Sexto día: “Dichosos los pacíficos”

Saber esperar en la esperanza

            Bajaron el cuerpo de Jesús de la cruz. María lo sostuvo en sus brazos. El cuerpo de Jesús reposó sobre ella por última vez, antes de los tres días de espera en la tumba. Me gusta mucho el sábado Santo: es el día de la espera y de la esperanza; este día me suele dar la impresión de que el mundo entero espera.

            Es verdad que, en cierta forma, desde muchos puntos de vista, lo queramos o no, sin que ni siquiera sepamos bien que esperamos, todos estamos en espera.

            La vida entera es una suerte de espera. Los jóvenes esperan encontrar al ser amado, esperan su vocación, esperan terminar sus estudios y encontrar trabajo. Los casados esperan hijos, los hijos esperan crecer, los mayores esperan la muerte. Todos esperamos vagamente alguna cosa.

            Yo me encuentro también con muchas personas que viven situaciones intolerables en las que no se sabe que hacer, ni que esperar: ¿un cambio, un milagro, una curación…? No se sabe. Se vive y se espera sin esperar.

            Un hombre está preso del alcohol. Lo ha intentado todo para dejarlo, pero no lo ha conseguido. Otra persona tiene una discapacidad mental y sufre una angustia espantosa. Se hace todo lo posible por comprenderla, ayudarla y curarla, pero nada cambia. Una marido y una esposa no se entienden. Cualquier cosa es motivo de enfrentamiento. Ya no saben que hacer, nada cambia entre ellos, nada avanza. Y, sin embargo, todos siguen esperando. Hay una especie de fuerza en nosotros que siempre espera.

También en este aspecto, María es nuestro modelo. María esperaba;  no sabía lo que esperaba, pero esperaba en paz. Jesús dijo que "resucitaría al tercer día". Su madre no sabía lo que aquello quería decir. ¿Iba a despertar como Lázaro u ocurriría de otro modo? María no sabía nada. También los apóstoles y discípulos esperaban, pero todos de manera distinta. ¡ esperar no es fácil !

            María Magdalena esperaba en la impaciencia. El tiempo le pesaba. Estaba deseando que pasase el sábado, quería correr al sepulcro, quería estar cerca del cuerpo de Jesús, quería verle resucitado. Cuando por fin pudo ir, salió corriendo, pero se notaba que estaba triste y preocupada. Lloraba, preguntaba a los ángeles, estaba por así decirlo, dominada por la angustia. María, la madre de Jesús, no se movió, no corrió al sepulcro, porque el sepulcro estaba vacío.

            Todos vivían la angustia de la espera, y supongo que muy pocos la vivieron tranquilamente. En momento como este suele ser cuando una comunidad se rompe, sus miembros se enfrentan, no se soportan unios a otros, se ponen agresivos, y las reacciones son desmedidas.

            Fijémonos en los discípulos de Meaux. Volvía a su pueblo; sin duda, no soportaban las tensiones internas del grupo, ya no aguantaban aquella espera sin saber que esperar.

            Fijémonos en como acogieron los apóstoles la noticia de la Resurrección. En el Evangelio  se dice que no creyeron a las mujeres, que fueron apresuradamente a decirles que había visto a unos ángeles y que el Señor había resucitado. Imaginemos lo que los apóstoles pensarían: "Estas mujeres están histéricas, dicen lo primero que se les ocurre, su dolor las confunde..". Pero María no dijo nada. María esperaba en la confianza y la certeza de que Jesús resucitaría como había dicho.

            Es sumamente difícil esperar en la prueba. O bien se está embargado por la angustia y se intenta forzar los acontecimientos, o se intenta "hacer cosas", lanzándose a una actividad frenética sin un auténtico objetivo, simplemente para canalizar esta angustia y liberar estas energías desaforadas que nos inunda poco a poco. O bien se rompe con todo, se escapa, se huye: ya no se puede resistir porque no pasa nada ni nada cambia.

            En la prueba, hay que aprender a esperar, a menudo sin moverse, en una actitud de oración y ofrenda.

