Salvador Íñiguez tenía rebeldía y odio contra la Iglesia, se encontró con el amor de Dios en Medjugorje y evangeliza a prostitutas

* «Yo siento que Dios me perdona mis pecados y me da la capacidad de perdonar. Ya mi vida era alegre, yo ya no me sentía vacío. Empiezo así a experimentar en mi vida el amor, y digo: Yo quiero llevar este Amor de Dios a las personas que no lo conocen, porque la Virgen en Medgujorge, a Mirjana, le habla de los que no conocen el amor de Dios en sus vidas. Y me dije: Yo quiero ir con esas personas con las que nadie se atreve a ir, a hablarles de ese Amor de Dios. Y empiezo a ir a los prostíbulos, y es así como surge este apostolado, que yo lo he llamado bajo oración, junto con el Padre, en acompañamiento: “Apostolado Reina de la Paz, dame tu Corazón herido”. Y es así como he llegado a los prostíbulos”

Camino Católico.-  Salvador Íñiguez cuenta en el vídeo su fuerte historia de conversión de vidaen el programa “Cambio de Agujas” de H.M. televisión. Salvador  salió de su rebeldía y odio contra la Iglesia al encontrarse con el amor misericordioso de Dios en Medjugorje. Ahora es conocido como el “apóstol de los prostíbulos” por su evangelización entre las personas que se prostituyen.

En una entrevista que publicamos en octubre de 2014, Salvador explicaba que “yo sólo prometí a Jesús consagrar mi vida difundiendo su palabra y el mensaje de Medjugorje a los más pobres entre los pobres y olvidados. De pronto llega esto y cuando menos lo esperé me veo envuelto en un torrente de bendición… Esto me ha hecho conocer gente nueva, países nuevos para mí”. En la conversación testimonial que mantiene en el programa “Cambio de Agujas”  de H. M. Televisión cuenta con detalle como hizo el camino que le ha llevado a ser un servidor del Señor en las prostitutas y travestis.

Salvador es enfermero geriátrico pero, una vez que completa su horario y se quita su uniforme, se convierte en un entregado y valiente apóstol, evangelizando en los barrios más sórdidos,entre prostitutas y travestis que reciben, de sus labios, la noticia más consoladora que han escuchado jamás: que Jesús les ama, que valen la Sangre de Cristo, que la Madre de Jesús es su Madre también.

No fue un camino fácil el de Salvador. Durante muchos años, su vida parecía un puzle en el que las piezas se negaban a encajar. Una pieza era su abuela, la mujer que le enseñó a rezar. Otra pieza fue la expulsión del seminario, por motivos puramente académicos (¡un suspenso en química!). Otra pieza: la rebelión contra Dios y el deseo de denostar lo más posible a esa Iglesia que lo había rechazado. Y al final, el abrazo de una Madre – la Reina de la Paz de Medjugorje – que experimentó físicamente en una experiencia que, todavía hoy, hace llorar a Salvador. La mano de esa Madre puso cada cosa en su lugar, haciendo encajar todas las piezas del puzle.

Salvador comienza hablándonos de su familia, y especialmente de la que fue su maestra en temas de fe, su abuela paterna. De su abuela le gustaba todo, menos que se pasaba el día rezando: “Yo vengo de una familia católica, pero fue sobre todo de mi abuela paterna de quien recibí mucha instrucción religiosa, muchas espiritualidad sobre todo. Mi familia es muy grande. Somos diez hermanos. Yo soy el último de todos y, como yo digo, la oveja negra de la familia  también. En vacaciones acostumbrábamos a irnos con mi abuela, al rancho. Nos encantaba porque, a parte de que éramos los únicos nietos, yo era el más chico. Entonces, ya te imaginarás la atención. A mi me encantaba todo de mi abuela. Lo único que no me gustaba de mi abuela es que era muy rezandera, para todo rezaba ella”. 

