Comentario del Evangelio del Domingo: «¡Escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor!»/ Por Benedicto XVI

Fiesta de la Presentación del Señor

Malaquías 3, 1-4;  Salmo 23;  Hebreos 2, 14-18; Lucas 2 ,22-40

2 de febrero de 2014.- (Camino Católico)  Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan  al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena evangélica se revela  el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para  cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb10, 5-7). Simeón lo señala como «luz para  alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda  suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos  Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo  Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a  la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación.

Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del  templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus  asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos  y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de  ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos  padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la  nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana,  descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el  cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que  viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio  del Mesías: «Lumen ad revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de  los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con  el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el  Esperado. 

La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega  total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir  en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos  característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita  consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo ii eligió la fiesta de hoy para celebrar  la Jornada anual de la vida consagrada. En este contexto, dirijo un saludo cordial y  agradecido a monseñor João Braz de Aviz, que hace poco nombré prefecto de la

 Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida  apostólica, así como al secretario y a sus colaboradores. Saludo con afecto a los  superiores generales presentes y a todas las personas consagradas. 

Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta. 

El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el  símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María  y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia  relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese  camino, de modo especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la  bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza.  «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no  correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz… Ella es la Esposa  ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos  sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es,  ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión  de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de  los hermanos y para el mundo» (ib., 15).

En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo.  Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de  resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como  salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético,  vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y  las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el  Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de  la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por  Cristo y por los pobres en los que él vive… La verdadera profecía nace de Dios, de la  amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la  historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los  caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante. 

En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo  manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente  a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la  escucha y al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro  buscaré, Señor (Sal 26, 8… La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo  visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él  (cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la  vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf.  Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam  Domine requiram [2008], I). 

Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda  sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de  la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de  Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto,  pobre y obediente, se convierte en «exégesis» viva de la Palabra de Dios. El Espíritu  Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz  nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada  carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida  cristianamarcados por la radicalidad evangélica» (Verbum Domini, 83).

Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada  a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de  la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto  exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro  esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica,  en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida,  que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza,  «esplendor de la verdad». Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la  confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y  el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del  Evangelio».

En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y  las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima  Virgen María:

Oh María, Madre de la Iglesia,

te encomiendo 

toda la vida consagrada,

a fin de que tú le alcances 

la plenitud de la luz divina:

que viva en la escucha

de la Palabra de Dios,

en la humildad del seguimiento

de Jesús, tu hijo y nuestro Señor, 

en la acogida

de la visita del Espíritu Santo,

en la alegría cotidiana del Magníficat,

para que la Iglesia sea edificada

por la santidad de vida

de estos hijos e hijas tuyos,

en el mandamiento del amor. Amén.

Benedicto XVI

Homilía pronunciada en la Basílica Vaticana,

Celebración de las primeras Vísperas,

2 de febrero de 2011

Evangelio

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

Lucas 2,22-40

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