            Debemos pedir a Jesús esta gracia de saber esperar, aunque no siempre comprendamos lo que ocurre, y sin querer dictar nuestra voluntad a los acontecimientos, las cosas o las personas. Es verdad, el ser humano desea comprender, saber, avanzar sin repara en obstáculos, y eso es magnífico. Pero algunas veces hay que aceptar el no comprender de inmediato.

            Cuando María y José encontraron a Jesús niño en el  templo de Jerusalén, después de haberle buscado angustiados durante tres días, les dijo: "¿porqué me buscabais?, ¿no sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 49), y el Evangelio añade que José y María no comprendieron.

            Hay muchas cosas que no se comprenden, y algunas veces hay que saber esperar la luz, estar, no moverse, velar, esperar la hora de Dios.

            Cuando se ha hecho todo lo que se debía hacer, hay que saber esperar. María es quien nos enseña a esperar en la prueba, ante todas las heridas y fragilidades, ante la prueba de nuestras propias heridas y fragilidades, esperar en la confianza y la certeza de que llegará la Resurrección.

            Porque esa es nuestra espera más profunda: que resucitaremos. Sin duda el último día, al final de los tiempos; pero antes, de inmediato, en cuanto seamos arrancados de nuestra cárcel de miedo, incapacidad y tristeza, en cuanto seamos liberados del sepulcro de nuestra soledad y nuestro egoísmo, en cuanto vivamos en plenitud.

            La Resurrección es el acontecimiento cósmico mas extraordinario de todos los tiempos. Y es también un acontecimiento muy pequeño y humilde. Querría que observásemos juntos la humildad de la Resurrección, para que comprendamos la humildad de nuestra propia resurrección.

            Todos tenemos tendencia a soñar con grandes acontecimientos, nos gusta lo espectacular. Y nos cuesta descubrir la humildad del paso de dios por nuestra propia vida, porque pasa siempre tan humilde y sencillamente como una "suave brisa", y siempre en un misterio de fe.

            Cuando Jesús resucitó, no se apareció sobre el templo de Jerusalén, ante la multitud de los días señalados, con fulgor de relámpagos y clamor de trompetas; se apareció sencillamente a algunas personas que ni siquiera estaban seguros de reconocerle.

            Veamos lo sencillo que fue el encuentro de Jesús con los discípulos de Meaux en el evangelio de Lucas. Jesús caminaba con ellos, y únicamente poco a poco, por signos muy sencillos, le reconocieron y comprendieron que había resucitado.

            Veamos la primera aparición de Jesús a los apóstoles (Lc 24, 36-43). A toda prisa y con gran alegría, los discípulos de Emaús volvieron a Jerusalén y contaron a los apóstoles lo que les había ocurrido en el camino. "Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: "la paz con vosotros". Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu". La primera reacción de los apóstoles fue el miedo, creían ver un fantasma; y sin embargo, sabían que Jesús había resucitado.

            Las mujeres se lo habían dicho. Pedro había visto el sepulcro vacío y los discípulos de Meaux acababan de hablar de lo mismo. No obstante, su primera reacción fue de incredulidad. "Pero él les dijo: "¿porqué os turbáis? ¿porqué se suscitan dudas en vuestro corazón? mirad mis manos y mis pies ; soy yo mismo. Palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo". Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies".

            Y, atended bien a esta frase: "Como no acababan de creérselo a causa de la alegría…" Es una frase extraordinaria, que muestra ala perfección la humildad de la Resurrección. No hay relámpagos ni iluminaciones interiores ni deslumbramiento brutal ni certeza inmediata, absoluta y total. Es algo muy sencillo que los discípulos no se atreven a creerlo, tan sencillo que puede uno "negarse" a creerlo.

            Entonces Jesús insistió: "¿ tenéis aquí algo de comer?". Yo no creo que tuviera hambre, sino que quería demostrarles que era verdaderamente Él el que estaba vivo: "le ofrecieron un trozo de pescado. Lo tomó y comió delante de ellos".

