mi padre no quería nada conmigo, pero luego comencé a sentir rencor, rechazo y celos hacia mi hermano. Empecé a odiar a mi hermano y a todos mis hermanos.

También, empecé a tenerle coraje a mi madre porque mi padre cuando llegaba alcoholizado la golpeaba, discutía con ella, le exigía… Mi madre no hacía nada ante eso. Era una mujer de oración, que rezaba el rosario todo el día. Y yo decía “no debe rezar el rosario. Lo que debe es clamar justicia y defenderse”. Yo, ante esto, lo confieso, empecé a odiar a Dios porque mi madre oraba y no se solucionaba nada. Y yo decía: “es que Dios no existe”. Y eso me hacía vivir odiando a Dios, odiando a mi madre, odiando a mi padre, odiando a mis hermanos, odiando a la sociedad y clamando en mi interior que este mundo es hipócrita y que uno debe abrirse camino solo.

A los doce años continuaba drogándome y mi padre se vuelve a dar cuenta de nuevo y me dijo: “te voy a mandar a que te hagan hombre”. Y me envió a la Arena Coliseo donde me recibieron unos luchadores que me dijeron: “te vamos a bautizar”. El bautizo fue una golpiza tremenda hasta orinar sangre. Me marché llorando con mi madre y manifestándole que no quería volver, que no me gustaba ya la lucha libre. Y mi madre me decía: “hijo debes ir porque lo manda tu padre. Hay que obedecer a tu padre”. Y yo tenía coraje con mi madre porque ya no me defendía.

Y total, me dije a mi mismo que me iba a hacer luchador teniendo en mente mi venganza: vengarme de mi padre, vengarme de todo el mundo, destruir al mundo. Cuando me hice luchador, allá en el Distrito Federal, me propusieron tener el mote de “el criminal” y yo dije: “eso es lo que quiero”. Por eso durante treinta años como luchador use esa máscara que ahora llevo puesta.

Llegaba a los encordados para combatir y subía alcoholizado y drogado para destruir al mundo. Empecé queriendo destruir a mi esposa, mi matrimonio, a mis hijos. Los destruí con mis actitudes, con el pecado. Yo siendo “el criminal” en la lucha libre no quería la vida, odiaba la vida porque odiaba a Dios.

Mi esposa me dio la noticia por teléfono de que nuevamente estaba embarazada del que sería nuestro tercer hijo. Yo me llene de odio de coraje y le dije: “No, porque tú me estas engañando. Es fruto de un engaño. Vas a abortar”. Y ella valientemente me dijo: “Yo no voy abortar. Aunque tú no me apoyes, ese hijo tiene que nacer al igual que los otros dos anteriores”. Ese día yo fui a casa y le di una golpiza a mi esposa para que abortara.

Y yo le doy gracias a Dios por esa mujer que me entregó porque ella fue valiente, defendió la vida de su hijo. Y ahora aquí presento vivo a ese tercer hijo, Hugo.

Habla Hugo Villareal, el tercer hijo de Martín salvado por su madre del aborto

 

 

Durante muchos años, desde que fui un niño yo quería estar lo más lejos posible de mi padre Martín. Fui creciendo y la distancia se fue haciendo más grande. Mi padre Martín me dijo: “sabes, tú no tienes padre. Y yo a ti no te tuve”. Fue la manera más sencilla de llevar la fiesta en paz, puesto que nos veíamos y yo le decía: “quiero que te mueras. ¡Ojala pronto te mueras! ¡Yo te odio!”. Y sentía dentro de mi ese coraje hacia mi padre, porque yo sentía rechazo de él hacia mi y yo quería transmitirle ese mismo rechazo.

 

 

Hugo Villarreal

Yo quería acariciar a mi hijo Hugo, como a mis otros dos hijos, pero él me rechazaba. Yo ahora sé que fue muy impactante para él las palabras que yo le dije: “Tú para mi no existes”. Yo le he pedido perdón y le sigo pidiendo perdón.

Hemos sido lastimados por las personas adultas: Yo fui lastimado por mi padre y yo he lastimado a mi hijo. Ese odio que había en mi corazón de querer destruir al mundo estaba destruyendo a mi hijo Hugo y a los demás hijos, pero yo no lo sabía.

Con el tiempo me fui dando cuenta que mi alcoholismo, mi drogadicción, mi forma de ser, todas mis actitudes, mi enfermedad psicológica, mi enfermedad del alma estaban destruyendo mi familia. Había destruido a mi padre y a mi madre también. ¿Cómo restaurar todo eso? Yo no encontraba la salida. Seguía alcoholizándome y destruyéndome. 

Aquí en Guadalajara tenía una arena de lucha libre y permitía que allí se vendiera droga, que se drogaran, que se alcoholizarán, porque cuando el luchador subía drogado a las cuerdas daba más espectáculo y a mi lo que me interesaba era ganar más dinero. Y desgraciadamente, el mayor de mis hijos siguió mis pasos y cuando lo hice luchador él tomaba las drogas, antes de subir a luchar, como yo lo hacía, como yo le enseñaba en los entrenamientos.  Él se hizo adicto a las drogas y nos enemistamos.