Un día, a su abuela se le ocurrió añadir algo más a sus prácticas piadosas: la lectura de un fragmento de un libro sobre las apariciones de la Virgen en Medjugorge antes del Rosario de la tarde. Era el año 1984. Salvador debía de tener unos nueve años: “No sabemos cómo, pero le llegó un libro que se titulaba algo así como La Virgen habla desde Medjugorje. Me eligió a mi para leer el libro, antes del rosario. Claro que yo no quería, ¿no? Pero fue algo muy impactante para mí. En el libro se describía que la Santísima Virgen se estaba apareciendo en un pueblo de Yugoslavia. Hablaba de mensajes, hablaba de la persecución que tenían los chicos que la veían, hablaba de que ellos decían que tenían esa certeza y que decían: yo veo a la Virgen, y la escucho y me da estos mensajes. Esto fue para mí fue como decir: entonces, ¿la Virgen se aparece? Yo pensé en Guadalupe, en la Virgen de Lourdes, en la Virgen de Fátima… pero allí no se está apareciendo ahora. Y el libro decía ahora. Y la Virgen hacía un fuerte llamado a la conversión, a la paz, a penitencia. Había muchos términos que yo no entendía, pero mi abuela me los explicaba. Empezamos ella y yo a ayunar. Yo decía: Abuelita vamos a morir de hambre. Y ella decía: ¿Cómo vamos a morir de hambre? Comemos pan y agua, hijo mío. Y yo decía: Pero sólo pan. ¿No nos vamos a morir de hambre? Y ella: No, no nos morimos de hambre. Entonces yo empecé a hacer esas prácticas con ella”. 

Salvador estaba cada vez más unido a su abuela, por eso sufrió mucho su muerte, acaecida cuando él estaba entrando en la adolescencia. Un cierto resentimiento se levantó en su corazón. Pero había algo que le calmaba el corazón y le hacía sentir cerca de la abuela: rezar el rosario. Lo hacía de camino a la escuela, hasta que sus compañeros le descubrieron y dejó de hacerlo por vergüenza. Dejó también de ir a misa un tiempo, pero un amigo le animó a entrar en el equipo de futbol de la parroquia. Gracias a esa oportuna invitación, comenzó a frecuentar de nuevo la parroquia. Un día escuchó la charla que el diácono estaba dando a los jóvenes. Se sintió totalmente reflejado en lo que este decía y se enganchó al grupo de jóvenes. Poco después, en una Pascua juvenil, tuvo un impactante encuentro con Cristo. 

Finalmente, tomó la decisión de entrar en el Seminario de su Diócesis, en Guadalajara (México). Eran más de 1700 jóvenes en el Seminario Menor. Al principio todo iba bien: “Los primeros días todo era muy bonito, ¿no? Porque vives con jóvenes que piensan igual que tú, que tienen las mismas inquietudes, que sienten ese deseo de consagrarse, de llevar la Palabra de Dios, las misiones…” 

Pero muy pronto comenzaron para muchos las dificultades con los estudios, que culminaron con su expulsión del seminario: “Conforme pasaba el tiempo, comenzábamos a decir: ¡Uy!, es que esta materia me cuesta mucho. En el caso mío era la química, y después otros decían: también a mí, también a mí. Y empiezan a aparecer listas de personas que habían reprobado esa materia y que tenían que salir de la institución. Pasó el tiempo, primer semestre, segundo semestre, tercer semestre, y en el tercero estaba mi nombre en una lista, con otros 283 jóvenes. Eso para mí fue algo muy fuerte, yo salí del seminario con mucho resentimiento. Me sentía burlado, me sentía traicionado, con mucho dolor en mi corazón, mucha frustración”. 

Salvador no supo entender lo que había ocurrido. Seguramente le faltó el acompañamiento adecuado, la dirección espiritual que le ayudara a comprender. El caso es que pasó de estar soñando con el sacerdocio, a injuriar – cuanto más mejor – a los sacerdotes y a esa Iglesia que tanto le habían dañado: “Y eso me llevó  a vivir años en una depresión, y a vivir alejado de la Iglesia y de los Sacramentos por más de quince años, además que con un propósito bien definido en mi vida: habla siempre mal de la Iglesia, habla pestes de los sacerdotes, todo lo que puedas, y entre más te escuchen mejor. En el fondo, era como un desahogo en mi vida, pero no había una paz porque no había una sanación. En ese aspecto, quedó muy dañada en mi vida la figura sacerdotal y la misma Iglesia”.