            ¿Acaso no es asombrosa una escena tan humilde? Jesús no se apareció como un triunfador, sino en una gran pequeñez, una gran humildad. Intentó convencer a los discípulos: " mirad, estoy aquí, soy yo; tocadme, dadme de comer". Este misterio tan grande de la Resurrección es al mismo tiempo tan pequeño…

            A esta luz debemos comprender nuestra propia resurrección. Porque somos resucitados; lo que esperábamos ya ha llegado, y nuestra resurrección, ese don del Espíritu Santo por Jesús, es una maravilla, pero también algo muy pequeño y humilde, que nos transforma de golpe, que nos cambia bruscamente. Es como una semilla muy pequeña en la tierra vulnerable y labrada de nuestro ser.

            Somos un pueblo roto, herido, atormentado, con vivas reacciones de rechazo, miedo y angustia, con una vulnerabilidad tan grande y tanto miedo a sufrir que no dejamos de protegernos, de poner barreras, de defendernos. Pero si aceptamos dejar entrar al Espíritu Santo en nuestra fragilidad y debilidad, él será como una semilla muy pequeña que crecerá poco a poco y se transformará.

Acceder  a la confianza

             Todos soñamos con una conversión espectacular como la de san Pablo, una brusca iluminación que lo cambie todo ; pero, incluso en el caso de Pablo, no sabemos cuanto tiempo hizo falta para que la conversión tuviera lugar plenamente, no sabemos como fue preparado ni lo que la siguió.

            Somos tan impacientes que no soportamos, después de "nuestras conversiones", el no ser "perfectos". Es verdad que puede haber momentos en que el cambio se haga perceptible, momentos en que tengamos la impresión de abrir los ojos o de volvernos de golpe hacia la luz -eso es lo que quiere decir la palabra "conversión": " volverse"-, momentos en que tengamos la intuición de haber encontrado por fin el camino. Pero no soportamos que no haya cambiado todo en nosotros; que en nosotros siga habiendo tinieblas, zonas de sombra, fragilidades, ira o heridas.

            Soñamos con el "todo o nada", con cambios radicales o definitivos, y olvidamos que no somos seres que se caractericen por la mutación, sino por el crecimiento. El ser humano necesita nueve meses para formarse en el vientre de su madre. Y llega ese momento extraordinario del nacimiento, en que se hace lo bastante grande para salir, pero para otro crecimiento, que necesitará años y años, en el que, como es natural, se pueden identificar etapas: la primera sonrisa, los primeros pasos, las primeras palabras…, pero, de hecho, es un crecimiento lento y continuo hacia la madurez, antes de que comience la fase de decrecimiento, que es también un periodo de maduración aún más profunda.

            En el ser humano, el crecimiento por decrecimiento de las facultades físicas o intelectuales es tan importante como el crecimiento por adquisición. Es un gran misterio que seamos llamados a ser todos pequeños algún día. La experiencia de la riqueza, la fuerza y el poder puede durar unos años, pero todos estamos orientados hacia la pobreza y la pequeñez.

            Recuerdo al Padre Arrupe, que fue general de los jesuitas. era un hombre brillante, con una gran inteligencia y con una visión asombrosa del mundo y de la Iglesia. Un hombre feliz y lleno de vida, que a veces cantaba a pleno pulmón canciones vascas a sus visitantes. Ha sido en mi opinión, uno de los grandes hombres del siglo XX. La última vez que le vi había tenido un derrame cerebral y no podía hablar. Tampoco podía leer, y yo le llevé un libro infantil, "Je reencontré Jesús", para que viera las imágenes. Vivió otros diez años más como un niño pequeño, incontinente, alimentado a la boca, incapaz de hacer nada por sí mismo.

            Todos estamos orientados hacia ello. Puede que no pasemos diez años como él, en esa pobreza y esa dependencia, pero todos envejeceremos. Todos nos haremos más débiles, más frágiles, más pequeños, y tendremos que acoger esta pobreza.

