Rosa Parra: «Estaba en 2º de Bellas Artes, quería entregarme con radicalidad y dije: ‘No entiendo nada, pero hágase’. Pensaba que el Señor sabría dónde me quería y soy monja»

* «Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados somos la madre, la hermana de los ancianos. Los ancianos son desamparados en muchos aspectos: físico, familiar, social, económico, psicológico… Algunos vienen muy alejados del Señor porque creen que Él tiene la culpa de todo ese desamparo que sienten. Esta no es una residencia más, aquí se vive la fe. Qué bonito cuando vemos que, según van pasando los años, los ancianos vuelven al Señor, ponen paz en su vida. Vienen sin tener esperanza pero ves que poco a poco vuelven a vivir los sacramentos y recuperan la esperanza en un cielo donde no hay un Dios juzgador, cruel y dominador, sino un padre misericordiosos que, en breve, les acogerá con los brazos abiertos. ¡Qué bonito es que nuestras casas sean casas de esperanza!»

Camino Católico.- Con motivo de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, explica su testimonio vocacional al semanario Paraula sor Rosa Parra, de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, congregación que el viernes 27 de enero ha celebrado el 150 aniversario de su fundación. Una vocación fundamentada en la esperanza y cuya misión es, precisamente, transmitir esa esperanza a quienes están en la última etapa de la vida.

‘Caminando en esperanza’, lema de la Jornada de la Vida consagrada de este año, no es una frase más para sor Rosa Parra, en quien podemos decir que estas palabras se hacen vida. Sor Rosa, religiosa de la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, destaca por la alegría y optimismo que le nacen de saberse en manos del Señor. “No podemos ser cristianos tristes porque Cristo, con su resurrección, nos demuestra que hay una alegría, una esperanza. Él no se quedó en la cruz”, comenta sor Rosa. “Dicen que la Iglesia está mal, pero yo sí veo un resurgir. El Espíritu en cada época va guiando y hace surgir nuevos carismas, congregaciones y movimientos… Hay una esperanza. Y debemos confiar, porque la barca de la Iglesia la lleva Cristo”, añade. Y es que su experiencia personal y vocacional así lo demuestra.

Inquieta y con muchas dudas

Sor Rosa Parra Morera nació en Oliva hace 40 años, y la mitad los ha vivido consagrada al Señor. Rosa reconoce que puede ver cómo la mano del Señor ha ido encauzando su vida. “Mis padres siempre han ayudado en la parroquia de San Roque en todo lo que han podido. Para ellos, lo mejor que podían hacer por sus cuatro hijos era transmitirnos la fe, por eso, desde bien pequeños nos llevaban a la parroquia”, recuerda Rosa.

Y así, sor Rosa, aun sin saberlo, sintió la llamada del Señor siendo muy niña. “Recuerdo que siendo aún pequeña el párroco me preguntó si no quería ser religiosa”. Esa pregunta, que parecía haber caído en saco roto, quedó grabada en el corazón de la niña. Y fue la primera de las muchas que vinieron después y fueron marcando el camino vocacional de Rosa, a quien su carácter inquieto le hacía estar en constante búsqueda.

La segunda pregunta llegó preparándose para la Confirmación. “La catequista nos planteó si con la Confirmación buscábamos un estilo de vida o simplemente lo hacíamos por seguir una tradición familiar”. Esto le hizo reflexionar sobre por qué iba a misa, a los Juniors, etc. “Me di cuenta de que sí quería un estilo de vida diferente. Aunque saliera con mis amigos y en cualquier ámbito de la vida, yo quería comportarme como cristiana, que se notara en mi forma de ser y actuar”, explica la religiosa.

A partir de ahí, empezaron sus años de búsqueda, de plantearse “dónde estoy o cuál es mi misión en el mundo”. El Señor puso en su camino “experiencias muy buenas” que le fueron marcando y ayudando a encontrar respuestas.

Una de esas experiencias fue la que vivió en la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000 en Roma. Recuerda especialmente la vigilia en Tor Vergata. “Me impresionó ver tantos jóvenes allí convocados por el Papa Juan Pablo II, no por un artista famoso. Esa noche, estando todos de rodillas ante Cristo vi que era Él quien nos unía”, recuerda.

Así se sucedieron otras experiencias, como el viaje a Lourdes, donde se dio cuenta “de que la fe no es un teatro” como había llegado a plantearse; la peregrinación a Santiago de Compostela; los campamentos con los Juniors… “Fui sumando vivencias y, cuando veo la historia que el Señor ha hecho conmigo, me veo reflejada en el pasaje: “Venid y lo veréis”, subraya.

Mientras, Rosa había empezado la carrera de Bellas Artes con la ilusión de ser restauradora. “Fue una época muy buena. Estaba haciendo lo que me gustaba y tenía mucha libertad porque vivía en Valencia”, reconoce. Pero a pesar de todo, veía que le faltaba algo. “La felicidad no era completa. Mi brújula interior me decía: por ahí, no”. Pero entonces, ¿dónde? Un nuevo interrogante surgió en su vida.

