Homilía del Evangelio del Domingo de Ramos: En agonía hasta el fin del mundo / Por Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

* «Hay que decir: «Jesús está en la cruz hasta el fin del mundo». Lo está en todos los inocentes que sufren. Está clavado a la cruz en los enfermos graves. Los clavos que le tienen aún cosido a la cruz son las injusticias que se cometen con los pobres. En un campo de concentración nazi se colgó a un hombre. Alguien, señalando a la víctima, preguntó iracundo a un creyente que tenía al lado: «¿Dónde está ahora tu Dios?». «¿No lo ves? -le respondió–. Está ahí, en la horca». En todas las «deposiciones de la cruz» sobresale la figura de José de Ariamatea. Representan a cuantos también hoy desafían el régimen o la opinión pública para acercarse a los condenados, a los excluidos, a los enfermos, y se empeñan en ayudar a alguno de ellos a descender de la cruz. Para alguno de estos «crucificados» de hoy, el «José de Arimatea» designado y esperado bien podría ser yo, o podrías ser tú»

Domingo de Ramos, A

Isaías 50, 4-7;  Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Filipenses 2, 6-11; San Mateo 26,14-27,66

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap. / Camino Católico.- El Domingo de Ramos es la única ocasión, aparte del Viernes Santo, en que se lee el Evangelio de la Pasión de Cristo en el curso de todo el año litúrgico. 

Como no es posible comentar el largo relato por completo, detengámonos en dos de sus momentos: Getsemaní y el Calvario.

De Jesús en el huerto de los olivos está escrito: «Comenzó a sentir tristeza y angustia. Les dijo: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo»». ¡Un Jesús irreconocible! Él, que daba órdenes a los vientos y a los mares y le obedecían, que decía a todos que no tuvieran miedo, ahora es presa de la tristeza y la angustia. ¿Cuál es la causa? Se contiene toda en una palabra, el cáliz. «¡Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz!». El cáliz indica toda la mole de sufrimiento que está apunto de caer sobre Él. Pero no sólo. Indica sobre todo la medida de la justicia divina que los hombres han colmado con sus pecados y transgresiones. Es «el pecado del mundo» que Él tomó sobre sí y que pesa sobre su corazón como una piedra.

El filósofo Pascal dijo: «Cristo está en agonía, en el huerto de los olivos, hasta el fin del mundo. No hay que dejarle solo en todo este tiempo». Agoniza allí donde haya un ser humano que lucha con la tristeza, el pavor, la angustia, en una situación sin salida como Él aquel día. No podemos hacer nada por el Jesús agonizante de entonces, pero podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy. Oímos a diario tragedias que se consuman, a veces en nuestro propio vecindario, en la puerta de enfrente, sin que nadie se percate de nada. ¡Cuántos huertos de los olivos, cuántos Getsemaní en el corazón de nuestras ciudades! No dejemos solos a los que están dentro.

Trasladémonos ahora al Calvario. «Clamó Jesús con fuerte voz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Dando un fuerte grito, expiró». Estoy a punto de decir ahora casi una blasfemia, pero me explicaré enseguida. Jesús en la cruz pasó a ser ateo, el «sin Dios». Hay dos formas de ateísmo. El ateísmo activo, o voluntario, de quien rechaza a Dios, y el ateísmo pasivo, o padecido, de quien es rechazado (o se siente rechazado) por Dios. En uno y en otro existen los «sin Dios». El primero es un ateísmo de culpa, el segundo un ateísmo de pena y de expiación. A esta última categoría pertenece el «ateísmo» de la Madre Teresa de Calcuta, de quien tanto se ha hablado con ocasión de la publicación de sus escritos personales.

En la cruz Jesús expió anticipadamente todo el ateísmo que existe en el mundo. No sólo el de los ateos declarados, sino también el de los ateos prácticos, aquellos que viven «como si Dios no existiera», relegándole al último lugar en la propia vida. «Nuestro» ateísmo, porque, en este sentido, todos somos -quien más, quien menos– ateos, «indiferentes» de Dios. Dios es también hoy un «marginado», marginado de la vida de la mayoría de los hombres.

Igualmente aquí hay que decir: «Jesús está en la cruz hasta el fin del mundo». Lo está en todos los inocentes que sufren. Está clavado a la cruz en los enfermos graves. Los clavos que le tienen aún cosido a la cruz son las injusticias que se cometen con los pobres. En un campo de concentración nazi se colgó a un hombre. Alguien, señalando a la víctima, preguntó iracundo a un creyente que tenía al lado: «¿Dónde está ahora tu Dios?». «¿No lo ves? -le respondió–. Está ahí, en la horca».

En todas las «deposiciones de la cruz» sobresale la figura de José de Ariamatea. Representan a cuantos también hoy desafían el régimen o la opinión pública para acercarse a los condenados, a los excluidos, a los enfermos, y se empeñan en ayudar a alguno de ellos a descender de la cruz. Para alguno de estos «crucificados» de hoy, el «José de Arimatea» designado y esperado bien podría ser yo, o podrías ser tú.

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

Evangelio

En aquel tiempo, el primer día de los ázimos, los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar».

Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo: «Sentaos aquí mientras voy allá a orar». Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres». Y se acercó a los discípulos, y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: «¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil. (…) Mirad, está cerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega». Apareció Judas, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña: «Al que yo bese, ése es: detenedlo». Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo.

Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los letrados y senadores. Buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon: «Éste ha dicho: Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días». El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo: «¿No tienes nada que responder?» Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: desde ahora veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo». Entonces, el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?» Y ellos contestaron: «Es reo de muerte».

Atándolo, lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el Gobernador, que le preguntó: «Eres tú el rey de los judíos?» Jesús respondió: «Tú lo dices». Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los senadores no contestaba nada. Entonces Pilado le preguntó: «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?» Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?» Ellos dijeron: «A Barrabás». Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Contestaron: «¡Qué lo crucifiquen!» Pilato insistió: «¿Qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Qué lo crucifiquen!» Al ver Pilato que todo era inútil, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!» Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Éste es Jesús, el Rey de los judíos». Crucificaron con Él a dos bandidos. Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó: «Elí, Elí, lama sabaktaní» (es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?) Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.

Entonces el velo del templo se rasgó en dos. La tierra tembló… El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios».

Mateo, 26, 14 – 27, 66

Homilía del evangelio del Domingo de Ramos: Contemplar la Pasión: el contraste entre las actitudes del mundo y de Jesús / Por P. José María Prats


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