Papa Francisco en la Audiencia General 21-3-18: «Cuando tu recibes la Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo»

* «Cada vez que comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, cuando  distribuye  la Eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tu respondes: «Amén», es decir, reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en el Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo que nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!»

Video completo de la catequesis traducida al español y de la síntesis que el Papa ha hecho en nuestro idioma

21 de marzo de 2018.- (13 TV Vatican News / Camino CatólicoEl Papa Francisco ofreció una nueva catequesis sobre la Misa en la Audiencia General del miércoles y habló de la Plegaria Eucarística IV y la comunión y recordó que al recibirla también se dejan atrás los egoísmos.

El Obispo de Roma ha recordado que “mientras nos une a Cristo, separándonos de nuestros egoísmos, la comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en Él”. En definitiva,“nos convertimos en lo que recibimos”. “Celebramos la eucaristía para nutrirnos de Cristo, que nos dona a sí mismo tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar”, ha señalado.

El Papa aseguró que se trata de una invitación “a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad”. “Una invitación que alegra, y a la vez empuja a un examen de conciencia iluminado por la fe”.

“Nutrirse de la eucaristía significa dejarse cambiar en cuando la recibimos”,ha afirmado. En este sentido, añadió que “como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre del Señor, así cuantos lo reciben con fe son transformados en eucaristía viviente”.

El Papa también ha mencionado que la comunión se recibe en la boca o, donde está permitido, en la mano, y después se invita a “custodiar en el corazón el don recibido” y a esto ayuda “la oración silenciosa, un salmo o un himno de alabanza”. En el vídeo superior se visualiza y escucha la catequesis traducida al español y la síntesis que el Santo Padre ha hecho en nuestro idioma, cuyo texto completo es el siguiente:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Y hoy es el primer día de la primavera: ¡buena primavera! ¿Pero qué pasa en primavera? Las plantas florecen, los árboles florecen. Os haré algunas preguntas. Un árbol o una planta enfermos, ¿florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que no es regada por la lluvia o artificialmente, ¿puede florecer bien? No. Y un árbol y una planta de la que se han arrancado las raíces o que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero sin raíces, ¿ se puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en obras de caridad, en hacer el bien. Pero si no tienes raíces, no podrás florecer, y la raíz ¿quién es? Jesús! Si no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta primavera sea una primavera florida para vosotros, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad  esto, este es un verso muy hermoso de mi país: «Lo que el árbol tiene de flor, viene de lo que tiene enterrado». Nunca cortéis las raíces con Jesús.

Y continuemos ahora con la catequesis de la santa misa. La celebración de la misa, de la que estamos recorriendo los  varios momentos, se ordena a la Comunión, es decir a unirnos con Jesús. La comunión sacramental, no la comunión espiritual, que puedes hacer en casa diciendo: “Jesús, yo querría recibirte espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que se nos da tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a él. Lo  dice el Señor mismo:. «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él «(Jn 6:56). Efectivamente, el gesto de Jesús  que dio a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.

En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándolos a participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan en el altar sagrado: «Bienaventurados los invitados a la Cena del Señor: este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo». Inspirado por un paso del Apocalipsis – «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19,9): dice “bodas” porque Jesús es el esposo de la Iglesia, – esta invitación nos llama a experimentar la unión íntima con Cristo, fuente de alegría y santidad. Es una invitación que alegra y al mismo tiempo empuja a un examen de conciencia iluminado por la fe. Si, por un lado,  vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por otra, creemos que su Sangre es «derramada para la remisión de los pecados».  Todos nosotros hemos sido perdonados en el bautismo, y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y ¡no lo olvidéis! Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvífico de esta Sangre, San Ambrosio exclama: «Yo que siempre peco, siempre debo disponer de la medicina» (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446A). En esta fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y le invocamos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Esto lo decimos en cada misa.

