Sylvia V.E.: «“Tu hijo es incompatible con la vida” -decía el doctor-. “¿Quééééééé?” -decía yo-. Vivió 60 minutos. ¡Qué bellos esos 60 minutos! Y voló»

«Mi hijo vivió 9 meses dentro de mí y 60 minutos apoyado en mi pecho acompañado de su madre y de su padre. ¿Acaso eso no es vida? Hay mariposas que viven 4 minutos y eso es toda una vida para ellas ¿Acaso es incompatible con la vida un niño que por desgracia fallece a los 4 años o un joven que fallece con 16 años? »

3 de marzo de 2014.- (Sylvia V.E. / Forum Libertas / Camino Católico)  Forum Libertas narraba el 20 de noviembre de 2013 la historia de Sylvia V.E., una madre, que a pesar de saber que su hijo moriría poco después de nacer decidió seguir adelante con su embarazo, conocerlo y donar sus órganos para salvar la vida de otros pequeños. Esta madre coraje ha accedido a que reproduzcamos aquí su impresionante testimonio, “para ayudar a otras madres”. La ilustración que publicamos en el centro del testimonio también ha sido realizada por ella y en el encabezamiento hemos reproducido un fragmentoÉstas son sus palabras:

Últimamente ha habido un gran bombardeo con la nueva ley del aborto, ya no sólo en medios de comunicación, sino en el maravilloso mundo del Facebook donde todos opinamos, criticamos, defendemos, acusamos. Tengo que reconocer que me he sorprendido de mucha gente, que conozco mucho o nada, en el Facebook somos todos “amigos” cuando a opinar sobre un tema se refiere. Me ha sorprendido la cantidad de gente que está en contra de esta famosa ley, gente de cualquier edad, bien sean hombres o mujeres, y mi pregunta es… ¿por qué tanto ruido? ¿Acaso se dedican a hacer hijos cada fin de semana y a matarlos antes de que llegue el próximo fin de semana?

Siempre pensé que sobre temas tan específicos y complicados, se podría opinar cuando sientes el problema en tu piel. Me cuesta pensar que el 90% de los que defienden el aborto hayan tenido que pasar por una situación dramática donde les han hecho elegir entre interrumpir un embarazo o continuarlo. Entonces, el problema no es en sí el aborto, sino la seriedad, la falta de valores, en esta sociedad donde sin duda predomina el individualismo. 

¡Uy! Qué fácil resulta opinar así, sin saber de lo que se habla, ¿verdad? 

Yo, mujer de 32 años, felizmente embarazada voy al ginecólogo en la semana 20. Ya han pasado los tres primeros meses en los que supuestamente dicen que puede pasar de todo y cuando los pasas, de verdad, respiras! iUf! Revisión de la semana 20… ¡vamos a ver si todo funciona bien! Y, ¡vaya! Tengo la mala suerte de que mi ginecólogo -con menos tacto que un muñón- no sabe qué decirme y a gritos me pide reposo absoluto por falta de líquido amniótico dándome consulta con otro doctor a las dos semanas de finalizar el reposo. 

Dos semanas en las que se te pasa de todo por la cabeza, lees de todo, te llega información por todas partes, te preocupas y te relajas, las noticias que lees tiran a blanco y a negro, hay demasiada información en todas partes lo cual eso crea desinformación y por lo tanto nerviosismo

Y llega el día, voy tranquila y hasta me doy el lujo de jugar con los pequeños que hay en la sala de espera junto a sus madres embarazadas. El doctor, muy amable, empieza a hacer la ‘eco’ y nunca el silencio había sido tan caliente y duro como el de ese día… No sé si duró 15 minutos o una hora, pero mientras veía a mi hijo latir en la ecografía, el tiempo se me hizo más lento que nunca. Me vestí, me apoyé en la camilla de nuevo con mi marido y la cara del doctor lo decía todo. Dejó de escribir en el ordenador, daba por hecho que mi ginecólogo me habría informado de lo que podría pasar si no tenía líquido amniótico, pero no lo hizo, todo lo dejó para este pobre doctor tuviera que escupir “tu hijo es incompatible con la vida”. Dentro de mí un “¿Quééééééé?” como de aquí a China, mi cara, sin embargo, bañada en un mar de lágrimas que me corrían hasta los pies… y de nuevo un gran silencio, inmenso, eterno. El doctor no abrió de nuevo la boca hasta que dejamos de abrazarnos y llorar para poder preguntar un “¿Por qué?”, un “¿No se puede hacer nada?”, un “¿He hecho algo mal estos meses?”, un “¿Por qué a mi?”. 

Nuestro hijo tenía ‘Secuencia de Potter’, una enfermedad en la cual no se desarrollan los riñones, sin ninguna explicación aparente. No hay riñones, no hay líquido amniótico o no hay líquido amniótico, no hay riñones. El huevo o la gallina, la gallina o el huevo, qué más da. 