Salvador se trasladó a vivir a Guadalajara para poder estudiar en la Universidad. Quería ahogar la frustración sufrida realizándose a nivel profesional y ganando dinero“para ser alguien en la vida” y “que los demás me valoren”. Salvador reflexiona y se da cuenta que ese problema que él tenía, esa necesidad de tener “para que me valoren – es la enfermedad del siglo en el que vivimos”, con todas sus trágicas consecuencias de deshumanización: “Yo soy enfermero geriátrico. Tengo muchos diplomados, trataba de especializarme… Pero por el dinero, no por servir a las personas. Eso para mí no existía. Yo sí quería hacer un trabajo de calidad, creo que lo logré, pero sin calidez, porque para mi las personas eran solo un medio para lograr un fin. Esto es también es un tema de estos tiempos, ¿no? Por eso el Papa Francisco nos habla mucho de la cultura del descarte: tú me sirves, y mientras tú me sirvas tú vas a estar junto a mí, pero porque yo te utilizo a ti. Eso pasa mucho, ¿no? Yo viví en esa cultura del descarte, yo la vivía”.

En ese esfuerzo por rehacer su vida al margen de Dios, Salvador se interesa por una chica del grupo de oración al que pertenece la madre de un buen amigo suyo: “Empiezo a salir con esta chica, pero solamente que no me gustaba que siempre me citaba en el Templo Expiatorio de mi ciudad. Y siempre teníamos que ir adelante, hasta el Santísimo. Y yo decía: Dios mío, ¿y por qué tengo que meterme en esta iglesia? Entonces, ya la esperaba fuera”. Empezaron a tener una relación. Pero una nueva desilusión iba a golpear a Salvador: “Al tiempo, ella me cita. Nos veíamos solamente cada tercer día, porque yo trabajaba y ella estudiaba. Pero me habla, que me quería ver, y le digo:
– Pero no es día que nos vemos, no nos vemos hasta mañana.
Y dice:
– No, es que tengo algo importante que decirte.
Y yo dije: Se quiere casar, pero yo no tengo nada que ofrecerle. Entonces voy y me dice:
– Yo quiero hablar contigo de algo muy serio.
Le dije:
– Pero vamos afuera.
Y ella:
– No, porque esto te lo tengo que decir aquí, delante del Santísimo.
Yo dije: Se quiere casar.
Y me dice:
– Lo que pasa es que yo siempre vengo acá porque, a unas cuadras de aquí, hay un convento de unas religiosas. Yo he estado en un proceso vocacional con ellas y yo tengo que dar una repuesta hoy. Y yo tengo que entrar al convento”.

Para Salvador la noticia de la vocación de su novia fue un auténtico bofetón: “Eso para mí… ¡Imagínate! Con todo lo que yo ya traía… Se generó un odio, pero ya más directo hacia Dios. Yo quería ser sacerdote, Tú me sacaste de ahí. Yo quiero hacer una vida normal y Tú me la estás quitando. Tú, Tú. Tienes un problema grande conmigo, Dios”. 

Salvador no podía comprender, en esos momentos tan duros, que el Señor no tenía ningún problema con él, y que – muy al contrario de lo que él pensaba – le amaba tanto que trataba de conducirlo a su verdadera vocación y a su verdadera felicidad. Un buen amigo y su familia, “personas muy entregadas a Dios”, le ayudaron mucho en esos momentos. De pronto, y precisamente en esos momentos, la madre de su amigo vuelve a hablarle de Medjugorje: “Entonces a raíz de eso, yo empiezo a hacer como una vida muy solitaria. Pero Dios te pone gente. Y en mi camino ya había un amigo. Y él me invitaba a su casa. Pero me molestaba porque su mamá… Ellos sabían como estaba yo, porque ellos me conocieron antes y después de lo del seminario. Entonces, su mamá decía:
– Yo oro mucho por ti, y la Virgen te va a ayudar.
Y yo decía:
– Pues es que yo no necesito ayuda de la Virgen, ni de usted, ni de nadie.
Le decía más cosas. Yo era muy, muy grosero con ella, honestamente lo digo. Y me da pena. Entonces Sergio me invitaba a su casa,  a comer, o algún eventito de algo. Y yo iba porque me sentía solo, no tenía a nadie. Y una vez me invita, y me dice: Es que mira, mi mamá hizo un viaje a Europa, acaba de llegar… Pero cuando yo voy ahí, en cuanto entro, esta señora se viene conmigo, con libros, con estampas, con rosarios, con medallas… y yo no quiero nada de eso, para mí eso es una basura, no lo quiero. Y efectivamente, llegó ella con un rosario enredado en la mano, y me dice:
– Acabo de llegar de Medjugorje, estuve en una aparición con la Virgen.
Y pensé:
– Está loca esta señora, por Dios».

