Gustavo Zerbino, sobreviviente del accidente de los Andes: «Dios es amor. En la cordillera conocimos un Dios bondadoso  que estaba contigo, te aceptaba, te acompañaba»

* «En el instante antes que pega (el avión contra la cordillera) me saco el cinturón y me agarro del portaequipaje. Y ahí esperando el último golpe dije: ‘Jesucito, Jesucito, no quiero morir’. Cerré los ojos. Cuando todo pareció que se había detenido -pensé que estaba muerto, porque con un avión que choca a 600 kilómetros por hora nadie puede estar vivo- sentí un estado de conciencia, que había vida después la vida. Y de repente un líquido me corrió por la cara, abrí los ojos y me di cuenta que estaba vivo… Somos personas únicas, irrepetibles e insustituibles. Aprendí que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y que la vida es un milagro y la muerte es un misterio. Tienes que hacer el 99% de lo que está a tu alcance y ese 01 que no vas a poder, Dios te va a ayudar»

Camino Católico. Gustavo Zerbino está feliz y sonriente. Hace poco tiempo, entre el 7 y 8 de septiembre, pudo volver a celebrar la vida con Antonio y León, dos nietos que nacieron con unas 10 horas de diferencia (uno en Uruguay y otro en Argentina).

Es que la vida continuó para Zerbino después de lo sucedido el 13 de octubre de 1972 con un vuelo del avión Fairchild que transportaba a 45 uruguayos, la mayoría integrantes del Old Christians Rugby Club, equipo que iba a disputar un partido amistoso contra All Boys en Chile.

Zerbino es uno de los 16 sobrevivientes de la famosa tragedia en la que el avión de la Fuerza Aérea Uruguaya chocó contra la cordillera (el impacto provocó el corte de las alas y una sección de la cola). Pero con el paso de los días, que finalmente fueron más de 70, para muchos aquel suceso, y lo que logró el grupo reducido que logró salir con vida de aquel «infierno helado», tuvo mucho de odisea.

Entre octubre y diciembre de 2022 se cumplen 50 años de lo que a nivel internacional también se ha conocido como el «Milagro de los Andes». Zerbino vive horas intensas, con llamados de diversos lugares, pues aquel hito de finales del Siglo XX no ha dejado a nadie indiferente alrededor del mundo. A pesar de eso, con horarios apretados y compromisos para participar en un programa de la televisión local, Zerbino le ha abierto las puertas de su casa a Pablo Cesio de Aleteia.

En ese lugar, ubicado en el barrio residencial montevideano de Carrasco y zona en la que también se encuentra el Colegio Stella Maris, es donde Zerbino tiene en la entrada una imagen de la Virgen de Guadalupe que llevó a Montevideo desde la Basílica de Guadalupe tras el estreno en la Ciudad de México en la década del 90 de la película ¡Viven! (1993) dirigida por Frank Marshall.

«Me hija más chica (Zerbino tiene seis hijos), que tiene 16 años, se llama Guadalupe. La he puesto en varias casas que me mudé y la Virgen de Guadalupe la llevaba conmigo», contó Zerbino.

«Herramientas» para la montaña

Gustavo Zerbino junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe en la puerta de su casa en Montevideo, Uruguay / Foto: Cortesía de Gustavo Zerbino

Más allá de esta anécdota, que de alguna manera deja de manifiesto que Zerbino es un hombre que no ha ocultado su fe a lo largo de su vida, es momento de mirar hacia atrás y llegar al origen de todo.

Es ahí donde aparece ese grupo de muchachos, cuyas edades oscilaban cuando sucedió el accidente entre los 19 y 22 años, que tenían una historia en común: la mayoría se conocían desde hacía más de diez años desde que jugaban al rugby bajo la dirección de los Irish Christian Brothers del Colegio Stella Maris.

Fue junto a este grupo de hermanos irlandeses, que llegó a Uruguay en la década del 50 recomendado por el fundador del Movimiento Familiar Cristiano en América Latina, el sacerdote católico argentino de ascendencia irlandesa Pedro Richards, donde se empezó a gestar de alguna manera, tal cual reconoce el propio Zerbino, la «semilla de resiliencia» que le daría a los muchachos uruguayos herramientas físicas y espirituales a la hora de enfrentar lo más cruel de la montaña.

«Nos enseñaron valores especialmente. La lealtad, la amistad, la solidaridad. Ellos eran hermanos, no eran curas. La parte de la Iglesia más formativa la daban en (la parroquia) Stella Maris de Carrasco y (la iglesia) San José de la Montaña, que eran los curas que iban al colegio», expresó Zerbino al momento de recordar la huella que dejaron en su vida los Christian Brothers, quienes también son reconocidos como los impulsores del rugby en Uruguay.

«Nosotros fuimos en la cordillera un equipo y teníamos un solo objetivo que era sobrevivir. Construimos una sociedad solidaria, que los bienes pertenecían a la comunidad. Trabajamos codo con codo como nos habían enseñado los brothers», prosiguió.