Fue durante una eucaristía en un campamento Junior cuando se planteó que quizás el Señor le estaba pidiendo otro tipo de entrega. “Estaba en segundo de carrera. No podía concentrarme en clase. Quería entregarme con radicalidad. ¿Por qué no ofrecer mi vida por los que no creen? Mi cabeza eran preguntas y más preguntas. Tenía necesidad de hablar con alguien y aclararme”.

Rosa conocía a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados tanto por la casa que tienen en Oliva como por la de Valencia, donde todas las Navidades sus padres les llevaban para ver el belén. Por eso, aunque no recordaba dónde estaban, un día cuando salió de clase decidió ir a buscarlas. “Me fui por el río hasta que vi una fachada que reconocí”, explica. “Y quien me viera, debió creer que estaba loca porque cruzaba la calle y pensaba ‘¿pero dónde voy yo?’, y me iba. Pero entonces me decía ‘no voy a poder dormir, he de hablar con ellas’, y volvía a cruzar. Así varias veces hasta que por fin, fui valiente y llamé”, cuenta entre risas.

Rosa pudo desahogarse con las Hermanitas que le invitaron a hacer oración en silencio. “Me enseñaron que eso era lo que yo necesitaba: parar y estar en silencio para poder discernir”. Poco a poco las religiosas le ayudaron y también su párroco, Rafael Sala.

Le aconsejaron que visitara varias congregaciones para tener distintas experiencias y conocer cómo vivían y cuál era la misión de cada una. Todo lo fue anotando en un cuaderno que más tarde releyó para seleccionar.

Después de mucho rezar y de mucho silencio, le pudo decir al Señor: “No entiendo nada, pero hágase”. Rosa admite que “pensaba que no estaba hecha para la vida religiosa, pero a la vez estaba abierta a cualquier posibilidad”. Y reconoce que “me costaba dejarlo todo: la familia, la parroquia, el basket… Pero pensaba que el Señor sabría dónde me quería. Recordaba, además, el pasaje del joven rico que no puede dejarlo todo para seguir al Señor y él queda triste, pero el Señor también. Y me decía: si digo que no, yo también dejaré triste al Señor y no quiero”.

Cuando comentó su inquietud vocacional en casa, su familia le apoyó. “Mi madre dijo que ella ya intuía algo. Y mi padre, que todos los días rezaba por las vocaciones pero que nunca había pensado que le iba a tocar a él”.

Dar esperanza en la última etapa de la vida

Rosa ya no tenía dudas de que quería estar con las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. En su decisión pesó ver la fragilidad y la soledad de los ancianos. “En mi casa se había cuidado de mis abuelos y de una tía. Me impresionó mucho su muerte porque mis padres estuvieron ahí y pudieron darles un último apretón de manos. Por eso pensaba cuántos ancianos mueren solos. ¡Cuánto desamparo y soledad puede tener un anciano! ¡Qué misión tan grande la de las Hermanitas!”, exclama.

Por eso decidió que su misión podía ser cuidar de los ancianos y darles esperanza en la última etapa de su vida. “Ellos ya no ven futuro, pero nosotras sí vemos futuro en ellos. Ellos para nosotras son Cristo y nosotras para ellos somos las manos de Cristo, que salva, cuida, anima, alienta y da esperanza”, comenta.

Los ancianos, por su edad y su desgaste físico, tienen muchas limitaciones, pero las Hermanitas les ayudan y le quitan importancia a esa situación difícil de aceptar. “Las religiosas somos la madre, la hermana de los ancianos”, así les atiende en la enfermería, les lavan, les visten, les dan de comer, les organizan actividades, les velan en la enfermedad y les atienden en todo lo que necesitan con una sonrisa, una caricia y una palabra amable.

“Los ancianos son desamparados en muchos aspectos: físico, familiar, social, económico, psicológico… Algunos vienen muy alejados del Señor porque creen que Él tiene la culpa de todo ese desamparo que sienten”. Por eso, la labor de las Hermanitas se resume en la máxima ‘Cuidar los cuerpos para salvar las almas’. Porque, como manifiesta sor Rosa, “ésta no es una residencia más, aquí se vive la fe”.

“Qué bonito cuando vemos que, según van pasando los años, los ancianos vuelven al Señor, ponen paz en su vida. Vienen sin tener esperanza pero ves que poco a poco vuelven a vivir los sacramentos y recuperan la esperanza en un cielo donde no hay un Dios juzgador, cruel y dominador, sino un padre misericordiosos que, en breve, les acogerá con los brazos abiertos. ¡Qué bonito es que nuestras casas sean casas de esperanza!”.

Sor Rosa reconoce que esta entrega no siempre es fácil. “Es una misión dura física y humanamente. Soy muy sensible y cuando ya están en la etapa terminal o de agonía en el lecho de muerte, la tristeza entra. Cuesta. No te acostumbras. Lloro con cada pérdida. Les echo de menos. Pero entonces voy al sagrario y le digo al Señor: lo has puesto en nuestras manos, aquí lo tienes. Entonces la hermanita engendra un hijo al cielo. Ahí está la fe y la esperanza”.


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