La señora le traía un regalo desde Medjugorje: un rosario bendecido por la Virgen durante una aparición. A Salvador, el regalo no le conmovió lo más mínimo: “Así como me dio el rosario, así lo tiré en la mochila. Muchas gracias por su rosario, le dije, pero yo no necesito ni a Dios, ni a la Virgen, ni sus oraciones. Podemos hablar usted y yo, pero no rece por mí, yo no necesito eso. Y pasó el tiempo, y yo no sabía qué había sido de ese bendito rosario”. 

Hasta que llegó el día elegido por la Providencia para intervenir. Todo comenzó a partir de un hecho aparentemente fortuito: “Pasa el tiempo, yo ya trabajaba en un hospital. Recuerdo que era un miércoles. Una compañera me pide suplirla en una guardia. Yo salgo del hospital. En ese tiempo, empezaban a salir los teléfonos móviles, que podías poner música. Yo ya tenía el mío. Era un teléfono que era, por decir así, nuevo, no cualquiera lo tenía. Yo sí lo tenía, y me gustaba que la gente supiera que yo lo tenía. Subo al autobús, saliendo de trabajar, y quiero escuchar música, pero no tanto por escuchar, más bien por llamar la atención con el teléfono… Entonces empiezo a sacar los auriculares, no sé cómo digan acá, allá decimos audífonos, de la mochila, y no salían. Y cuando tiro fuerte, el cable salió enredado al rosario. Y yo dije: Me va a estropear los cables. Y empiezo a desenredar el rosario. Y cuando lo veo, era un rosario de madera simple, tenía un Cristo y atrás del Cristo una medalla de San Benito. Y cuando giro la cruz y paso la mirada por el maderito horizontal, me doy cuenta que tiene un letrero que dice Medjugorje”.

Salvador experimentó como si tiempo y espacio se detuvieran. Y de pronto se sintió como trasladado a esos momentos, cuando él era un niño, y leía para su abuela el libro de Medjugorje: “Cuando yo leo ese letrero, tuve una sensación… como si el tiempo y el espacio se detuvieran. No sé si fue así o si yo lo percibí así. Sentía que todo daba vueltas, y yo dije: me va a dar un infarto. Hubo una imagen muy clara en mi mente y en mi corazón, de mi niñez, cuando yo leía ese libro a mi abuela. Te lo juro, que yo podía ver claro los renglones de ese libro con los mensajes de la Virgen”. 

Junto a eso, experimentó todo el peso de su conciencia, de todos los pecados cometidos. El corazón parecía estallar de dolor. Pero experimentó también un abrazo pacificador, el abrazo de la Virgen: “También hubo una conciencia clara del dolor de Dios, por no haber valorado los Sacramentos, principalmente el Sacerdocio, la Eucaristía y la Confesión. Pude sentir el dolor de las personas, al escucharme hablar mal de los sacerdotes, al escucharme hablar mal de la Iglesia. Y experimenté un profundo dolor en mi corazón, por las ocasiones que yo pude comulgar y no lo hice. Había una amargura mezclada con un sentimiento de paz en mi corazón. Yo sentía que mi pecho iba a estallar. Y me sentí abrazado por alguien, o por algo, no sabía por quién, ni por qué. Yo ahora digo que fue el abrazo de la Virgen. Cuando yo siento eso, todo empieza a volver como a la normalidad. Empecé a llorar. La gente se da cuenta y se me quedan viendo, y me preguntaban si me siento bien. Yo estaba vestido de enfermero. Dije: Van a pensar que soy un loco que se escapó del manicomio, y golpeó al médico y se puso el traje, ¿no? Tuve que bajarme del autobús y empecé a llorar en la calle. Pero, a la vez, yo decía: No quiero que la gente me vea así, pero no podía contener el llanto”.