Una vez, un luchador llamado “el ángel” me dijo: “Martín te voy a invitar a un lugar donde vas a conocer parte de tu enfermedad”. Yo conteste: “Yo no soy un enfermo, el enfermo es mi hijo. Vamos a buscarle ayuda”. Entonces él aceptó buscar ayuda para mi hijo y me llevó a un lugar de doble “A”. Era un lugar de atención a alcohólicos y yo no aceptaba que era un alcohólico pero fui para buscar solución para mi hijo. Ese luchador que pelea con el mote “el ángel” fue verdaderamente mi ángel. Yo pensaba  de mi mismo que era un enfermo emocional, pero en una hora media que duró la junta de Alcohólicos Anónimos basto para reconocerme.

Me di cuenta que yo estaba destruyendo a mi familia con la droga, con el alcohol y que el primero que debía recibir la ayuda era yo. Al final de la reunión dijeron si alguien quería hablar y yo subí al ambón temblándome las piernas y lo único que pude decir fue “amigos yo me reconozco enfermo emocional y alcohólico”. Y fue cuando sentí una ovación, pero una ovación de Dios, porque fue mi primer encuentro con Dios.

Me encontré con Dios y con mis defectos de carácter. Después de eso yo me sentía seco porque yo seguí yendo diariamente a Alcohólicos Anónimos a las reuniones. Yo ya no me alcoholizaba y no me drogaba, pero seguía discutiendo con mi esposa y con todo el mundo. Sentía que tenía hambre, necesidad de algo. Un día, encontré un volante en el que se anunciaba un retiro espiritual y decidí ir.

Sin embargo, yo le decía a Dios: “Si no me encuentro contigo en ese retiro me cambio de religión. Yo te abandono”. La verdad es que yo tenía abandonado al Señor y no tenía religión desde toda la vida.

Cuando llegué el primer día al retiro yo decía viendo a los servidores: “¿Estos que me van a enseñar? ¡No saben nada!” Mientras avanzaba el retiro yo veía como la gente lloraba y a mi no me pasaba nada. Y yo le decía al Señor: “Es que Tú no existes. Pura mentira todo esto. ¿Por qué yo no lloro?” Y es que yo tenía un corazón de piedra.

Llegó el domingo y se hizo una oración de Pentecostés en la que se pide el Espíritu Santo en la que pidieron que todos levantáramos las manos y yo las tenía bajadas.

El que estaba dirigiendo la oración, que es invidente, dijo: “¡hay una persona que no está levantando sus manos, que las levante!” Asumí que ese era yo y las levanté y cerré mis ojos. En ese momento, al cerrar mis ojos tengo ese primer encuentro con Cristo Nuestro Señor. Un Cristo que se me revela con mis ojos cerrados. Un Cristo que está ensangrentado, con un rostro que estaba sufriendo, con corona de espinas.

Y empecé a llorar fuerte y a suplicar: “¿Por qué te manifiestas así?”

Y Cristo me respondió: “Es que este rostro es el tuyo. Este rostro es el rostro de tu familia. Este es el rostro del sufrimiento. Y si yo sufrí Martín es porque te amo”.

Y le decía yo a Cristo: “Señor perdón. Si me hinqué no es porque yo no deseaba hincarme sino porque llegó el Espíritu y me tocó. Y ahora que te encontré Señor, ¿qué puedo hacer? ¿Ahora qué hago?”.

Y me dijo el Señor: “Yo voy a restaurar tu vida Martín, tu familia, todo lo que tu creías que se había perdido”.

Yo lloraba y le dije: “Señor me comprometo contigo. Yo voy a llevar tu Palabra, tu anuncio a donde tú quieras. Yo no sé como lo voy hacer porque no te conozco”.

Cristo me respondió: “Yo voy a prepararte”.

Estuve cinco años preparándome en un retiro personal y formándome en retiros, encuentros, talleres de desarrollo humano. Me di cuenta que yo, Martín, había vivido toda mi vida sin Cristo, sin Dios y que todo el daño que yo tenía lo había expandido hacia mis seis hijos. Empecé a luchar por tener una mejor vida, comencé a formar un grupo de evangelización y hubo una sanación hermosa en mi hijo Hugo que supuso una sanación familiar al pedirnos todos perdón.

Yo llegue a pedirle perdón a Dios diciéndole: “Señor yo te estaba culpando de todo lo que me sucedía. ¡Perdón Señor!”

Yo luché contra buenos luchadores con mi máscara, con máscara y nunca la perdí. Pero cuando yo me arrodillé ante Jesús perdí la máscara ante el campeón de campeones, el Rey de Reyes. Cristo sí que me que quitó la máscara de destrucción de la soberbia, del orgullo, del odio. Él me desenmascaró y me dio el verdadero rostro de Martín para el mundo, para mis hijos.

Y ahora con mi esposa, mis hijos y un gran equipo de gente hacemos retiros espirituales de tres días especiales para esa gente que no conoce a Dios, pero que necesita de Dios, de su misericordia.

Martín Villarreal

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