            El crecimiento en el decrecimiento es un gran misterio. Yo lo viví con mi madre, que murió unos días antes de cumplir los noventa y tres años. A edad avanzada, cuando se estaba quedando ciega, seguía creciendo en la pequeñez, en la acogida de lo real. Porque eso es la maduración, eso es el crecimiento: acoger progresivamente lo real y dejar de refugiarse en lo ilusorio.

            Una madre cuyo hijo murió a los cinco años me dijo algo muy hermoso que ilustra perfectamente este misterio de la maduración. Su hijo, a los tres años, había tenido una enfermedad que le había paralizado las piernas, después el mal había progresado. A los cinco años estaba ciego y completamente paralizado. Unas semanas antes de su muerte, su madre estaba a su lado y lloraba. El pequeño, entonces le dijo: "No llores, mamá, todavía tengo un corazón para querer a mi madre". Lo había perdido todo, pero había alcanzado la madurez.

            La madurez es la acogida plena de la realidad, la aceptación del presente. Es dar las gracias por lo que se tiene. Es muy raro llegar a ella, llegar a dejar de vivir en una idealización que se niega a ver las cosas tal como son, sino aceptarse y aceptar a los demás como son, viendo la luz que hay en ellos y con la certeza de que todos podemos crecer.

            Todos estamos más o menos en lucha con la realidad, con lo que vivimos o lo que hemos vivido, con nosotros mismos o con los demás. Nos agotamos debido a la ira, porque no queremos aceptar la realidad tal como es. Entonces vivimos en el pasado o nos proyectamos en el futuro, pero no vivimos verdaderamente en el presente.

            Conocéis esta historia, que podría ser la de muchas personas. Es un niño en el colegio que dice continuamente: "Cuando salga del colegio, trabajaré y seré feliz". Sale del colegio, se pone a trabajar y dice continuamente: "Cuando me case seré feliz". Se casa, y al cabo de unos meses ve que su vida no cambia y se dice: "todo irá perfectamente cuando tenga hijos". Llegan los hijos, y es estupendo, pero con mucha frecuencia lloran a las dos de la mañana, y el joven suspira: "¡ que se hagan pronto mayores ¡". Y los niños crecen, ya no lloran a las dos de la mañana, pero hacen miles de tonterías, y comienzan los verdaderos problemas. Y el hombre sueñas con el momento de quedarse solo con su esposa: "será estupendo". Y cuando por fin es viejo, recuerda con nostalgia el tiempo pasado: "¡era tan estupendo!".

            Todos tenemos dificultades para vivir el momento presente, para gozar de la presencia de Dios aquí y ahora.

            Y, sin embargo, eso es la Encarnación, esa revelación de que Dios está oculto en la realidad, en la materia misma del mundo, que no está fuera de nuestro alcance, que no necesitamos buscarle en otro lugar muy alejado, en el cielo o en las estrellas, en el futuro muy lejano, sino que está muy cerca de nosotros, incluso en nuestra heridas. Dios está en un eterno presente.

            La historia completa de cada uno de nosotros es la de nuestro crecimiento progresivo en la acogida y aceptación de lo real, en la acogida y aceptación de nuestra historia, de la verdad de nuestro ser y de la verdad de los demás. es un camino sumamente largo.

             Muy a menudo, en el decrecimiento hay en el anciano capacidades que le permiten aceptarse mejor, pero no siempre es así. Hay ancianos amargados, desesperados, encolerizados con lo que viven, consigo mismos y con su historia, y también con el final de esa historia. Abrazar la realidad, establecer una verdadera alianza con la realidad, establecer una alianza con la propia pobreza, con los demás, con Jesús y el Padre en el Espíritu Santo, si, es un largo camino.

            Somos como árboles que crecen muy lentamente. En la Amazonia hay un árbol muy poco conocido y muy hermoso: el bacuri. El bacuri, necesita cuarenta años para dar su primer fruto. algunas veces nosotros somos como los bacuris: esperamos los frutos durante treinta y cinco años y no vemos llegar nada. Sin embargo, la Resurrección está ahí, y los frutos se preparan en secreto. Hay que saber esperar. Hay dos tiempos: el nuestro y el de Dios, y Dios sabe esperarnos.

