Laura Richards: «De adolescente quedé embarazada y di a mi hijo en adopción, nos reencontramos cuando él iba a ser cura y me salvó al decirme: ‘Dios te ama mucho, mamá’. Y lo creí»

* «Mi vida ha sido una cruz que me ha llevado hasta donde estoy hoy. Exactamente donde Dios quería que estuviera. Donde él planeó que estuviera. Ahora tengo la dicha de dirigir un grupo de jóvenes. Tengo la alegría de haber bautizado a mis hijos. Tengo la alegría de ser carmelita de la Tercera Orden. Tengo la alegría de contar esta historia a los demás, con la esperanza de ayudarles a ver su camino. Y cuando la gente me da las gracias por enseñar a los niños sobre Jesús o por abrazar el camino carmelita o por cuidar de sus hijos, me siento tonta. No soy yo. Todo lo que hago ahora es vivir el plan que Dios ha establecido para mí. Ahora lo entiendo»

Camino Católico.-Laura Richards fue curada y transformada por Dios a sus cuarenta años, después de haber vivido el dolor de haber quedado embarazada en su adolescencia y tener que dar a su hijo en adopción. 23 años después de aquel acontecimiento se reencuentra con su hijo que se preparaba para ser sacerdote y su relación con él le hace conocer a Jesucristo. En un amplio y pormenorizado testimonio en The Coming Home Network cuenta como ahora piensa “en cuando era adolescente y me encontré embarazada. Recuerdo haber ido a hacerme ‘la prueba de embarazo gratuita’ y cómo me sentí cuando me dijeron los resultados. Recuerdo sentir el miedo de contárselo a mis padres y contárselo a mi novio y la vergüenza de enfrentarme a sus padres. Recuerdo las dificultades que rodearon el embarazo. Recordé el nacimiento de mi hijo, abrazarlo y luego darlo en adopción. Recordé los sentimientos de dolor y pérdida durante nuestros 23 años separados, y pensé en la alegría abrumadora de nuestro reencuentro”. Esta es su historia contada en primera persona.

«Vi por primera vez a través de los ojos de Dios que Él estuvo allí cuando yo estaba embarazada y dí en adopción a mi hijo. Y este niño, a quien salvé, regresó y me salvó; todo eso estaba en el plan del Señor»

Hace unos años, después de haber vivido toda nuestra vida en el suroeste de Michigan, acepté un trabajo que llevó a nuestra familia a un pequeño pueblo en el estado de Washington, en el lado este de las Montañas Cascade. Poco después de llegar allí, un martes después del trabajo, mi esposo, Jim, salió a recoger el correo. Cuando regresó, me entregó una carta del Departamento de Salud de Indiana.

No podía imaginar lo que acaba de recibir en el interior del sobre. Recuerdo haber mirado la carta, haberla leído y haber tardado un momento en asimilarla. La carta decía que ahora tenía derecho a conocer información sobre el niño que había dado en adopción cuando era un adolescente. Gracias a Dios estaba sentada, o me habría desplomado. La primera página incluía el nombre y el número de teléfono de mi hijo. Las siguientes páginas contenían una copia de su partida de nacimiento e identificaban a la pareja que lo había adoptado. Me senté en estado de shock. No podía creer que después de 23 años finalmente tuviera esta información.

Había pasado los últimos 23 años pensando en este hijo. Para empezar, darlo en adopción fue una decisión increíblemente difícil, que me marcó y dejó en mi heridas y con la que luché seriamente durante varios años después del suceso, y luego en menor medida, puesto que con el paso del tiempo y la actividad me adormecían, si no me reconfortaban. Con el paso de los años, solía mirar a los niños pequeños en el centro comercial, buscando a alguien que se pareciera a mí, buscando a mi hijo.