“Tu hijo es incompatible con la vida”,y venga a decir esa frase. Si no le hubiera visto maduro juraría que se trataba de un recién graduado de la universidad y que se sabe perfectamente los términos. “Lo más sensato sería interrumpir el embarazo” -dice el doctor-. “¿Abortar?” -le digo yo-. “Bueno, al ser incompatible con la vida preferimos decir mejor la palabra ‘interrumpir’” -me dijo el doctor-. “¿Abortar?” -volví a decir yo que todavía no me creía la conversación que estábamos teniendo desde que entramos a esa consulta, cuando esperaba salir de allí con una sonrisa dibujada en mi cara-. “De alguna manera sí, es eso” -me dijo el doctor-.

Ese doctor había sido supuestamente una segunda opinión a lo que mi ginecólogo vio y nunca me dijo, así que no tuve que hablar mucho más con él. Tenía que ir con mi ginecólogo y llevarle estos resultados. 

¡Vaya noche! ¡Qué ansiedad tenía! La cabeza daba vueltas en mil direcciones y en ninguna. Era una sensación muy rara, pensaba y no pensaba a la vez. Sabía que estaba dando vueltas pero no la conseguía enfocar en nada y cada vez me estaba saturando más, ya no podía llorar más, no podía dormir, no podíamos dormir, y no podíamos hablarnos… y allí estábamos mi marido y yo tumbados en la cama abrazados, despiertos y en silencio. Las manos entrelazadas, y deseando que esta pesadilla sólo fuera eso. 

Según el médico tenía 4 días para abortar legalmente, dos semanas más para pedirlo en los juzgados y sino me apañarían los papeles para que siempre estuviese en lo legal si lo decidía más adelante. De nuevo, mi interior me decía: “¿Quééééééé?”, pensé que estábamos hablando de una vida y no de una multa de aparcamiento. 

Y la noche fue larga, de esas noches que nunca amanecen, y no amaneció hasta que encontré una solución que alivió mi alma. Era mi hijo, lo habíamos concebido con todo nuestro amor y con toda nuestra ilusión. Yo no iba a decidir cuándo iba a dejar de vivir, de verdad no iba a ser yo. Él estaba vivo, seguía vivo, no tenía preocupaciones, cuando algo le gustaba, lo hacía saber, así que no íbamos a ser nosotros los que decidiéramos el momento en que dejaría de latir. Doy gracias a Dios que mi marido piensa como yo y estuvo siempre a mi lado. 

Le di mil vueltas a la cabeza y decidí que mi hijo viviera hasta que volara al cielo, bien fuera dentro de mi, o al nacer, decidí que si era viable, mi hijo ayudaría a otros niños a vivir. Me imaginé a otros padres como nosotros volviendo de la consulta de la semana 20 y con la noticia de que su hijo solo podría vivir si al nacer recibiera un trasplante. Y entonces lo hablamos en la noche, nos abrazamos, lloramos y decidimos seguir para adelante con la intención de que si todo seguía bien nuestro hijo pudiese ser un donante. Después de eso, y aún con lágrimas, pude sonreír.

Curiosamente, los médicos que tanto insistían en la interrupción nos felicitaron y aunque de mi ginecólogo no supe nunca más, me acompañaron muchos doctores estupendos, todo el hospital sabía mi caso, aunque no fue fácil ir a consulta a ver a mi angelito cada semana para ver si seguía con vida cuando los pasillos estaban llenos de parejas embarazadas eligiendo el nombre de su hijo, recibiendo la cestita del hospital. Pero lo que no te mata te hace fuerte, y cuánta verdad hay en ese dicho. 

Todavía faltaban otras 18 semanas para conocer a nuestro hijo, así que sólo quedaba aceptar. Lo aceptamos y entonces aprendimos a disfrutar en familia, y fueron unas 18 semanas de felicidad. A mi hijo le gustaba el chocolate, así que a comer chocolate para saber que seguía bien y notar sus pataditas. Lo disfruté como una enana. Cada movimiento, cada apretón de vejiga, ja ja ja.

No todos los días resultaban fáciles, cuando me salía del ambiente controlado (amigos y familia) y me presentaba en un mercado a hacer la compra y la gente, dentro de su buena intención, me felicitaba por verme embarazada. Pero me daba más fuerzas. Sí. Estaba feliz de tener un hijo y al resto no tenía por qué darles explicaciones. La gente que me quiere sabe la verdad, el resto no necesita saber que voy a tener un ángel en mis brazos. 

Los nervios empezaron a venir a partir de la semana 38. Un parto es imprevisto y viene cuando tiene que venir, pero no nos engañemos, la espera no dura años, así que pasando la semana 38, 39… ¡ya no queda nada! Y a dos días de la semana 40, después de regresar de una consulta, empecé con contracciones. ¡Ufff! Había llegado el día. Quería que llegara y no quería que llegara. Por un lado, quería conocerlo, ponerle carita, hacerme fotos con él para no olvidarlo nunca y poder acariciarlo. Por otro lado no quería despedirme de él, estaba a gusto teniéndolo conmigo. Pero ya no había marcha atrás. No podía pensar mucho, dolía demasiado y eran muy seguidas. Así que cogimos todo y para el hospital. Teníamos un pijamita que le habíamos comprado con mucha ilusión, un mini pañal, su primer dou-dou (regalo de una amiga), su primer chupete (regalo de otra amiga), y un cojín que yo le había cosido las semanas anteriores, esas semanas donde te da la hiperactividad y tienes que hacer algo que perdure para tu hijo. 

