A Elena Braghin el Señor le mostró que no se iba a casar, se alejó de Dios, se rebeló, buscó novio y ambicionaba siempre subir, pero Dios la convirtió en Medjugorje y ahora es monja

* «Ya hacía dos años que había experimentado la llamada de Dios, pero no había querido responder por considerarme todavía demasiado joven –tenía entonces 22 años–. En esos dos años había intentado ser feliz a mi manera, realizando todos mis sueños. En el plano humano, lo tenía todo: un novio maravilloso, una carrera y proyectos para hacer realidad mis sueños de ser profesora. Sin embargo, no me sentía feliz, me faltaba algo… Y me di cuenta de que el periodo más feliz de mi vida había sido el de los dos años posteriores a mi conversión en Medjugorje, en los que había vivido muy cerca de Dios… ¡Lo que me faltaba para ser feliz era Dios! Y Dios, que no se deja ganar en generosidad, en estos años de vida religiosa me ha dado mucho más de lo que he dejado. Soy realmente feliz y puedo decir que vale la pena dar la vida a Dios»

Camino Católico.-  La Hermana Elena Braghin, SHM, nació en Milán, de una familia católica, pero no excesivamente practicante. De pequeña era «más o menos buena». A los 16 años, experimentó que el Señor le dijo que no se iba a casar, pero no entendía lo que quería decir. Al entrar en la universidad salió todo su carácter rebelde al experimentar la independencia. Le encantaban las fiestas y salir con sus amigos que no eran demasiado buenos. Llegó un momento en que tenía todo: carrera, novio, estudios, etc. Pero aún teniendo todo esto, se daba cuenta de que cuanto más realizaba sus sueños, más ambicionaba subir y subir y siempre estaba descontenta. Explica su testimonio en el programa «Cambio de Agujas» de H.M. Televisión, que se visualiza y escucha en el video, y lo escribe en primera persona en la página web del Hogar de la Madre:

Una niña más o menos buena

Soy la mayor de cuatro hermanos y crecí en una familia católica. En mi infancia y adolescencia, mi madre era practicante. Mi padre era creyente, pero no practicaba. Sin embargo, mis padres se habían puesto de acuerdo para que los hijos no notáramos esa diferencia respecto a la práctica de la fe. De hecho, mi padre siempre nos acompañaba a misa los domingos y fiestas de guardar, aunque él no recibía los sacramentos. Todas las noches rezaban con nosotros y, a veces, nos leían historias de la Biblia. Cuando yo me convertí, a los 19 años, mi padre también empezó su proceso de conversión y ahora es un católico de misa diaria.

Hice la primera comunión y la confirmación en mi colegio, pero no recuerdo nada de la catequesis. No me sabía ni siquiera los mandamientos y los sacramentos. No sé si es porque realmente no me los enseñaron, o bien porque yo no presté mucha atención. Ahora, mirando atrás, me da mucha pena haber recibido estos sacramentos sin ser consciente de lo que recibía y, cuando doy catequesis, digo a los niños y a los jóvenes que no hagan como yo, sino que valoren estos dones de Dios tan grandes e importantes para nuestra salvación.

Podría decir que, hasta los 16 años, yo era una niña más o menos buena. Era estudiosa y obedecía a mis padres, iba a misa con toda la familia los domingos y fiestas de precepto. Sin embargo, Dios “no pintaba nada” en mi vida. Él estaba allí arriba y yo vivía aquí en la tierra. Hacía y decidía lo que yo quería, Él no contaba.

El descubrimiento del “Ave María”

Cuando yo tenía 16 años, en 1987, mi madre oyó hablar de Medjugorje, un lugar de apariciones de la Virgen en la antigua Yugoslavia, y decidió apuntar a toda la familia a una peregrinación en autobús que se organizaba desde mi ciudad, Milán (Italia). Era junio. En el autobús, la gente rezaba muchos rosarios, una oración que yo no conocía para nada y en la que se repite muchas veces el “Ave María”. Al principio me parecía una oración muy aburrida… ¡Siempre repitiendo lo mismo! Pero, como estaba en el autobús y no me podía escapar, repetía las oraciones con la gente de manera mecánica. En un momento dado, de repente, al rezar el “Ave María”, caí en la cuenta de que estaba hablando con mi madre del cielo y sentí todo su cariño maternal hacia mí. Esta sensación de experimentar a la Virgen como madre, y muy cerca de mí, se repitió en los dos meses siguientes cada vez que rezaba el rosario y, por eso, le cogí gusto a esta oración. Esta fue mi primera experiencia de Dios.