            El misterio cristiano es de una gran humildad, la humildad de Dios. Hay una curiosa colaboración entre cada uno de nosotros y Jesús; caminamos realmente juntos, juntos es como marcamos el ritmo.

            Jesús nos da la gracia, pero es a nosotros a quienes nos toca avanzar, a nosotros nos toca alimentar nuestra alianza. Dios no nos obliga, no nos manipula, no intente forzarnos ni influirnos. Siempre me conmueve mucho esta humildad de Dios respecto de cada uno de nosotros, su extraordinaria delicadeza, su gran respeto por lo que somos.

            Cuando Jesús llamó al joven rico, le dijo: "una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres…;luego, ven y sígueme". El joven no pudo hacerlo. Y Jesús no insistió. No corrió tras él para seducirlo, convencerlo o prometerle algo distinto de la verdad, alguna gloria o riqueza… que pudiera atraerlo. Jesús no utiliza ningún medio de manipulación, no hace publicidad alguna, respeta muchísimo nuestra libertad, nos ama mucho, ésa es también su pobreza.

            Dios dice: " si quieres…, sígueme. Pero no te obligo, no te prometo el éxito en la tierra, sino en el cielo, que es estar siempre contigo. Si ú quieres, caminemos juntos, yo no te abandonaré". Es verdad, Dios no nos abandonará ni aunque nos apartemos de Él. Cuando Jesús llama a alguien, aunque haga grandes estupideces, Jesús no le abandonará, no le criticará, esperará que cambie, esperará su retorno.

            Nosotros tenemos tendencia a utilizar a las personas, y si no responden a nuestras expectativas, nos desentendemos de ellas. Jesús no se desentiende de nadie, no se aparta de nadie. Espera en el amor. Lo que quiere es que crezcamos en la libertad interior, que lleguemos libremente a amar, y ello puede necesitar mucho tiempo, puede ser un largo camino de crecimiento. Es la humildad de la Resurrección, la humildad de nuestro crecimiento en el Espíritu Santo.

            Es también la humildad y la pobreza de El Arca. Nosotros esperamos asistentes, que llegan, o no llegan. Es también la humildad y la pobreza de Luisito o de Claudia. Ellos están siempre ahí, a menudo piden a los asistentes que se queden, pero no juzgan ni condenan al que se va. En El Arca, en particular, somos llamados a ser hombres y mujeres pacientes, a crecer en esta paciencia de Jesús, que es también la certeza de que él está ahí.

            Jesús nos pide que nos ocupemos de nosotros mismos, que intentemos estar en forma humana y espiritualmente, que nos tomemos el necesario reposo, que comamos como es debido, que nos distraigamos, que descansemos en él de todo cuanto nos agobia, que reposemos en Él, que nos alimentemos espiritualmente sin esperar a tener grandes iluminaciones, sino sabiendo que, silenciosa y suavemente, creceremos poco a poco.

            Si escuchamos la Palabra de Dios. Si nos tomamos en serio sus promesas, si nos alimentamos de los sacramentos de la Iglesia, si nos dejamos guiar por un sacerdote o un anciano, si nos dejamos alimentar por el corazón de un pobre, por el sacramento del pobre, entonces, en la humildad, imperceptible, secretamente, creceremos poco a poco, comprenderemos lo que no comprendemos, nos haremos más pacíficos y amantes.

            Dios conduce ten suave y dulcemente…; no hay nada que probar, nada que defender, Él es amor y don total de sí mismo, y lo único que quiere es entregarse a nosotros en esta alianza, hacernos entrar en esta alianza que nos hará estar vivos.

            Debemos hacernos amigos del tiempo, debemos aceptar que las cosas necesitan tiempo, debemos ser hombres y mujeres que sepan esperar, porque saben que el Eterno -aquel que está fuera del tiempo- está ya presente y que se trata de vivir con Él hoy, ahora.