Recuerdo que en la época en que calculé se habría graduado en el instituto, hojeaba los periódicos para ver si alguno de los graduados se parecía a mi antiguo novio. Cuando cumplió los 18, soñaba despierta con que me lo encontraría. Imaginaba que una mañana llamarían a mi puerta. Yo estaría en pijama, con un aspecto desaliñado, pero no demasiado aterrador, y me preguntaría quién podría estar llamando un sábado por la mañana. Y cuando abría la puerta, había un chico joven y larguirucho que me decía: «¿Mamá?», nos abrazábamos, le invitaba a pasar y le preparaba un bocadillo. Pasé años soñando con esto. Años.

Así que imagínate ahora, teniendo su nombre y número de teléfono en mis manos. Lo único que recuerdo es saltar y agarrar el teléfono. Mi marido me dijo: «¡Espera! ¿Estás segura de que estás preparada para esto? ¿Sabes lo que vas a decir?». Pero yo estaba imparable: «He esperado 23 años y no voy a esperar ni un momento más». Marqué el número y me saltó el buzón de voz. Pensé: ‘No creo que sea algo por lo que deba dejar un mensaje’, así que colgué. Luego pensé: ‘Tengo su nombre, ¡lo buscaré en Google!’

Entonces cogí mi ordenador portátil, escribí su nombre en el buscador y apareció un enlace de Facebook. Siguiendo el enlace, había una foto en su página de inicio de algunos chicos, pero no pude ver ningún detalle en las caras. Había publicado algo sobre que ya no publicaría más en Facebook, pero dejaba una dirección de correo electrónico para que sus amigos pudieran contactarlo. ¡Ahora tenía una dirección de correo electrónico! Así que me senté y escribí un correo electrónico: ‘¿Eres el Stephen que fue adoptado por Sean y Tanya? Si es así, soy tu madre biológica y llevo esperando 23 años y 8 días para hablar contigo’. (Los nombres de los padres adoptivos de Stephen se han cambiado para proteger su intimidad).

Envié el correo electrónico, y por la mañana tenía una respuesta esperando: ‘Sí, soy el Stephen adoptado por Sean y Tanya, ¡y he pensado en ti durante 23 años y 9 días! Eres un maravilloso regalo de cumpleaños tardío para mí’. (Acababa de cumplir años.) ¡No te puedes imaginar mi alegría! A través del correo electrónico quedamos para hablar por primera vez esa misma tarde.

Ese día fui a trabajar con la sensación de que debía repartir puros. Tuve que llamar a mi familia. ¡Estaba tan emocionada! Llamé a mi hermana María y hablamos brevemente. Estaba súper emocionada. Después de colgar, ella empezó a buscar en Google el nombre de Stephen y, al cabo de uno o dos minutos, me devolvió la llamada. Ella dijo: “Laura, encontré una foto de él y te enviaré un enlace por correo electrónico. ¡Tienes que ver esto!»

Colgamos y cuando recibí su correo electrónico pinché en el enlace y había una foto de un joven apuesto que se parecía mucho a mi antiguo novio y a mi hijo mayor. Llevaba una camisa negra y un alzacuellos de cura. Stephen estaba en el seminario. Recuerdo que mi primer pensamiento fue: ‘¡Qué lástima, va a ser cura!’. (No sé por qué pensé eso.) Luego reaccioné y me dije: ‘¡Vaya, va a ser cura! ¡Qué guay! ¿No me da eso un pase libre al cielo o algo así, ser la madre de un sacerdote?’ 

No estoy segura de cómo pasé el resto del día en el trabajo. No podía haber sido muy productivo. A las 5:01, corrí a casa desde el trabajo, tomé el teléfono y me senté en mi cama a esperar su llamada. Recuerdo estar sentada allí, mirando el teléfono, preguntándome cuántas veces debería dejarlo sonar antes de levantarlo. La respuesta era obvia: un timbre sería suficiente y me sorprendería poder dejar que el timbre concluyera antes de responder.

Entonces sonó el teléfono y ¡hablamos durante tres horas! Nos metimos en las páginas de Facebook de cada uno y miramos todas las fotos. Recuerdo que me mostró una foto en particular, en la que habría jurado que era mi antiguo novio el que estaba allí y no Stephen. Era una sensación increíble, de alguna manera conocer a alguien sin conocerlo. Un sentimiento que es difícil de describir.