Después de aquella peregrinación, mi madre decidió rezar el rosario en familia todas las noches. A mí, al principio no me importaba, porque revivía esa gracia de sentir a la Virgen como madre, pero, a los dos meses, esa sensación desapareció, como suele suceder en la vida espiritual. Dios nos retira los gustos para que no lo busquemos por lo que nos da, sino por lo que Él es, y para que le demostremos que lo amamos también en medio de la sequedad. Yo entonces no sabía esas cosas y, como me aburría al rezar el rosario, intentaba escaquearme con la excusa de que tenía que hacer todavía algunos deberes después de cenar.

No me casaré…

En esa peregrinación también se me cruzó por la mente el pensamiento o, mejor dicho, empecé a tener como una certeza de que no me casaría. Ese pensamiento me extrañó muchísimo, y yo sabía que no podía venir de mí ni de la educación de mis padres, ya que mi madre siempre nos había educado para el matrimonio y para que formásemos una familia. Tanto me extrañó, que se lo comenté al sacerdote que dirigía la peregrinación, pero como él no le dio importancia para nada, pues tampoco yo se la di y seguí mi vida según mis planes y mis gustos. Si él le hubiera dado más importancia y me hubiera animado a hacer oración para ver si eso era de Dios y para saber qué quería decir, quizás me hubiera ahorrado muchos sufrimientos y errores en mi juventud, y me hubiera entregado antes a Dios… ¿Quién sabe? ¡Qué importante es la dirección espiritual desde una temprana edad! Yo entonces no asociaba ese pensamiento a la vocación religiosa, pero más tarde me di cuenta de que esa fue la primera llamada que Dios me hizo a ser solamente suya.

Al volver de la peregrinación, durante un tiempo, hablaba a todas mis amigas del instituto del amor de Dios que yo había descubierto, rezaba e iba a misa todos los domingos.

Ese mismo verano, en el pueblo, empecé a salir con amigos más mayores que yo, comencé también a salir con un chico (la cosa duró lo que duraron las vacaciones, ya que él era de otra ciudad), y eso me cambió mucho. Me sentía ya mayor, y mis intereses y diversiones comenzaron a cambiar. Había descubierto que me encantaban los chicos, aunque yo no me lo tomaba muy en serio y no salía por mucho tiempo, porque lo que más amaba era mi propia libertad. Cuando un chico empezaba a ir más en serio, yo lo dejaba. Ahora me doy cuenta de cuánto mal he hecho, pues pude herirlos en lo más profundo de sus sentimientos al no tomar las cosas en serio y haberles creado falsas ilusiones. Gracias a Dios, en esa época nunca me topé con un chico malo que no me respetara. Con todo esto me olvidé de las cosas religiosas.

Planes de futuro

Cuando empecé la universidad fue cuando más me alejé de Dios, porque comencé a salir con amigos que no eran nada religiosos. No eran tampoco ateos, pero se habían hecho un dios a su medida, sobre todo en temas de moral, como pasa a muchas personas hoy en día. Salía por la noche todos los fines de semana y, aunque mis padres me ponían un horario, siempre llegaba tarde, porque mis amigos podían quedarse hasta mucho después, y a mí me daba vergüenza pedirles que me acompañaran a casa antes. Y allí estaba mi madre esperando a que yo volviera y, cuando llegaba, me echaba siempre una buena regañina… Todos los fines de semana había pelea en casa con mis padres para que me dejaran salir. La situación era muy tensa y cada vez más inaguantable para mí, porque mis padres me parecían demasiado estrictos y anticuados. Me planteé el irme de casa e independizarme, pero… ¿cómo haría para mantenerme? No tenía ninguna carrera y eso dificultaba enormemente el poder encontrar un trabajo… Podría haber intentado entrar en el mundo de la moda (Milán es la capital de la moda), ya que daba la talla, pero mi autoestima y mi dignidad se oponían a la idea de vender mi cuerpo y ser considerada solamente por el exterior. Sabía bien que era un mundo muy corrompido.