Bajó del autobús, trató de serenarse y tomar otro, pero de nuevo se vio invadido por las lágrimas y descendió de nuevo. Desesperado por no ser capaz de dominar esa extraña emoción, solo piensa en encontrar un rincón solitario donde desahogarse: “Cuando tomo ese otro autobús igual, no podía parar de llorar. Me fui hasta la parte de atrás, pero igual. Timbro, me bajo, y me desplomo ahí, en la calle. Y de pronto veo que pasan dos monjitas y se meten a tal lugar. Y dije: Monjas, viejitas, si yo voy y les digo que si me dejan entrar a su capilla, a su convento, a lo que quieran, me van a dejar entrar porque las monjitas son así. Les pido permiso y me dicen:
– ¡Ah! Mira, no te puedo abrir por el frente, pero te puedo abrir por atrás para que entres al Santísimo.
A mí no me interesaba el Santísimo, lo que quería era estar solo. Me abre por atrás y me deja entrar. Me doy cuenta que de mi lado había como un cuarto de los dos lados, pero sin puerta, puerta sí, pero no para cerrarse ni abrirse. Y ahí estaba una imagen de la Virgen de la Paz de Medjugorje, de un metro ochenta de alto, una imagen grande como la que está en Tijalina, con los brazos abiertos. Yo caí de rodillas ante esa imagen. Fue fuerte, porque yo no rezaba el rosario en años, y ahí lo que hice fue rezar el rosario. También me peleaba con la Virgen y le decía:
– Tú me dejaste, dices que eres una Madre, pero yo no te siento como mi Madre, ya no. Pasó esto y esto, y Tú nunca estuviste conmigo”.

Salvador no es capaz de calcular cuánto tiempo estuvo allí, llorando, rezando el rosario, “peleando” con la Virgen, como en una nueva lucha de Jacob con el ángel (Gn 32). Pero lo que sabe es que, quizás por primera vez en su vida, rezó con el corazón. Eso sí, las sorpresas no habían terminado ese día: “Duré así mucho tiempo, rezando el rosario. Y una persona me pide bajar la imagen. Me dice:
– ¿Me puedes ayudar a bajar la imagen de aquí para ponerla a un lado del altar principal?
Yo pensé que era el sacristán. Entonces, cuando bajamos la imagen de la Virgen, la capilla ya estaba abierta y estaba repleta de gente. ¿Cuándo llegaron? No lo sé. ¿Cuánto estuve yo ahí no lo sé. Lo que sí supe es que dejé la imagen ahí, guarde el rosario, y yo me quería salir por un lado de la iglesia. Por el lado de enfrente de donde yo iba saliendo, estaba formada mucha gente en fila, y justo en la puerta de atrás, estaba sentado un sacerdote ya anciano, con una estola morada en el cuello, y gente llegando y sentándose a un lado de él. Y yo dije: Pues les está confesado. Cuando yo iba a cruzar la puerta, el sacerdote me llama y me dice:
– ¿Cómo estás?
Y yo, como a tres metros, le dije:
– Bien.
Pero yo pensaba, ¿me dice a mí o a quién le dice? Porque yo en mi vida lo he visto, ni lo conozco. Y me dice:
– Ven.
Y yo sí, me acerco. Y me dice:
– ¿Cómo te ha ido en la vida?
Se le veía un hombre feliz, con unos ojos verdes. Y le digo:
– Bien.
Dice:
– Acerca esa silla.
Y yo pensé, este cura está loco, quiere platicar conmigo y tiene un mundo de gente para confesarles”. 

El sacerdote de mirada alegre y bondadosa le hizo una pregunta sorprendente: “Él me dijo: ¿Tú confesión es en calidad de laico o de consagrado?”

Salvador sintió que se apoderaba de él ese viejo sentimiento de odio y de rencor, mientras respondía bruscamente: “Yo no soy religioso, yo soy enfermero, ¿qué no me ha visto?”

Sin asustarse por la reacción y con una serena sonrisa ente sus labios, el sacerdote le respondió:
“No lo eres, pero lo fuiste. Y tu corazón está herido y lastimado por esto, y por esto, y por esto otro… Y empieza a describir todo, y dice: Y has caído en este tipo de vicios y pecados”.