Pasamos el siguiente mes y medio en estrecho contacto, casi a diario. Durante ese tiempo, contacté a Stephen con su padre biológico, lo que también fue algo maravilloso para ambos. E hicimos planes para encontrarnos en persona por primera vez el día de Acción de Gracias. Él estaba en Maryland en el seminario y yo estaba en Washington, y ambos hicimos planes para volar a casa (yo a Michigan y él a Indiana), y luego encontrarnos a mitad de camino entre la casa de sus padres y la de mis padres. Increíblemente, él había crecido a unos 40 minutos de donde yo vivía en Michigan. Stephen eligió el lugar de encuentro: la Gruta del campus de la Universidad de Notre Dame.

La mañana que nos íbamos a encontrar, estaba comprensiblemente nerviosa. Cuando llegué al campus de Notre Dame, me tomó algo de tiempo encontrar la Gruta, así que llegué unos minutos tarde. Recuerdo que al doblar una esquina vi la Gruta y luego a un hombre delgado arrodillado frente a ella. Stephen me oyó acercarme, se levantó y se dio la vuelta. No podía creer que estuviera delante de mí, y me sentí extasiada y conmocionada al mismo tiempo. El largo sueño había terminado; ¡por fin era realidad!

Laura Richards y su hijo Stephen se reencontraron en esta gruta del campus de la Universidad de Notre Dame

Pude abrazarlo por segunda vez en su vida. Nos subimos a su coche y pasamos un día increíble juntos. Stephen tenía dificultades para conducir, porque lo único que queríamos era mirarnos. Me mostró la ciudad y me llevó a la casa en la que creció y a las escuelas a las que asistió. Para comer me llevó a encontrarme con sus padres en su casa. Su mamá me llamó su ‘hermana del alma’ y nos abrazamos y lloramos. No hay palabras para describir aquel encuentro.

Cuando Stephen y yo habíamos pasado un tiempo juntos, él empezó a decirme: ‘¿Sabes, mamá?, Dios te ama mucho’. Al principio, respondía pasivamente: ‘Sí, lo sé’. Seguro que lo sabía. Nací y crecí católica, asistí a la escuela primaria y secundaria católica, asistí a clases de catecismo y a una universidad católica. Por supuesto que lo sabía, pero realmente no iba mucho a la iglesia. Sólo cuando el espíritu me movió y las condiciones eran las adecuadas: cuando sabía a qué hora era Misa, cuando me levantaba lo suficientemente temprano, cuando los niños no me necesitaban para nada, cuando no estaba demasiado cansada esa mañana, cuando todas las estrellas estaban alineadas correctamente. Sí, iba a misa periódicamente.

Sin embargo, Stephen continuó diciéndome: ‘Dios te ama mucho, mamá. Ni siquiera puedes imaginar cuánto’. ‘Sí, lo sé, ¡gracias!’ Me tomó un tiempo, pero Stephen fue diligente y en algún momento, cuando repitió su mantra, recuerdo que me detuve un momento y pensé: ‘¿Eh, de verdad? ¿Es realmente posible? ¿El que es el Creador de todo el universo, el que creó las estrellas, realmente se preocupa por mí? ¿Cómo es posible? Soy un ácaro de polvo en el vasto esquema de las cosas. No soy nada, o estoy tan cerca de serlo, que no debería importarle al Creador. ¿Cómo es posible?’

La primavera siguiente, Stephen me invitó a ir al seminario y pasar una semana con él, simplemente para estar juntos. Estaba emocionada de ir, aunque recuerdo haberle preguntado a mi esposo: ‘¿Qué pasa si no hay un momento en que no sabemos de qué hablar? ¿Qué pasa si nos aburrimos el uno del otro? En retrospectiva, esas fueron preguntas realmente sin sentido. ¡Nos divertimos mucho juntos! Nos alegró mucho encontrar en qué nos parecíamos: nuestro color favorito (azul), el lugar más deseado para viajar (Grecia). Incluso pensábamos que teníamos el mismo andar, el mismo ritmo y forma de hacerlo. Hubo una verdadera alegría y satisfacción al encontrar una conexión en similitudes compartidas.

