Brian Alexander Jackson, bautizado Presbiteriano, a los 13 años empezó a beber alcohol y a drogarse, pero Dios irrumpió en su vida y hoy se prepara para ser sacerdote

«En la ventanilla del coche pude ver una visión de mí mismo en oscuridad, lo único visible eran los rasgos de mi rostro y una mano estirada hacia una nube blanca, y otra mano saliendo de ella hacia abajo. Las dos manos no se encontraban. Dios me habló claro en ese momento: “Te quedas corto en la gracia de Dios”. Supe allí mismo que si continuaba viviendo del modo que lo estaba haciendo iba a quemarme en el infierno por toda la eternidad»
6 de junio de 2014.- (Brian Alexander Jackson / Eukmamie / Hogar de la Madre / Camino Católico) Aunque bautizado Presbiteriano, el Hno. Brian Alexander Jacksonno vivía su fe de pequeño. A los 13 años comenzó su vida de pecado, primero el alcohol y después el mundo de la droga. Centró su vida en las chicas y el deporte. Pero Dios irrumpió en su vida fuertemente e inesperadamente, y ello le hizo cambiar por completo. Él cuenta cómo pasó de predicador en un autobús a lo que es en la actualidad, un futuro sacerdote católico, tanto en el vídeo entrevistado por H. M. Televisión en el programa «Cambio de agujas» como en el testimonio escrito por él mismo. Esta es su historia:
Fui bautizado en la Iglesia Presbiteriana. Mis padres se divorciaron antes de que yo caminase, pero mi madre, por la gracia de Dios, conoció a un hombre que ahora es mi padrastro, el más joven de diez hermanos en una familia católica de Salt Lake City. Más tarde mi padre se casó con otra mujer que era protestante y para su desconsuelo y el de esta mujer, fui educado en la Iglesia Católica.
La parte católica de mi familia dividida era muy inestable en su vida de fe, tenían muchos altibajos. En una de las cimas de su vida espiritual llegaron a ser los directores seglares de CRHP (Christ Renews His Parish), Cristo Renueva Su Parroquia.
Por la misma época yo tuve mi primera experiencia con el Hogar de la Madre. El retiro al que asistí era sólo para chicos en el campamento de Cherry Lake, en el verano del 2002. Yo tenía trece años por aquel entonces. Muchos de mis recuerdos de esa época eran las citas y trozos de las homilías del P. Colum, Siervo del Hogar de la Madre. Por primera vez en mi vida la confesión fue algo más que hablar con el sacerdote, fue un arrepentimiento y perdón de mis pecados.
Después de escalar la montaña espiritual, mi descenso me llevó más abajo de donde estaba antes, porque cuando un espíritu malo sale trae consigo siete más cuando vuelve y encuentra la casa vacía. Olvidé la formación que había aprendido esa semana en el campamento. Los siguientes años en el Instituto busqué los placeres del mundo, la popularidad, las chicas, drogas, bebida y todo lo que pudiese caer en mis manos para llenar el agujero que no me daba cuenta que sólo podía llenarse con Dios.
Este agujero fue creciendo más y más. Cuando comencé la Universidad seguía queriendo llenarlo pero de la misma manera que crecía el agujero crecían mis pecados. Comencé a beber todos los días y a consumir grandes cantidades los fines de semana hasta el punto de estar borracho de jueves a sábado. Empecé a suspender en la Universidad y me quitaron la beca, contraje deudas y para culminar con todos estos nuevos problemas, me volví hacia el alcohol y las drogas duras, que incluso vendía.
Pero Dios nunca se alejó de mí. Satanás trataba de complacerme con bienes mundanos pero el Señor y Nuestra Madre trataban de rescatarme, quitándome todo, haciendo que me diera de bruces contra el suelo para que al levantar la mirada todo lo que viese fuese a Ellos.
Después de una noche de una fuerte borrachera casi perdí mi trabajo la mañana en la que me lo daban. Me llamó el jefe porque llegaba tarde a un cambio del que ni siquiera me acordaba. Casi sin poder vestirme, con ganas de vomitar, llegué arrastrado a mi trabajo dos horas tarde sólo para ser enviado a casa de nuevo porque estaba enfermo y borracho de la noche anterior. Este día hice el propósito para el nuevo año de dejar cualquier cosa dañina para mi cuerpo. En este momento la decisión que tomé no tenía nada que ver con Dios pero pronto comenzaría la relación.
Tres días antes de Año Nuevo, una noche que salí con mis amigos, Dios de repente entró en mi conciencia. En la ventanilla del coche pude ver una visión de mí mismo en oscuridad, lo único visible eran los rasgos de mi rostro y una mano estirada hacia una nube blanca, y otra mano saliendo de ella hacia abajo. Las dos manos no se encontraban. Dios me habló claro en ese momento: “Te quedas corto en la gracia de Dios”. Supe allí mismo que si continuaba viviendo del modo que lo estaba haciendo iba a quemarme en el infierno por toda la eternidad. Estaba horrorizado pero no se lo dije a nadie y me fui a casa. No volví a pensarlo hasta el 1 de enero cuando de nuevo sentí un pequeño golpecito en mi conciencia que me movió
a cambiar el fondo del escritorio de mi portátil y poner a Jesús clavado en la cruz. Lloré amargamente por mis pecados, estaban todos en mi mente pero yo me hundía en el vasto océano de la misericordia de Dios. Experimentaba la gracia y el dolor al mismo tiempo. Lloré por mi familia, y por lo que yo sabía que estaba produciendo con mi pobre ejemplo. Algún tiempo después mi tristeza cesó, se me quitó un gran peso de encima y me llené de alegría.
Me volví como “loco”. No había momento en el que pudiese estar sin el Espíritu Santo que me pedía que hablase del Señor a las almas. La cumbre de este espíritu evangélico llegó siete días después de mi conversión cuando casi me arrestan por ir “predicando” en un autobús escolar. Como a San Pablo la calma me vino dada por el Espíritu Santo. Pero en este estado de euforia y sin una sólida formación fui arrastrado por la Iglesia Cristiana Evangélica. Me “rebauticé” en su fe y dejé a un lado mi modo católico de vivir.
Me habían “lavado” el cerebro y fue a través de mi hermana de catorce años, Emily, y mi líder de estudio de la Biblia Católica, Keegan, que me convencieron para rezar sobre mi situación. Comencé a asistir a los servicios protestantes y a la Misa Católica todos los domingos. La primera cosa que escuché de la boca de un ministro evangélico fue: “Si no experimentas que ésta es la Iglesia para ti, entonces ve a la que sientes que es tu casa”. Yo allí no me sentía en casa.
Mi casa la encontré en la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica gracias a todas estas cosas y a la lectura del libro titulado: “Jesus shock” por Peter Kreft, que explica la Misa y la verdadera presencia de Cristo en la Eucaristía.
Ahora mi fe me consume y pongo a Cristo y a su bella Iglesia por encima de todo. Actualmente pertenezco al Hogar de la Madre y estoy discerniendo la llamada al sacerdocio. Debo todas estas cosas al Espíritu Santo, y a las gracias derramadas en mí a través de Nuestra Madre, cuyas oraciones constantes me han ayudado a volver a casa.
Brian Alexander Jackson