Abrirse a la ternura

              Heléne, de la comunidad de Punla, en Filipinas, murió hace unos meses. Cuando llegó a la Comunidad tenía quince años. Había vivido en el hospital desde su nacimiento y era diminuta. Era ciega, no podía hablar ni andar ni hacer nada con las manos; un pobre cuerpecito muy herido y frágil.

            Keiko, una joven japonesa, era quien se ocupaba de ella. Y cuando fui a Manila aquel año, Keiko me dijo lo difícil que era vivir con Heléne. Heléne no tenía reacción alguna. Estaba completamente amorfa, no reaccionaba a nada, no reclamaba nada, sólo era capaz de succionar el biberón que le ponían en la boca. Era sumamente duro no saber en absoluto lo que podía sentir ni tener comunicación alguna con ella.

            Animé a Keiko a seguir hablándole con mucha dulzura, a acariciarla con mucha ternura, a tomarla en brazos con mucho cariño. Y le dije: "Si Dios quiere, algún día sonreirá. Y ese día, Keiko, envíame un tarjeta". Unos meses después recibí una cartita de Manila: "Heléne ha sonreído hoy" escribía Keiko. Heléne había renacido a la vida: algo sepultado en el fondo de ella se había liberado, había brotado una pequeña fuente, había renacido a la confianza.

            sabéis que somos seres de comunión y cuando la comunión no es posible, nos encerramos en nosotros mismos, volviéndonos incapaces de comunicarnos, de actuar, de entrar en esa circulación vital del mundo y de los seres; es como si ya no fuéramos irrigados. el niño que es abandonado, dejado a su suerte desde su nacimiento, se encierra en un mundo de tristeza y depresión y se vuelve incapaz de reaccionar.

            Yo tuve un Soc. En Rumania hace algún tiempo. Estaba en un hospital en el que se encontraban casi trescientos niños discapacitados al cuidado de una sola enfermera a la que alguna de las buenas personas del pueblo acudía a ayudar. Cuando voy a un hospital donde hay niños pequeños discapacitados, suelo tomar a uno de los niños en brazos y lo estrecho contra mi corazón para que siente el calor y las vibraciones de mi cuerpo. Y es asombroso ver como en unos segundos el rostro del niño se transforma.

            Cuando está solo en su cama, está como en otro mundo, en otro lugar, muy lejos, pero cuando su cuerpo está sobre otro cuerpo, cuando se le habla dulcemente al oído, se estremece de alegría, está como embriagado por la presencia, iluminado por el contacto. Y cuando se le vuelve a meter en al cama, una especie de velo recubre su rostro, y es muy difícil volver a dejarle allí tumbado.

            Pero en aquel hospital, el niño al que toqué se echó hacia atrás, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Creí que le había hecho daño, que le había alzado mal o que había tocado una herida y volví a levantarle con dulzura, y de nuevo se sobresaltó y se echó hacia atrás. Tenía tanto miedo, estaba tan encerrado en su desesperación, tan alejado de los demás, que el menor contacto le hacía daño.

            Lo único que el niño puede vivir es la comunión, ese vaivén del amor en que se da y se recibe. Algunas veces oigo decir a los psicólogos que el niño no ama, que el amor es algo que se desarrolla, algo del orden del don y del altruismo. Es verdad que en el amor hay esa dimensión oblativa que sin duda, hay que ir adquiriendo poco a poco, pero es falso que el niño no ame.

            Al contrario, el niño no es sino amor. Pero vive una forma de amor que nosotros hemos perdido y a la que tenemos mucho miedo: el amor de confianza. Hay una amor de generosidad del que, sin duda, el niño pequeño no es capaz. ¡ un bebé no es generoso ¡ pero es extraordinariamente confiado, y la confianza es ya una entrega personal.

            Quizá nosotros hayamos crecido en generosidad, pero hemos perdido la confianza: la confianza en Dios y la confianza en los demás. Tenemos tanto miedo a ser engañados, manipulados, traicionados…, a depositar mal nuestra confianza, que hemos desarrollado todo un sistema defensivo, al abrigo del cual intentamos probar nuestra independencia, nuestra autonomía.