Una noche Stephen y yo salimos a cenar con un amigo suyo que también estaba en el seminario. Su amigo nos contó su historia de conversión. Había estado trabajando como informático y en un momento dado sintió que Dios lo llamaba a tener una relación con Él. Pensó: ‘Si quiero conocer a mi Creador, si quiero saber a qué me llama, necesito pasar tiempo con Él. Necesito ir a la iglesia más de una vez a la semana, todos los días si puedo’.

Cuando regresé a casa, seguí pensando en esa historia. Tenía sentido para mí. Si el Creador del universo me ama (aún me cuesta creer que sepa mi nombre entre los miles de millones de otros ácaros del polvo), probablemente quiera conocerme. Y probablemente quiera que lo conozca. Me sentí un poco perdida, como si hubiera muchas cosas que no entendía, así que pensé en las cosas que sí sabía: primero, hay un Creador; en segundo lugar, él me ama (¿cómo podría no hacerlo? Adoro absolutamente a los niños que ayudé a crear); y tercero, debe querer tener una relación con la persona que ama. El primer punto lo supe toda mi vida: por supuesto que hay un Creador.

Los otros dos puntos los sentí como si los acabara de comprender por primera vez a nivel personal. Si alguien me hubiera preguntado antes si pensaba que Dios nos amaba, habría dicho: “Claro que sí”. Pero siempre pensé que nos ama como en una especie de amor generalizado, distante y sin contacto.

Lo que ni siquiera pensé hasta hace poco fue que Dios realmente podría conocerme, individual y personalmente, y considerarme valiosa. Ese era un concepto bastante nuevo para mí. ¿Era siquiera posible? De repente me di cuenta de que podría ser más que un ácaro del polvo.

Entonces hice lo mismo que el amigo de Stephen: Empecé a ir a misa lo más a menudo posible. Le pregunté a mi jefe si podía entrar a trabajar temprano y luego salir para ir a la misa de las ocho. Recuerdo que hizo un comentario sarcástico, algo así como que no quería ser la razón por la que yo fuera al infierno, y luego dijo que podía.

Un día, en la misa dominical, el sacerdote se levantó para pronunciar la homilía y leyó esto:

“Es verdad. Estoy a la puerta de tu corazón, día y noche. Incluso cuando no estás escuchando, incluso cuando dudas que pueda ser yo, estoy ahí. Espero hasta la más mínima señal de tu respuesta, hasta la más mínima invitación susurrada que me permita entrar.

Y quiero que sepas que cada vez que me invitas, vengo, siempre, sin falta. Silencioso e invisible vengo, pero con poder y amor infinitos, y trayendo los muchos dones de mi Espíritu. Vengo con mi misericordia, con mi deseo de perdonaros y sanaros, y con un amor por vosotros más allá de vuestra comprensión, un amor tan grande como el amor que he recibido del Padre. “Como el Padre me ha amado, yo también os he amado…” (Juan 15:9).

Vengo anhelando consolaros y daros fuerzas, para levantaros y vendar todas vuestras heridas. Os traigo mi luz, para disipar vuestras tinieblas y todas vuestras dudas. Vengo con mi poder, para levantarte a ti y a todas tus cargas; con mi gracia, para tocar tu corazón y transformar tu vida; y mi paz te doy para aquietar tu alma.

Te conozco de principio a fin. Sé todo sobre ti. Hasta los cabellos de vuestra cabeza he contado. Nada en tu vida es irrelevante para mí. Te he seguido a través de los años y siempre te he amado, incluso en tus andanzas. Conozco cada uno de tus problemas. Conozco tus necesidades y tus preocupaciones. Y sí, conozco todos tus pecados. Pero os vuelvo a decir que os amo, no por lo que habéis hecho o no; os amo por vosotros, por la belleza y la dignidad que mi Padre os dio al crearos a su propia imagen.

