Alberto de la Fuente, secuestrado 290 días en un contenedor: «Hablaba con Dios durante horas. Me agarré de su mano y Él me ayudó a cruzar ese abismo de desesperanza»

* «Rezaba 500 padrenuestros y avemarías al día y hablaba con Dios durante horas. Ya no rezo 500 padrenuestros diarios, pero no hay día en que no amanezca y le dé gracias a Dios por haber tenido un día más. Lo veo en todos lados y siento que somos muy muy amigos. A los secuestradores nunca los vi y nunca sabré quiénes son. No puedo estar enfadado con alguien de quien no conozco ni su cara ni su voz. He decidido soltar esa ancla tan pesada y perdonar. No agradezco lo que me hicieron, pero gracias a lo que me sucedió hoy puedo apreciar al máximo este regalo llamado vida»

Camino Católico.-  El 29 de noviembre de 2016, la vida del empresario mexicano Alberto de la Fuente cambió para siempre. Acababa de dejar a su hijo en la escuela cuando de una camioneta pintada como un vehículo policial salieron siete personas que le apuntaron con armas automáticas y se lo llevaron por la fuerza sin mediar palabra. «Todo fue muy rápido y confuso», recuerda para Alfa y Omega. «Me esposaron, me vendaron los ojos y me pusieron unos auriculares con música a todo volumen para bloquear mis sentidos».

En un primer momento, De la Fuente pensó que se trataba de un error de la Policía y que todo se acabaría aclarando. Sin embargo, lo que siguió fue un secuestro de 290 días y una experiencia de vida que acaba de contar en La caja (Medialuna, 2023), el nombre que da al zulo donde le encerraron. «Aunque en México la situación social es compleja, siempre pensé que ese tipo de cosas les pasaban a otras personas. Hasta que me tocó a mí», reconoce. Después de esos primeros momentos de incertidumbre y miedo, sus secuestradores lo metieron en un contenedor oscuro de dos metros de largo por un metro y medio de ancho, con un simple colchón en el suelo y una música atronadora del subgénero del narcocorrido que lo acompañó día y noche durante todo su secuestro.

Así era el habitáculo de 2 metros por 1’50 metros  en el que estuvo secuestrado 290 días Alberto de la Fuente

Los primeros días fueron «la etapa más confusa», pero entonces tomó, como él mismo reconoce, la decisión más importante: «Hablé con Dios y le dije: “Estoy seguro de que no me metiste aquí, pero juntos vamos a salir de esto”. Y al final hicimos un trabajo en equipo extraordinario». De la Fuente hizo su parte: «Decidí intentarlo todo para no deteriorarme, porque sabía de secuestros que habían durado hasta dos años. Me puse a hacer ejercicio y he calculado que caminé más de 2.500 kilómetros en esos meses, unas diez horas diarias».

También se propuso comer todo lo que le pusieran, «porque no podía permitirme hacer una huelga de hambre, aunque me pusieran frijoles, que nunca me han gustado». Además, decidió conservar limpia y pulcra la «cajita» y leer todo lo que le dieran, incluso «literatura zombie». Y también confiar en Dios, aunque, confiesa, hasta entonces había mantenido «una religión cómoda, sin practicar mucho». Sin embargo, curiosamente, la mañana de su secuestro «amanecí con la necesidad de conectar con Él, algo no habitual en mí». «Abrí la ventana y le di las gracias a Dios por mi vida, mi trabajo, mi familia, pero una hora después tenía esas armas apuntándome a la cabeza. No entendía nada, pero decidí no pelearme con Él y confiar», narra.

500 padrenuestros al día

Alberto de la Fuente recuerda que «rezaba 500 padrenuestros y avemarías al día», y que «hablaba con Dios durante horas». Desde el principio «me agarré de su mano y Él me ayudó a cruzar ese abismo de desesperanza». De hecho, «el primero de los pilares para la supervivencia fue la fe, la espiritualidad, aferrarme y creer en Dios». Él «fue muy importante en esta época oscura, mi luz en este tiempo». Cuenta también que sus secuestradores le quitaron todo menos la medalla de san Benito que llevaba al cuello. «Hoy la sigo llevando. Creo que fue un detalle de Dios», explica.

Ya en las últimas semanas de su cautiverio, se encontraba en una situación muy precaria. «Me habían quitado toda la ropa, dormía desnudo en el suelo y tomaba solo un plato de frijoles al día», abunda. Se sentía en una soledad absoluta y «había asimilado la posibilidad de que no fuera a salir vivo de allí». Sin embargo, el rescate por su vida se pagó y el día de volver a salir a la calle acabó llegando.

Alberto de la Fuente pudo resistir su secuestro por su oración y su confianza en Dios según relata el mismo

Un cura asumió el riesgo de pagar el rescate

La persona que se atrevió a ir a pagar su rescate fue el sacerdote jesuita que le dio a Alberto la Primera Comunión muchos años antes. «Mi familia le pidió que fuera a entregar el dinero, algo muy peligroso», relata De la Fuente. El sacerdote padecía un cáncer y dos días antes del encuentro había sido sometido a quimioterapia. «Estaba muy débil y aun así decidió correr el riesgo», dice. Cuando todo pasó, ese sacerdote «me dijo que haber entregado mi rescate fue lo mejor de su vida sacerdotal, porque había pasado algunos años en crisis». «Salvó mi vida poniendo la suya en peligro».

«Me llevaron a un paraje sin nada alrededor y me ordenaron contar hasta 300. Yo conté hasta 600 porque no quería ir de valiente —recuerda—. Me quité la capucha y sentí por primera vez en meses el viento en mi cara. Eso fue para mí como recibir un abrazo de bienvenida del Señor», explica Alberto.

Pasados varios años de aquello, «ya no rezo 500 padrenuestros diarios, pero no hay día en que no amanezca y le dé gracias a Dios por haber tenido un día más», sostiene. «Lo veo en todos lados y siento que somos muy muy amigos. A los secuestradores nunca los vi y nunca sabré quiénes son. No puedo estar enfadado con alguien de quien no conozco ni su cara ni su voz. He decidido soltar esa ancla tan pesada y perdonar. No agradezco lo que me hicieron, pero gracias a lo que me sucedió hoy puedo apreciar al máximo este regalo llamado vida», concluye Alberto de la Fuente.

Tanto es así que habla de «un renacimiento» el 14 de septiembre de 2017, el día en que sintió por primera vez en muchos meses la brisa, esa caricia de Dios.


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