Christian de Chergé, monje asesinado a su asesino: «Que se nos conceda reencontrarnos en el paraíso»

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Era el prior del monasterio de Nuestra Señora del Atlas, en Tibhirine, Argelia y fue degollado con seis compachristian_de_cherg_1.jpgñeros y escribió este deseo en su testamento espiritual

23 de abril de 2011.- El 26 de marzo de 1996 siete monjes trapenses -cistercienses de la estricta observancia- fueron secuestra­dos de su monasterio de Nuestra Señora del Atlas, en Tibhirine, Argelia. Murieron degollados el 21 de ma­yo. Con ocasión del aniversario, la ciudad de Milán acogió la presentación del volumen «El jardinero de Tibhirine» («Il giardiniere di Tibhirine», Jean-Marie Lassausse con Christophe Henning, Cinisello Balsa­mo, Edizioni San Paolo, 2011). El libro incluye el testamento espiritual (firmado y fechado en Argel el 1 de diciembre de 1993 y en Tibhirine el 1 de enero de 1994; fue abierto el domingo de Pentecostés 25 de mayo de 1996) de uno de los monjes asesinados, entonces prior del monasterio. Ofrecemos el texto íntegro.


(Christian de Chergé / Zenit) Si me sucediera un día -y podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer involu­crar ahora a todos los extranjeros que viven en Argelia, desearía que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida estaba entre­gada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de toda vida no podría permane­cer ajeno a esta partida brutal. Que oraran por mí: ¿cómo podría ser hallado digno de tal ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a tantas otras igualmente violentas, relegadas a la indiferencia del anonimato.

Mi vida no tiene más valor que otra. Tampo­co menos. En cualquier caso, carece de la ino­cencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saberme cómplice del mal que, la­mentablemente, parece prevalecer en el mundo, y también de aquel que podría golpearme ciegamente.

Llegado el momento, querría tener ese ins­tante de lucidez que me permitiera solicitar el perdón de Dios y el de mis hermanos en la hu­manidad, y al mismo tiempo perdonar de todo corazón a quien me hubiera golpeado. No po­dría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. De hecho, no veo cómo podría alegrarme de que este pueblo al que amo fuera acusado indistintamente de mi asesi­nato. Sería un precio demasiado alto para la que, tal vez, llamarán la «gracia del martirio» debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice actuar por fidelidad a lo que él cree que es el islam. Conozco el desprecio con el que se ha llegado a rodear a los argeli­nos globalmente considerados. Conozco igual­mente las caricaturas del islam que alienta cier­to islamismo. Es demasiado fácil tranquilizar la conciencia identificando esta vía religiosa con los integrismos de sus extremistas.  

Argelia y el islam, para mí, son otra cosa: son un cuerpo y un alma. Lo he proclamadobastante, según lo que he reci­bido de ellos concretamente, encontrando ahí con mucha fre­cuencia el hilo conductor del Evangelio que aprendí en las rodillas de mi madre, mi más temprana Iglesia, precisamente en Argelia y, ya entonces, en elrespeto de los creyentes musul­manes. Evidentemente mi muerte parecerá dar la razón alos que me han tratado a la li­gera como ingenuo o idealista: «¡Que diga ahora lo que pien­sa!». Pero aquellos deben saber que por fin se liberará mi cu­riosidad más punzante.

He aquí que, si Dios así lo quiere, podré sumergir mi mira­da en la del Padre, para con­templar con él a sus hijos del islam como él los ve, totalmen­te iluminados por la gloria deCristo, frutos de su pasión, in-vestidos del don del Espíritu,cuyo gozo secreto siempre seráestablecer la comunión y resta­blecer la semejanza, jugandocon las diferencias.

Por esta vida perdida, total­mente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios queparece haberla querido toda en­tera para ese gozo, através y a pesar de to­do.

En este gracias, en el que está todo dicho yade mi vida, ciertamente os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, ami­gos de aquí, junto a mi madre y a mi padre, mis hermanas y mis hermanos, y a los su­yos ¡el céntuplo acor­dado, como se prome­tió!

Y a ti también, amigo del úl­timo instante, que no habrás sa­bido lo que hacías. Sí: también para ti quiero este gracias y este «a-Dios» por ti previsto. Y que se nos conceda reencontrarnos, ladrones felices, en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nues­tro, tuyo y mío. Amén. Insh’allah.

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