Es una dignidad que a menudo habéis olvidado, una belleza que habéis empañado por el pecado. Pero te amo tal como eres y he derramado mi sangre para recuperarte. Si sólo me lo pides con fe, mi gracia tocará todo lo que necesita cambiar en tu vida y te daré la fuerza para liberarte del pecado y de todo su poder destructivo.

Sé lo que hay en tu corazón. Conozco tu soledad y todas tus heridas: los rechazos, los juicios, las humillaciones; Caminé delante de ti. Y lo cargué todo por ti, para que pudieras compartir mi fuerza y ​​mi victoria. Conozco especialmente tu necesidad de amor, tu sed de ser amado y apreciado. Pero ¡cuántas veces has tenido sed en vano, buscando ese amor egoístamente, esforzándote por llenar el vacío dentro de ti con placeres pasajeros, con el vacío aún mayor del pecado! ¿Tienes sed de amor? “Venid a mí todos los que tenéis sed…” (Juan 7:37). Yo te saciaré y te llenaré. ¿Tienes sed de ser apreciado? Te aprecio más de lo que puedas imaginar, hasta el punto de morir en una cruz por ti.

Tengo sed de ti. Sí, esa es la única manera de comenzar a describir mi amor por ti. Tengo sed de ti. Tengo sed de amarte y de ser amado por ti. Así de preciosa eres para mí. Tengo sed de ti. Ven a mí y llenaré tu corazón y sanaré tus heridas. Os haré una nueva creación y os daré paz, incluso en todas vuestras pruebas. Tengo sed de ti.

¿No os dais cuenta que mi Padre ya tiene un plan perfecto para transformar vuestra vida, a partir de este momento? Confía en mi. Pídeme todos los días que entre y me haga cargo de tu vida, y lo haré. Te prometo ante mi Padre celestial que obraré milagros en tu vida. ¿Por qué haría esto? Porque tengo sed de ti. Lo único que te pido es que te confíes a mí por completo. Yo haré todo el resto”.

Laura Richards y su hijo Stephen se reencontraron y él le ha hecho conocer el amor de Dios – Foto gentileza de Laura Richards

Estas palabras me dejaron atónita. Sentí como si el padre me estuviera hablando directamente. Excepto que no era el sacerdote quien me hablaba, era Jesús mismo. Había estado conmigo toda mi vida. Él sabía todo sobre mí, todas las cosas malas que había hecho, y, sin embargo, me ha amado toda mi vida. ¡Qué alegría hay al saber eso! ¡Qué consuelo! Qué estabilidad saber que tu Creador te ama únicamente porque te creó. No tiene nada que ver con lo que has hecho o no hecho. Él te ama porque eres tú. Y no hay nada que puedas hacer al respecto.

Puedes hacer algunas cosas realmente malas y sin sentido, y al final del día, Jesús estará esperando a la puerta de tu corazón, llamando, esperando que la abras para dejarlo entrar. Es un gran sentimiento, saber que yo no puedo deshacerme de Él. Jesús siempre está con nosotros. Él siempre ha estado con nosotros. ¡Me da la sensación de que tengo el poder de hacer cualquier cosa!

Puedo lograr cualquier cosa porque, incluso en el fracaso, Él me amará. Y no es sólo un amor pasivo, sino activo, que puedo sentir mientras lo busco en la oración y en la Misa. Pero esa es la clave. Está esperándote. Él siempre ha estado esperando que hagas un movimiento. Él ha estado llamando a tu puerta toda tu vida y si quieres tener una relación con Él, tienes que abrir la puerta. Tienes que hablar con Él.