Después de unas contracciones horrendas, siete vómitos y una bendita epidural, nació un angelito. El parto fue maravilloso y ahí tenía yo a mi hijo apoyado en mi pecho desde el primer segundo hasta tres horas después de haber volado al cielo. Era hermoso. Yo no podía pensar, lo veía, lo acariciaba y poco a poco lo iba limpiando mientras pasaba mi mano por encima de él recordando cada centímetro de su piel. Y una y otra vez volvía a recorrerlo de pies a cabeza y de cabeza a pies. Lo olía. Su piel era aterciopelada, sus uñitas largas, sus ojos arrugaditos, el pelito muy cortito y rizadito. Era suave, muy suave. Y ahí seguíamos hipnotizados por la belleza y la grandeza que supone tener un hijo, la mayor muestra de amor que se puede tener. Y lo bonito de los momentos, es que no se pueden describir. No puedo describir la hermosa sensación que tuve de tener a un hijo agarrándome mis dedos con los suyos mientras descansaba apoyado en mi pecho escuchando mi corazón. Y mi corazón lleno de felicidad pudo estar tranquilo para que él lo sintiera, para que lo sintiera como lo había sentido estos nueve meses, para que se sintiera acompañado hasta que tuviera que irse, para que no tuviera miedo, porque ahí estábamos nosotros, junto a él, abrazados. 

Vivió 60 minutos. ¡Qué bellos esos 60 minutos! 60 minutos… inolvidables 60 minutos. Y voló.

…. 

“Tu hijo es incompatible con la vida” -decía el doctor-. “¿Quééééééé?” -decía yo-.

Esa frase seguía en mi cabeza desde la semana 22. 

Mi hijo no fue nunca incompatible con la vida. Nunca. ¿Quién define “vida”?. Mi hijo vivió 9 meses dentro de mí y 60 minutos apoyado en mi pecho acompañado de su madre y de su padre. ¿Acaso eso no es vida? Hay mariposas que viven 4 minutos y eso es toda una vida para ellas. Otras viven años. Y también es vida.

¿Acaso es incompatible con la vida un niño que por desgracia fallece a los 4 años o un joven que fallece con 16 años? ¿Es incompatible con la vida un padre al que con 50 años le detectan una enfermedad terminal? ¿Son todos esos casos que no llegan a 70-80 años incompatibles con la vida? Quién define los días, meses o años que significan vida

Hace una semana leí un artículo en el periódico donde algunos médicos (no metamos a todos en el mismo saco) defendían el aborto en casos como el mío dando la explicación de que sus hijos son “incompatibles con la vida”, y qué van a hacer esas madres llevando a sus hijos 4 meses más con ellas. Me dolió mucho leerlo. Ojalá pudiera transmitir con las palabras, que sinceramente no son lo mío, la paz que me dio tomar la decisión que tomé. Según los doctores, habría que tratar la salud mental de la madre. Y me quedé pensando, y pensando, y a veces cuando pienso no llego a nada, ja ja ja, pero esta vez, y más claro que nunca, vi la similitud con otro caso. 

Te dicen que tu hermano, tu padre, tu hijo, o el hijo del vecino (porque siempre las cosas les pasa a los demás hasta que te tocan), tiene cáncer, o esclerosis múltiple o cualquier otra enfermedad, porque enfermedades por desgracia hay muchas, y te dicen que ya no se puede hacer nada. Por qué no te dicen que tu hermano, tu padre, tu hijo, o el hijo del vecino es “incompatible con la vida”? ¿Por qué no te ofrecen llevarlo al hospital al día siguiente, (porque cuanto antes mejor), no vaya a ser que los familiares sufran de salud mental? Así como me decían a mi “pueden olvidarse de todo cuanto antes y seguir con su vida”. Pero no. Curiosamente en estos casos, te enseñan a aceptar, después aprendes a llevarlo si eres el enfermo y a acompañar si eres el familiar o amigo y, por consiguiente, aprendes a despedirlo. Y hasta que todo sucede, aprendes a disfrutar los momentos que regala la vida junto a esa persona, y sonríes y eres feliz. Porque sí se sonríe y sí se puede ser feliz, creedme. Y cuando todo ha terminado, porque el día siempre llega, aunque cansado, tienes una alegría y el alma llena, por haber acompañado a alguien, por haberle hecho feliz, por haber estado a su lado, y por muchos momentos regalados. 

¿Qué más puedo decir? 

Hace tres meses, en noviembre nació mi angelito.

Hoy, soy feliz.

Sylvia V.E.

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