Sentí todo el amor que Jesús me tenía

Llegaron las vacaciones de Semana Santa. Mis padres ya no sabían qué hacer conmigo, por lo que me propusieron ir con mi hermano a una peregrinación de jóvenes a Medjugorje. Como la otra opción era ir al pueblo con mi familia, enseguida acepté. La gente de la peregrinación y el sacerdote joven que la dirigía me cayeron muy bien, así que yo iba a donde iban ellos, aunque hacía ya mucho tiempo que yo no me confesaba ni iba a misa.

El Viernes Santo rezamos el Vía Crucis, que allí se hace subiendo una colina, y yo fui con todos. De repente, en un momento dado –no fue por ninguna oración que hiciera el sacerdote ni nada–, sentí todo el amor que Jesús me tenía, hasta el punto de haber muerto por mí en la cruz. Al mismo tiempo, sentía que yo lo estaba crucificando otra vez con la vida que llevaba ahora. Eso me conmovió tan profundamente que empecé a llorar y entendí que tenía que responder con mi amor a ese amor tan grande. No podía quedarme indiferente. ¡Cuántas veces hemos oído en la catequesis que Jesús ha muerto por nosotros en la cruz! ¡Pero qué distinto y fuerte es experimentarlo interiormente! Sentí fuertemente la necesidad de confesarme, cosa que hice enseguida, ya que allí hay muchos sacerdotes disponibles en todos los idiomas.

En esa peregrinación comprendí también que tenía que empezar a ir a misa todos los días y a comulgar para poder vivir. Evidentemente, no se trataba de la vida física, sino de la vida de la gracia. Es más, pude comprobarlo más tarde, cuando volví a dejar la misa y la comunión diarias, pero no quiero adelantar acontecimientos.

Nuevas amistades

Al volver de la peregrinación dejé a todos los amigos que tenía de antes, porque me daba cuenta de que no me ayudarían en mi cambio de vida, sino todo lo contrario. Pues claro, no es que de repente ya no me gustara salir de fiesta y todo eso… El mundo me seguía atrayendo y, por eso, si hubiese seguido en contacto con ellos, me habrían arrastrado otra vez a la vida que llevaba antes y que tanto hería el Corazón de Jesús. Gracias a Dios, el Señor me había dado nuevos amigos en la peregrinación, que vivían su fe. Ellos me invitaron a su grupo de oración, que era de la Renovación Carismática, en su parroquia. A través de estos nuevos amigos conocí a muchos jóvenes católicos practicantes y empecé a salir con ellos, además de rezar e ir a misa en su parroquia los domingos. Los días de diario solía ir a misa en mi parroquia o en mi universidad, que era católica. Más tarde descubrí que en la parroquia donde se reunía mi grupo de oración, había una capilla de adoración perpetua y empecé a ir a misa diaria allí antes de las clases, y luego pasaba a hacer un rato de oración ante el Santísimo. Yo no había visto hasta entonces una exposición del Santísimo y me atraía irresistiblemente. En este grupo de la Renovación aprendí a rezar con el corazón, aprendí los distintos tipos de oración (alabanza, bendición, intercesión, adoración…) y a leer la Biblia después de invocar al Espíritu Santo. Aunque esto me ayudó mucho en los dos años que estuve con ellos, nunca me sentí totalmente identificada con su manera de rezar, pues me gustaba más rezar en silencio delante del Santísimo. Con el tiempo me decepcionaron también un poco los jóvenes, porque yo pensaba haber encontrado en ellos un grupo de verdaderos amigos centrados en Dios, pero, sin embargo, descubrí que, muchas veces, les movían también las razones mundanas: los chicos buscaban novia y las chicas buscaban novio, y esto era motivo de enfrentamientos y envidias. Entonces, decidí dejar ese grupo, pero seguí con mi vida espiritual yo sola: misa, rosario y adoración todos los días. A esa edad, es un gran apoyo tener un grupo, porque en la vida espiritual hay altibajos, y en un grupo nos ayudamos y animamos unos a otros para no cansarnos del esfuerzo que requiere una vida espiritual seria. Al principio, yo seguía bien, pero en los momentos de aridez o durante el tiempo de los exámenes, frecuentemente dejaba la oración y el rosario. No obstante, seguía siendo fiel a la misa diaria y vivía en gracia de Dios.

