Sor Mari Luz Ibarz convierte a presos en catequistas

* De prisión en prisión por toda España, con sus biblias en el carro, abrazando y rezando a algunos que no tienen quien rece por ellos y mucho menos quien los abrace
* Clama a los encarcelados: «Cuando os enteréis de lo preciosos que sois, lo grandes, se os quitarán los complejos. Los hijos de Dios viven en la cárcel»
14 de enero de 2011.- «¿Qué somos nosotros?», pregunta una voz que emerge a borbotones de un hábito azul. «Santos, somos santos», le responde un coro de presos al borde del éxtasis. Nunca vimos una ceremonia tan sentida, un rito tan intenso como este rezo bíblico entre los muros desnudos de una cárcel. Estamos en la de Estremera, la más moderna de Madrid, que acoge a unos 1.700 reclusos. Oficia una monja y sus acólitos son una veintena de reclusos: ladrones, traficantes, maltratadores, ex toxicómanos, homicidas… Eso dicen sus expedientes, porque hoy, en esta sala de la prisión, son catequistas, delegados evangelizadores de sus módulos.
Sor Mari Luz llega con prisa, arrastrando un viejo carro de la compra repleto de biblias, devocionarios, cuadernillos, sobres, rosarios, oraciones… Lo primero que asoman son sus zapatones negros, masculinos y gastados, que parecen llevarla a ella, y que no le estorban ni para andar entre charcos ni para echar una carrera siguiendo el ritmo de una reclusa veinteañera. Corre junto a ella por el patio de la prisión, la besa y la abraza cariñosa como a todo el que se cruza. Tampoco parecen pesarle sus 72 años, ni el frío helador que se cuela por los corredores en la mañana de diciembre. Ella reta al frío, al cansancio y a los incrédulos. Se cubre con un abrigo azul de tergal, que no fue diseñado para la intemperie, y administra amores y consuelo con agotadora energía.
(Cruz Morcillo / ABC) «Gracias por esta mano que nos has dado para escribir, para acariciar; gracias por hacernos tus hijos amados». Es lunes, son las once de la mañana y comienza el curso bíblico. La monja hoy no ha madrugado. Cada día que acude a la cárcel (dos o tres veces por semana) a visitar a «sus hijos», a «sus preciosos» —como los llama— se levanta a las cuatro de la madrugada en el convento donde vive; espera una hora, dos o las que hagan falta en la calle, con los pies ateridos, y se sube en Madrid al autobús de los funcionarios que trabajan en Estremera (a 70 kilómetros). Algunos de ellos la miran con desgana, elevan el tono y lo impostan para dirigirse a la monja tan frágil en apariencia, casi evanescente, dejándole claro quién pone las reglas. Ella responde educada y hace la señal de la santa cruz en la frente a quien se le acerca, con mimo, como quien reparte caramelos. Lleva más de 30 años haciéndolo, de prisión en prisión por toda España, con sus biblias en el carro y su fe en el corazón, abrazando y rezando a algunos que no tienen quien rece por ellos y mucho menos quien los abrace.
Mari Luz Ibarz Bazán, Hija de la Caridad, es quizá la única persona ajena a la institución con salvoconducto para entrar en todos los centros penitenciarios del país. «Son buenas personas, no hay más que verlos. Ninguno tendría que estar aquí. Cometieron un error, todos los cometemos», nos dice desde el azul relampaguente de sus ojos. La veintena de jueces que les condenaron no piensan lo mismo, pero ella aleja con un aleteo de la mano esa opinión restándole importancia. De su carro de la compra emergen como de una chistera biblias y rosarios blancos de plástico que cada interno se coloca al cuello o se enreda en la muñeca, mientras lee el Evangelio.
Un maltratador y un espía