             El niño, por su parte, no puede ser autónomo. Cuando nace es tan pequeño que no puede hacer nada por sí mismo, ¡ ni siquiera taparse con la manta cuando tiene frío ! es dependiente en todo y solo puede llorar. Pero lo extraordinario es que su llanto es también un signo de confianza: "confío en ti", sé que me quieres, se que quieres mi bien, que quieres que sea feliz. Sé que responderás a mi llanto", dice el niño.

            Y la madre responde al llanto del niño, lo interpreta: " tiene hambre, tiene sed, está triste, tiene miedo a la oscuridad…" Me gusta mucho oír a una madre interpretar el llanto de su bebé, comprenderlo, porque le quiere y le conoce.

            Y nosotros, en El Arca, es necesario que sepamos interpretar también el llanto o el grito de las personas que no pueden hablar. No tienen el lenguaje, pero nos hablan con su rostro, sus gestos, su mímica, su violencia a veces, y debemos interpretar, comprender, lo que piden o lo que rechazan, escuchar su sufrimiento.

            Es necesario comprende el llanto del niño y respetar lo que nos dice de él. Lo mismo ocurre con los adolescentes; hablan, como es natural, pero algunas veces, lo que cuentan no son verdaderamente las palabras que pronuncian, entonces se expresan de otra manera, mediante gestos, manifestaciones, actitudes que hay que saber interpretar. Y en alguna medida, eso es verdad para cada uno de nosotros. Algunas veces no sabemos decir lo que nos hiere o nos angustia verdaderamente, entonces es necesario alguien que sepa comprendernos.

            El niño necesita ser amado, con ese amor que le revela que es hermoso, que estamos felices de que exista, felices de estar con él, de ocuparnos de él, de acariciarlo, de bañarlo, de besarlo, de jugar con él. Él lo siente a través de la manera de tocarle, de hablarle, porque no solo cuentan las palabras, sino también -más incluso- el tono de voz. Cuando el niño es demasiado pequeño para comprender las palabras, comprende, sin embargo, muy bien el tono de la voz.

            Del mismo modo, un sacerdote puede decir cosas muy hermosas en su homilía, pero será el tono de su voz lo que revelará si tiene fe o no, si cree o no, si ama verdaderamente a Jesús. La manera de pronunciar el nombre de Jesús revela nuestro amor o nuestra falta de amor y la calidad de nuestra relación con Él. Y es horroroso cuando se observa un desfase entre lo que se dice y lo que se expresa de hecho.

            El niño se sabe amado si sabemos interpretar su llanto. Recuerdo haber visto en un hospital de Canadá a unas enfermeras cambiando los pañales de unos niños discapacitados. En medio de la sala había un gran televisor, eran las diez de la mañana, y cambiaban a los niños mientras veían la televisión. No sé si habéis intentado alguna vez hablar con alguien que está viendo la televisión.

            No conocemos la historia de Héléne, no sabemos exactamente que la hirió, pero sabemos que fue terriblemente herida. Que debió de llamar y llamar para obtener cariño, ternura, para que se ocuparan de ella con dulzura, para que le hicieran sentir que era importante, que contaba para alguien.

            Y si nadie respondió -y no debió de responder nadie-, llegó un día en que dejó de llamar, se encerró en si misma, se retiró cuanto pudo del mundo.

            Todos hacemos eso mismo: cuando la relación con los demás nos hiere, cuando nadie nos da esa comunión que deseamos, nos retiramos en nosotros mismos nos encerramos en nuestros sueños. Pero lo que es un poco distinto en el caso de Héléne es que nosotros podemos seguir haciendo cosas, trabajando, saliendo, limpiando la casa…

            ¿ Cuándo saldrá Héléne de su cárcel de miedo y desesperación? ¿ Cómo se abrirá de nuevo a la comunicación?. Encontrando alguien en quien poder confiar, alguien que no la juzgue ni condene. Porque si Héléne se abre un poco y a continuación se la juzga o se la condena, si se considera que es "mala", se volverá a cerrar y lo hará definitivamente.

