Homilía del Evangelio de la Epifanía del Señor: Confesar la soberanía y la divinidad de Jesucristo ante los hombres / Por P. José María Prats

* «En 2.000 años de cristianismo, ¡cuántas personas de todos los pueblos y razas han caminado a la luz de Jesucristo! ¡Cuántos le han entregado lo mejor de sí mismos, luchando día a día por ser fieles a su palabra! ¡Cuántos le han expresado su amor y su devoción a través de la pintura, la escultura, la música o la poesía! ¡Cuántos mártires han dado su vida antes de negar al que se adelantó a entregar la suya por ellos! Nosotros somos hoy estos peregrinos que quieren caminar a la luz de Jesucristo en un mundo que todavía vive en tinieblas…. Hemos de llevar también «las riquezas de los pueblos»: todas aquellas adquisiciones y elementos positivos de nuestra cultura que tienen que ser iluminados y purificados en el encuentro con Cristo para convertirse en instrumentos de paz»

Isaías 60, 1-6  /  Salmo 71  /  Efesios 3, 2-3a.5-6  /  Mateo 2, 1-12

P. José María Prats / Camino Católico.- La profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura fue escrita más de 500 años antes de Cristo y nos anuncia con toda claridad el nacimiento de Jesús y su reconocimiento como Dios y Señor por hombres y mujeres de todos los pueblos. 

Comienza diciendo: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti».

Jerusalén es, en la Escritura, un símbolo del Pueblo de Dios. Y este pueblo, efectivamente, se hallaba en tinieblas, sometido, por causa del pecado, al poder del Maligno, a quien San Juan llama el príncipe de este mundo. Pero se anuncia que en medio de esta oscuridad amanecerá la gloria del Señor, es decir, vendrá a habitar entre nosotros Aquél que es la luz del mundo, que vence al Maligno y nos libra del pecado iluminando las tinieblas de nuestro corazón.

Continúa diciendo la profecía sobre Jerusalén: «Y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora (…). Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón se asombrará, se ensanchará, cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar, y te traigan las riquezas de los pueblos. Te inundará una multitud de camellos, los dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor».

Se afirma, pues, que esta luz que es Cristo será reconocida por hombres y mujeres de todos los pueblos, los cuales peregrinarán a Jerusalén, es decir, entrarán a formar parte del Pueblo de Dios, que es la Iglesia. Y peregrinarán llevando oro (símbolo de la realeza) e incienso (símbolo de la divinidad), o sea, reconociendo a Jesús como Señor y como Dios. Y volcarán sobre Jerusalén «los tesoros del mar» y «las riquezas de los pueblos», es decir, consagrarán al culto del Señor lo mejor de sus vidas y sus culturas.

Y esta profecía se ha cumplido con creces: En 2.000 años de cristianismo, ¡cuántas personas de todos los pueblos y razas han caminado a la luz de Jesucristo! ¡Cuántos le han entregado lo mejor de sí mismos, luchando día a día por ser fieles a su palabra! ¡Cuántos le han expresado su amor y su devoción a través de la pintura, la escultura, la música o la poesía! ¡Cuántos mártires han dado su vida antes de negar al que se adelantó a entregar la suya por ellos!

Nosotros somos hoy estos peregrinos que quieren caminar a la luz de Jesucristo en un mundo que todavía vive en tinieblas. Y como tales hemos de seguir llevando a Jerusalén el oro y el incienso, es decir, una confesión de la soberanía y de la divinidad de Jesucristo creíble a los ojos de los hombres de nuestro tiempo, y hemos de llevar también «las riquezas de los pueblos»: todas aquellas adquisiciones y elementos positivos de nuestra cultura que tienen que ser iluminados y purificados en el encuentro con Cristo para convertirse en instrumentos de paz.

De hecho, Jerusalén significa en hebreo Casa de Paz, y lo es porque en ella se ha manifestado a todos los pueblos la gloria del Príncipe de la Paz.

P. José María Prats

Evangelio

Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando:

– «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y, venimos a adorarlo. »

Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron:

– «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel.”»

Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:

– «ld y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.»

Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.

Mateo 2,1-12


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