Si somos nosotros los que vamos en procesión para hacer la Comunión, nosotros vamos en procesión hacia el altar para comulgar,  en realidad es Cristo quien viene a nosotros para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús!. Alimentarse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en cuanto recibimos. San Agustín nos ayuda a entenderlo, cuando nos habla de la luz que recibió cuando sintió que Cristo le decía: «Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú el que me transformará en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú serás transformado en mí «(Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742). Cada vez que comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, cuando  distribuye  la Eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tu respondes: «Amén», es decir, reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en el Cuerpo de Cristo.  Porque cuando tu recibes la Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es hermoso esto; es muy hermoso! Al mismo tiempo que nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!

La Iglesia desea fervientemente que los fieles también reciban el Cuerpo del Señor con las hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico es más completo si la santa Comunión se hace bajo las dos especies, aun sabiendo que la doctrina católica enseña que también bajo una sola  de las dos especies se recibe a  Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la práctica eclesial, el fiel se acerca a  la Eucaristía normalmente en forma de procesión, como hemos dicho,  y comulga de pie con devoción, o de rodillas, tal como establece  la Conferencia Episcopal, recibiendo el Sacramento en la boca o, donde haya sido concedido, en la mano, según desee (ver OGMR, 160-161). Después de la Comunión, nos ayuda a custodiar  en nuestros corazones el don recibido el silencio, la oración silenciosa. Alargar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, así como un salmo o un himno de alabanza IGMR, 88) que nos ayude a estar con el Señor.  (véase IGMR, 88).

La Liturgia Eucarística se concluye con la oración después de la Comunión. En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para agradecerle de habernos hecho invitados suyos y para pedir que lo que se ha recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras y para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que  pedimos al Señor que «el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección» (Misal Romano, miércoles de la 5ª semana de Cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que nos transforma en Él nos hace más fuertes. ¡Qué bueno y qué grande es el Señor!.

(Después, al saludar a los peregrinos de lengua española, el Papa ha dicho:)

Queridos hermanos:

Celebramos la Misa para nutrirnos de Cristo, que se nos da en la Palabra y en el Sacramento del Altar. En el momento de la comunión que hoy contemplamos, Jesús se nos sigue dando en su Cuerpo y en su Sangre, por el ministerio de la Iglesia, como hizo con los discípulos en la Última Cena.

Después de la Fracción del Pan, el sacerdote nos invita a mirar «al Cordero que quita el pecado del mundo», reconociendo la distancia que nos separa de la santidad de Dios y de su bondad al darnos como medicina su preciosa Sangre, derramada para el perdón de los pecados. Somos, por tanto, convocados «al banquete de bodas del Cordero», reconociéndonos indignos de que entre en nuestra casa, pero confiados en la fuerza de su Palabra salvadora. Caminamos hacia el altar para nutrirnos de la Eucaristía, para dejarnos transformar por quien recibimos, como dice san Agustín: «Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí».

La Liturgia eucarística se concluye con la oración de la comunión. En ella damos gracias a Dios por este inefable don y le pedimos también que transforme nuestra vida, siendo medicina en nuestra debilidad, que sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure su constante protección.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Exhorto a la comunión frecuente, haciendo presente el misterio de amor que se encierra en el Sacramento, para que la unidad con Cristo y con su Iglesia se manifieste en nuestro actuar cotidiano y testimonie nuestra vida nueva en Cristo. Gracias.

(El Papa ha dicho al final de la catequesis:)

Un pensamiento especial para los jóvenes, los ancianos, los enfermos y los recién casados. Estamos concluyendo el tiempo de gracia de la Cuaresma. No os canséis de pedir el perdón de Dios en la  confesión y en vuestros sufrimientos uníos aún más a los de la cruz de Cristo, compitiendo en el perdón y la ayuda mutua.

Con motivo del próximo encuentro mundial  de las  familias, tengo la intención de ir a Dublín el 25 y 26 de agosto de este año. Doy las gracias desde ahora a las autoridades civiles, a los obispos, al obispo de Dublín y a todos los que colaboran para preparar este viaje. ¡Gracias!

Francisco

 

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