            Un día hablé de la situación de Héléne a unos jóvenes de quince años y les pregunté: Si vosotros resultarais heridos y decidierais cerraros y, además os sintierais culpables, ¿tendríais a alguien a quien acudir? ¿con quién podríais hablar?, ¿conocéis a alguien en quien tengáis suficiente confianza como para saber que no os juzgará ni os condenará nunca"?. No les pedí que respondieran, pero vi en su rostro que muchos no tenían a nadie.

            ¿ Cómo tocar a Héléne para tranquilizarla, para que no se sienta juzgada?. Héléne grita pidiendo comunión y no-juicio, pero su grito está encerrado en ella. Es como una piedra y no reacciona a nada.

            Keiko decía que era muy duro vivir con Héléne, que su total falta de reacción solía remitirla a su propio miedo y su propia ira. Cuando Keiko estaba cansada, sentía surgir en ella fuerzas agresivas o depresivas que le hacían perder la paciencia. "¿Porqué no respondes; ¿porqué no reaccionas?. Yo te lavo, te visto, te alimento, te transporto y te paseo suavemente, ¿porqué todo ello parece no existir para ti? ¿ qué sentido tiene que pase mi vida contigo?. Ya no puedo más…,peor para ti. ¿Acaso puedo seguir perdiendo el tiempo contigo?".

            Cuando el otro no es como nosotros querríamos, enseguida nos angustiamos, nos encolerizamos y entramos en un tipo de relación en la que se mezclan la depresión y la agresividad, incluso aunque sepamos ocultarlas bajo la máscara de cortesía.

            Hay silencios llenos de ternura y otros llenos de odio. Se puede estar muy deprimido y no dejar de sonreír. Suele decirse que los payasos, que hacen reír a todo el mundo, están, en su interior, llenos de tristeza.

            Para vivir, una Héléne necesita muchísima ternura, necesita sentir que está en comunión con los demás. Y si recibe esta comunión, dejará caer sus barreras defensivas, se abrirá poco a poco. Y, un día, sonreirá.

            La historia de Héléne en la comunidad ha sido muy breve. Fue Jing quien, cierto día, la resumió así: "Héléne llegó, sonrió, fue bautizada y después murió". Su muerte fue muy dolorosa: tuvo una crisis de epilepsia, no pudo recobrar la respiración y se asfixió. Ahora es el ángel guardián de la comunidad, es quien, en el corazón de Jesús, vela por la comunidad. Es misterioso que permaneciera tan poco tiempo con nosotros, apenas un año. Quizá solo vino para sonreír y enseñarnos el secreto de la comunión.

            Héléne solo vivía de comunión. Tuvo tiempo de recuperarla y de enseñarnos cuanto miedo tenemos también nosotros, cuantas defensas tenemos nosotros también; quizás no la inmovilidad como ella -solemos preferir la hiperactividad-, pero la hiperactividad también es eficaz para encerrarnos y ocultarnos de los demás.

            Para acercarnos a una Héléne, también nosotros tenemos que abrirnos, dejar de querer "hacer cosas", estar dispuestos también a vivir de la comunión, dejar de tener miedo de nuestra propia mansedumbre y ternura. Héléne necesitaba que descubriéramos precisamente nuestra ternura y mansedumbre.

            Ella vivió profundamente la primera bienaventuranza -era tan pobre..- y tenía enorme necesidad de la segunda : "dichosos los pacíficos"…"

            Para acercarse a una Héléne hace falta mucha dulzura; para tocarla sin herirla, hace falta una inmensa ternura, y si en nuestro interior hay violencia, no podremos tocarla. Cuando más herido está alguien, tanta mayor dulzura se precisa. Para lavar el cuerpo de alguien que va a morir, se necesita una dulzura extrema. Héléne nos ha enseñado la segunda bienaventuranza.

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