Con el corazón dividido

En mi tercer año de la carrera de Ciencias Políticas, gané una beca “Erasmus” de 8 meses para ir a Bélgica. En el cuarto año me fui allí para hacer mi tesis de licenciatura sobre un tema de Economía Política de la Unión Europea.

Poco antes de irme a Bélgica, leí dos libros que me ayudaron mucho: “Historia de un alma” (de Sta. Teresita del Niño Jesús) y “El poema del Hombre-Dios” (de María Valtorta). “Historia de un alma” me gustó mucho y me hizo comprender que la vocación religiosa es un privilegio y un don especial, porque el Señor te ama de manera particular y te escoge entre miles de personas para ser toda y solo suya. Al leer ese libro pensé que me gustaría que el Señor me eligiera a mí también. “El poema del Hombre-Dios” lo “devoré” y, llegada al final de la lectura, me di cuenta de que me había enamorado de Jesús.

En esa época tenía un novio muy bueno y religioso, todo iba bien…, sin embargo, empecé a sentir que ese amor humano le estaba quitando algo a Dios. Era como si mi corazón se viera dividido, y eso me dejaba desasosegada. Por eso, decidí consultar a dos buenos sacerdotes que yo conocía, porque empezaba a sospechar que, a lo mejor, eso que sentía era un “síntoma” de vocación. Uno de estos sacerdotes era español, el P. Rafael Alonso Reymundo, fundador del Hogar de la Madre, al que había conocido el año anterior en una peregrinación con mi familia a España, durante la Semana Santa. Le escribí una carta describiéndole lo que me estaba sucediendo interiormente. Y el otro era un sacerdote italiano muy espiritual, conocido por sus dones de discernimiento.

La respuesta de ambos fue muy parecida. Los dos me dijeron que, por lo que yo les había contado, parecía que podría tener vocación y que lo que debía hacer era rezar para ver dónde me quería el Señor. Al recibir esas dos respuestas y ver que coincidían en lo mismo, me asusté, y ya no me hacía tanta ilusión la vocación. Dije al Señor interiormente que yo era todavía demasiado joven y que, además, quería terminar mi carrera.

Vuelta a la mundanidad

Estando así la situación, me fui a la universidad de Lovaina (Bélgica) para hacer mi tesis. A nivel académico fue una experiencia muy enriquecedora y de gran satisfacción, pero a nivel de fe fue un desastre total. Mis nuevos amigos eran muy mundanos. Me invitaban constantemente a salir con ellos por las noches y, obviamente, por la mañana estaba demasiado cansada para levantarme e ir a misa. Tampoco quería oír mucho al Señor, ya que no quería saber nada de mi vocación. Dejé al novio que tenía en Italia y empecé a salir con otros chicos de allí.

Al dejar la misa y la comunión diarias, volví a la vida mundana de antes de mi conversión; al no vivir como Dios quería, empecé a cambiar de manera de pensar –para justificarme de alguna manera– y me convencí de que esa era la vida real, eso era lo que todo el mundo hacía, y que lo religioso era un mundo falso e irreal. Así mantenía tranquila mi conciencia, al menos aparentemente. Pero, en realidad, esa vida tampoco me llenaba, ya que, cuando estaba a solas, me sentía asqueada de todo. Alguna vez incluso llegué a pensar que, si esa era la realidad, no valía la pena vivir. Sin embargo, por fuera, todo era arreglarme, salir de fiesta y pasármelo bien. Así me mantenía ocupada y no pensaba.

Una vez que terminó mi estancia en Bélgica y presenté mi tesis, volví a Milán para realizar los últimos exámenes que me quedaban para finalizar la carrera. Una de mis amigas me presentó a sus nuevos amigos, a los que me uní también yo. Al poco tiempo, uno de ellos me propuso empezar a salir. De primeras no me lo tomé muy en serio, pero luego la cosa se volvió más seria también por mi parte y me enamoré de verdad. Terminé la carrera en abril y gané una beca de un año para hacer un máster en Economía Ambiental en Alemania y Holanda. Luego pensaba hacer el doctorado porque quería ser profesora de universidad.