Salvador escuchó estupefacto cómo el sacerdote enumeraba todos sus pecados. Y él solo podía asentir: “Sí, caí en vicios, en pecados, sobre todo de la pureza, por esa soledad, por tantas cosas… Y, a veces, tú sabes el nombre de tus pecados, y vas a confesarte, pero no quieres decir el nombre. Y es ahí donde olvidamos el papel tan grande del sacerdote, como medio de la Gracia y la Misericordia de Dios, para transmitir esa vida divina al alma, que solamente se da dentro de nuestra Iglesia, por los Sacramentos, que fueron instituidos por Jesucristo. No es invención de los curas, como yo decía, ni de la Iglesia, no es así. Entonces el Padre empieza a decirlos, todos mis pecados, y yo empiezo a llorar… Llegó una parte donde yo tuve que detenerlo. Él me dijo:
– No te preocupes, tú necesitas  un guía espiritual y yo te voy a guiar.
Y empieza a escribir su nombre, me lo pone en un papel en el bolsillo. Yo, todavía llorando, me levanto de allí, y él me dice:
– Te voy a dar la absolución.
Cuando él pone sus manos sobre mi cabeza y pronuncia las palabras de la absolución, yo siento que me quita un peso de encima impresionante. Me dice:
– Quédate a Misa y comulga, porque hoy es aniversario de las apariciones de la Virgen en Medjugorje”.

Salvador obedeció al sacerdote que le acababa de confesar de manera tan sorprendente. Al terminar la Misa, regresó a su casa y se acostó. Se durmió todavía llorando. A la mañana siguiente, le esperaba todavía una última sorpresa: “Al día siguiente desperté. Yo tenía el uniforme de enfermero puesto. Rápido me baño, me cambio, voy a botar el uniforme sucio, y cae un papel en la cama. Lo abro y cuando veo el nombre del sacerdote y la dirección… Era el nombre del sacerdote que escribió el libro que yo le leía a mi abuela cuando tenía nueve años”.

El que llevaba quince años maldiciendo de la Iglesia, el que reprochaba a la Virgen haberlo abandonado… se rindió a la evidencia de ser inmensamente amado por el Señor y por nuestra Madre, de no haber sino nunca abandonado. Y se sintió empujado a comunicar esta extraordinaria noticia a aquellos a los que nadie se atreve a decírsela: “A raíz de eso, empiezo una dirección espiritual con este sacerdote, por más de cinco años. Viví un kerigma, y en ese kerigma con él y con los mensajes de la Reina de la Paz, yo siento que Dios me perdona mis pecados y me da la capacidad de perdonar. Ya mi vida era alegre, yo ya no me sentía vacío. Busqué al sacerdote que me expulsó del seminario y le pedí perdón y también le dije que le perdonaba. Empiezo así a experimentar en mi vida el amor, y digo: Yo quiero llevar este Amor de Dios a las personas que no lo conocen, porque la Virgen en Medgujorge, a Mirjana, le habla de los que no conocen el amor de Dios en sus vidas. Comprendí que, durante mucho tiempo, yo no conocía el Amor de Dios, aunque me decía católico. Y me dije: Yo quiero ir con esas personas con las que nadie se atreve a ir, a hablarles de ese Amor de Dios. Y empiezo a ir a los prostíbulos, y es así como surge este apostolado, que yo lo he llamado bajo oración, junto con el Padre, en acompañamiento: “Apostolado Reina de la Paz, dame tu Corazón herido”. Y es así como he llegado a los prostíbulos”. 

En los prostíbulos, Salvador explica a prostitutas, travestis, clientes, hombres y mujeres alcoholizados y atados por toda clase de vicios: “Les hablo del Amor de Dios, que ellos conozcan, que sepan que tienen una Madre en el Cielo que vela por ellos también aquí en la tierra. Y que Ella lo que quiere darnos es a su Hijo Jesús, no importando cuál sea tu condición de vida. Porque Jesús, lo que no quiere de nosotros es nuestra vida de pecado. Pero no quiere la vida de pecado de una prostituta, como tampoco quiere la mía”.  

El mensaje que Salvador entrega a las prostitutas, vale también para cada uno de nosotros. Por grandes que sean nuestras faltas, que nunca dudemos del amor que Dios nos tiene. 

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Fuente:Eukmamie
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