Comentario del Evangelio del Domingo: Abandonar la vanidad y abrazar la humildad para recibir la misericordia de Dios / Por P. José María Prats

«No podemos ser sanados y regenerados porque no queremos abrir los ojos, ver nuestra miseria y caer de las alturas… Humilde es el que ha comprendido que su dignidad no depende de sus riquezas, ni de su cultura, ni de sus talentos, sino de su condición de hijo de Dios, y desde la seguridad inconmovible que le da el saberse amado incondicionalmente por Él, puede contemplar cara a cara su propia miseria y abandonarse a la misericordia de Dios que viene a rescatarle. Desde su sencillo asiento sobre el “humus”, los hombres dejan de ser amenazas para convertirse en hermanos, y Dios, en el que los ama y justifica. Sólo desde este asiento santo se puede contemplar la realidad en su verdad y por ello Santa Teresa decía que «humildad es andar en verdad»»

Domingo XXX del tiempo ordinario – C:

Eclesiástico 35, 12-14.16-18 / Salmo 33 / 2 Timoteo 4, 6-8.16-18 / Lucas 18, 9-14

22 de octubre de 2016.- (P. Jose María Prats / Camino CatólicoEl Evangelio de este domingo XXX del tiempo ordinario C nos presenta dos actitudes existenciales muy diferentes, la del fariseo y la del publicano, y nos invita a rechazar la primera y optar por la segunda. Pero para poder asumir con fuerza y convicción esta opción, conviene que profundicemos un poco en lo que hay detrás de cada una de estas actitudes.

EVANGELIO 

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

-«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador.»

Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

Lucas 18, 9-14

COMENTARIO

El Evangelio de hoy nos presenta dos actitudes existenciales muy diferentes, la del fariseo y la del publicano, y nos invita a rechazar la primera y optar por la segunda. Pero para poder asumir con fuerza y convicción esta opción, conviene que profundicemos un poco en lo que hay detrás de cada una de estas actitudes.

El fariseo es una persona que se ha ensalzado, es decir, se ha situado a una gran altura y desde ahí se complace en sí mismo viéndose superior a los demás.

Pero para afirmarse en esta situación necesita recibir continuamente el reconocimiento y la alabanza de los hombres: «les gusta pasearse lujosamente vestidos y que todo el mundo los salude por la calle. Buscan los puestos de honor en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes» (Lc 20,46).

Y para conseguir este reconocimiento se convierte en un ser inauténtico, en un actor hipócrita capaz de los mayores sacrificios: da limosna pregonándolo por todas partes, ora de pie en las esquinas de las plazas, ayuna desfigurando su rostro (cf. Mt 6,1-16).

Todos, en mayor o menor medida, llevamos un fariseo dentro. El mismo Antonio Machado, nuestro humilde poeta, lo reconocía con unos versos durísimos: «Mirando mi calavera un nuevo Hamlet dirá: he aquí un lindo fósil de una careta de carnaval». Instintivamente tendemos a ensalzarnos, a intentar ganar altura frente a los demás, y para conseguirlo estamos dispuestos a ponernos la careta y representar el papel que haga falta: el de persona de mundo, el de intelectual, el de triunfador en el ámbito profesional o de las relaciones sociales… Y lo más grave es que incluso representamos este papel ante nosotros mismos para convencernos de lo elevados que estamos y acabamos orando en el espíritu del fariseo: «Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros».

Mantenernos en las alturas donde nos empeñamos en habitar es fatigoso y nos hace inauténticos y neuróticos, pues si la realidad desmiente la imagen que de nosotros hemos fabricado nos negamos a aceptarla barriendo la porquería debajo de la alfombra; si nos parece que alguien está por encima de nosotros nos sentimos amenazados y llenos de envidia; y si se nos ignora o menosprecia nos llenamos de ira y resentimiento.

No podemos ser sanados y regenerados porque no queremos abrir los ojos, ver nuestra miseria y caer de las alturas, y por ello el Señor nos invita a abandonar la vanidad del fariseo y a abrazar la humildad del publicano: para que, como él, podamos ser justificados.

La palabra humildad se deriva del latín humus, que quiere decir tierra, suelo. Humilde es aquel que ha optado por sentarse en el suelo y desde ahí no puede caer más abajo, con lo cual vive sin angustia y sin necesidad de representar ningún papel. Humilde es el que ha comprendido que su dignidad no depende de sus riquezas, ni de su cultura, ni de sus talentos, sino de su condición de hijo de Dios, y desde esta seguridad inconmovible puede contemplar cara a cara su propia miseria y la misericordia de Dios que viene a rescatarla. Desde su sencillo asiento sobre el humus los hombres dejan de ser amenazas para convertirse en hermanos, y Dios, en el que los ama y justifica. Sólo desde este asiento santo se puede contemplar la realidad en su verdad y por ello Santa Teresa dice que «humildad es andar en verdad».

P. José María Prats

ORACIÓN    Letanías de la humildad   (Cardenal Merry del Val)

Jesús manso y humilde de Corazón, -Óyeme.

[Después de cada frase decir: – Líbrame, Jesús.]

Del deseo de ser lisonjeado,

Del deseo de ser alabado,

Del deseo de ser honrado,

Del deseo de ser aplaudido,

Del deseo de ser preferido a otros,

Del deseo de ser consultado,

Del deseo de ser aceptado,

Del temor de ser humillado,

Del temor de ser despreciado,

Del temor de ser reprendido,

Del temor de ser calumniado,

Del temor de ser olvidado,

Del temor de ser puesto en ridículo,

Del temor de ser injuriado,

Del temor de ser juzgado con malicia,

[Después de cada frase decir: – Jesús, concédeme la gracia de desearlo.]

Que otros sean más amados que yo,

Que otros sean más estimados que yo,

Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,

Que otros sean alabados y de mí no se haga caso,

Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,

Que otros sean preferidos a mí en todo,

Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda,

Oración

Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén. 

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