¡Lo que me faltaba para ser feliz era Dios!

Llegó el verano… Mi familia se iba de peregrinación a Francia y a España. Yo iba también, aunque había dejado toda práctica religiosa desde hacía tiempo.

En Lisieux (Francia) –no sé por qué–, sentí la necesidad de confesarme, y así lo hice. Cuando llegamos a España, las Siervas del Hogar de la Madre nos invitaron (a mis hermanos y a mí) a volver a Italia con una peregrinación de jóvenes del Hogar de la Madre, en vez de volver con la familia. Mis hermanas se apuntaron. Mi hermano no podía, porque tenía exámenes de la universidad en septiembre, y yo enseguida dije que no podía, porque quería volver cuanto antes para ver a mi novio. Estando aún allí lo llamé para quedar, pero… ¡sorpresa! Me dijo que no podíamos vernos porque estaba en la fase contagiosa de una hepatitis “B”. Al venirse abajo mis planes, tenía dos opciones: o volver con mis padres al pueblo para trabajar en la traducción de un libro francés que mi madre me había pedido, o volver con la peregrinación del Hogar… Y, naturalmente, como no me apetecía para nada traducir, opté por esa segunda.

Durante la peregrinación tuve tiempo para reflexionar sobre mi vida. Ya hacía dos años que había experimentado la llamada de Dios, pero no había querido responder por considerarme todavía demasiado joven –tenía entonces 22 años–. En esos dos años había intentado ser feliz a mi manera, realizando todos mis sueños. En el plano humano, lo tenía todo: un novio maravilloso, una carrera y proyectos para hacer realidad mis sueños de ser profesora. Sin embargo, no me sentía feliz, me faltaba algo… Y me di cuenta de que el periodo más feliz de mi vida había sido el de los dos años posteriores a mi conversión en Medjugorje, en los que había vivido muy cerca de Dios… ¡Lo que me faltaba para ser feliz era Dios!

Dios no se deja ganar en generosidad

Yo sabía que si volvía a Dios tenía que enfrentarme con el hecho de que tenía vocación, pero también me daba cuenta de que había intentado ser feliz a mi manera y no lo había logrado. Fue entonces, en esa peregrinación, cuando el Señor me hizo ver con claridad que me quería en las Siervas del Hogar de la Madre. El 24 de agosto de 1995, durante ese viaje, hablé primero con el Padre Rafael y luego con la Madre Ana. Se fijó la fecha de entrada para el 14 de septiembre, día de la Exaltación de la Santa Cruz.

La peregrinación terminó a finales de agosto, y hablé de esta decisión con mis padres y con mi novio. A mis padres no les hizo mucha ilusión, pero, como me conocían y ya tenía 24 años, no se opusieron. Mi novio lo pasó muy mal y, en ese sentido, yo también, porque nos queríamos mucho y la cosa iba en serio. Pero yo sabía que, si me casaba, en los momentos de dificultad que hay en cualquier matrimonio, yo le reprocharía a él que, por su culpa, no había hecho lo que Dios quería de mí. Le haría infeliz y me haría infeliz también a mí misma. Cuando hablé con él sobre esta decisión, me respondió que, si hubiese sido por otro chico, él habría luchado y se habría opuesto; pero que, al ser por Dios, entendía que yo tenía que experimentar y ver si era realmente lo que quería hacer con mi vida –y eso que él no era nada practicante–. Y añadió que, si yo volviera, podría contar siempre con él como amigo, pues quizás ya tendría otra novia para entonces. Ahí fue cuando me di cuenta de que me quería de verdad, que quería mi bien y no solamente el retenerme para él. Eso me hizo todavía más duro dejarlo, pero así tenía que ser, porque no estábamos hechos el uno para el otro.

Fui a España con el corazón roto, pero con la certeza de que era lo que Dios quería para mí, y Dios, que no se deja ganar en generosidad, en estos años de vida religiosa me ha dado mucho más de lo que he dejado. Soy realmente feliz y puedo decir que vale la pena dar la vida a Dios.

  Elena Braghin

 Hna. Elena Mª del Corazón traspasado de Jesús

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