Pensé en cuando era adolescente y me encontré embarazada. Recuerdo haber ido a hacerme ‘la prueba de embarazo gratuita’ y cómo me sentí cuando me dijeron los resultados. Recuerdo sentir el miedo de contárselo a mis padres y contárselo a mi novio y la vergüenza de enfrentarme a sus padres. Recuerdo las dificultades que rodearon el embarazo. Recordé el nacimiento de mi hijo, abrazarlo y luego darlo en adopción. Recordé los sentimientos de dolor y pérdida durante nuestros 23 años separados, y pensé en la alegría abrumadora de nuestro reencuentro.

Miré hacia atrás en mi vida para ver dónde estaba Dios. Cuando era niña, recordaba haber sido tan fiel y no haber tenido dudas. Recuerdo estar sentada en la iglesia con mis padres, hermanos y abuelos. Recuerdo ver la luz de la ventana brillando justo sobre mí y sentir que Dios me miraba directamente. Recuerdo que crecí y me alejé de él y no lo veía por ninguna parte. Me concentré en mi familia y mi carrera y sentí satisfacción con mi esposo y mis hijos, pero no me encontré con Dios.

Entonces, finalmente, alguien me dijo que Jesús me había amado toda mi vida y llegué a creerlo. Me pregunté ¿por qué nadie me había dicho esto antes? Tengo 40 años, por el amor de Dios; Hubiera sido bueno saber esto antes. Seguramente en algún momento de la Misa, o en el colegio, o en casa alguien me podría haber hecho saber esto antes. Cuando le pregunté a mi párroco sobre esto, dijo que me lo habían dicho antes, y probablemente muchas veces.

Entonces me vino a la mente un viejo dicho: “Cuando el alumno está listo, llega el maestro”. No había estado lista, no hasta ahora. Dios tiene un plan; ha tenido uno todo el tiempo. De repente miré hacia atrás, al camino de mi vida, aquel que estaba plagado de colinas locas y puntos muy bajos, con giros y paradas aleatorias, y lo vi por primera vez a través de los ojos de Dios: era una línea recta. Había tenido un plan todo el tiempo. Él estuvo allí cuando yo estaba embarazada y dí en adopción a mi hijo. Y este niño, a quien salvé, regresó y me salvó; todo eso estaba en su plan.

He tenido momentos, varios de ellos en los últimos años, en los que le he suplicado a Dios: ‘¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué un Dios bueno y bondadoso, que me ama tanto como tú, me haría pasar tanto dolor y sufrimiento durante tanto tiempo?’

Recuerdo un caso específico, hace unos años, estando en la iglesia, orando fervientemente con todo mi corazón, orando a través de mi dolor y preguntándole a Dios: ‘¿Por qué me hiciste esto?’ Y preguntándole una y otra vez y esperando con dolor una respuesta. Finalmente llegó su respuesta, como un suspiro: ‘He hecho esto por ti. ¡Mírate! Mira lo fuerte que eres. Mira la persona en la que te has convertido. He hecho esto por ti’.

Una señora de mi iglesia me dijo recientemente: ‘No me gusta ver la cruz sin Cristo en ella, no me parece bien’. Respondí: “Una cosa que aprendí como carmelita es esto: tenemos la cruz sin la figura de Cristo para que podamos ponernos allí arriba. Si queremos compartir la alegría que sólo él puede darnos, tenemos que compartir también su cruz’.

Mi vida ha sido una cruz que me ha llevado hasta donde estoy hoy. Exactamente donde Dios quería que estuviera. Donde él planeó que estuviera. Ahora tengo la dicha de dirigir un grupo de jóvenes. Tengo la alegría de haber bautizado a mis hijos. Tengo la alegría de ser carmelita de la Tercera Orden. Tengo la alegría de contar esta historia a los demás, con la esperanza de ayudarles a ver su camino. Y cuando la gente me da las gracias por enseñar a los niños sobre Jesús o por abrazar el camino carmelita o por cuidar de sus hijos, me siento tonta. No soy yo. Todo lo que hago ahora es vivir el plan que Dios ha establecido para mí. Ahora lo entiendo.

 Laura Richards


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