«Fue muy importante todo lo que teníamos de antemano. Si hubiera sido un avión de línea hubiera sido muy difícil. Un grupo heterogéneo, desconocido, distintas culturas, distintas religiones. Nosotros vivíamos en el mismo barrio, íbamos al mismo colegio, teníamos los mismos valores, la misma religión y jugábamos al mismo deporte. Un grupo homogéneo», subrayó Zerbino, quien además del vínculo con el Colegio Stella Maris también recibió formación de la mano de los jesuitas en el Colegio Seminario (y hasta fue catequista el colegio montevideano Monseñor Ricardo Isasa, actualmente conocido como San Ignacio).

– Este 13 de octubre se cumple el aniversario 50 de lo que el mundo consideró tragedia, pero también «Milagro de los Andes». Al momento de contar a las nuevas generaciones lo que sucedió con ese grupo de uruguayos, ¿por dónde empieza?

– Hace 50 años que salí de la montaña y no sé exactamente qué pasó. Sé el resultado, pero es es un tema muy complejo, porque no es lineal. Para muchos es una tragedia. Es verdad, porque es una tragedia para todas las familias que perdieron familiares. Para otros es un milagro por los que se salvaron después de 72 días.

Pero para mí es una historia de amor, de solidaridad, amistad y vocación de servicio en donde la energía más grande que existe –para mí- es el amor. Y Dios es amor. En la cordillera Dios estaba presente en la persona que te masajeaba los pies para que no te mueras congelado. Ahí hicimos esa sociedad solidaria que se llama «la sociedad de nieve» donde todas las noches le rezábamos a la Virgen. Le pedíamos fuerzas o le agradecíamos, porque habíamos sobrevivido ese día, aunque de repente había habido un alud y habían muerto 8 personas. Agradecíamos igual a pesar de las cosas malas.

El segundo motivo era porque en la oscuridad de la noche esperábamos que ningún pensamiento negativo nos colonizara la mente. Vivíamos en un lugar que era un infierno. Había abandono, soledad, frío. El mundo nos dio por muertos y tuvimos que asumir que vivir o morir dependía solo de nosotros. Sabíamos que solos no podíamos. Tuvimos que trabajar la humildad, pedir ayuda. Y ponernos al servicio de los que necesitaban algo de ti.

– Hay muchos libros, documentales, testimonios sobre lo que sucedió el 13 de octubre de 1972. Por ejemplo, un libro escrito por otro de los sobrevivientes Fernando («Nando») Parrado llamado «Milagro en los Andes» (2006, Planeta) donde usted aparece mencionado en varias oportunidades. Hay un pasaje increíble que hace referencia al primer impacto del avión con la cordillera. Se indica lo que sintió y lo que usted dijo: «¡Jesús, Jesús, quiero vivir!» ¿Qué recuerda de ese impacto?

– Cuando íbamos volando había una gran incertidumbre, porque era viernes 13. Aquello de no te cases ni te embarques (Zerbino esboza una leve sonrisa a modo de broma, nota del editor). Iban cantando. Como no me sentía cómodo fui a la cabina del piloto a ver cómo estaba eso. Estaban tomando mate de costado. Cuando miro para adelante, las montañas que íbamos pasando arriba, como era un avión turbohélice, tenía que estar a 2.000 metros. De repente se encontró enfrente una montaña que tenía como 3.500, 4.000 metros. El piloto se dio cuenta que algo andaba mal. Me mandó para atrás. Nos hizo poner cinturón y agarró un pozo de aire.

En el instante antes que pega (el avión contra la cordillera) me saco el cinturón y me agarro del portaequipaje. Y ahí esperando el último golpe dije: «Jesucito, Jesucito, no quiero morir». Cerré los ojos. Cuando todo pareció que se había detenido -pensé que estaba muerto, porque con un avión que choca a 600 kilómetros por hora nadie puede estar vivo- sentí un estado de conciencia, que había vida después la vida. Y de repente un líquido me corrió por la cara, abrí los ojos y me di cuenta que estaba vivo.

En los momentos difíciles Jesús siempre es un amigo para mí. Siempre estuvo dispuesto. Lo que pasa es que a veces el que no estaba dispuesto era yo. Muchas veces nos acordamos de Dios en momentos difíciles o para agradecer. Pero mucho tiempo, a veces por soberbia, nos olvidamos que Dios existe. Muchas veces en la montaña le rezaba, le hablaba, me enojaba. También lo puteaba, porque se moría gente increíble. Nos salvamos del avión, después en la radio escuchamos que se suspende la búsqueda. Después una avalancha nos sepultaba y mata a 8 más. El guionista de esta película es terrible, es la realidad.

Restos del avión en la montaña / Foto: Wunabbis-CC BY-SA 4.0

Me acuerdo que la última vez que me enojé mucho fue cuando suspendieron la búsqueda. Yo estaba trepando la montaña a las 6 de la mañana con medidas de nylon, pantalón de tela, una camisa, sin guante, sin lentes, todo congelado. Iba trepando como a las Torres Gemelas, era muy difícil. Y en un momento sentí como que el que estaba caminando era Dios porque era muy difícil. Es como que sentí esa charla que había tenido fuerte, se me había metido ese concepto que yo tenía a Dios. Era distinto, porque el Dios que tenía yo cuando era chico era castigador. Miedo a Dios, te ibas a quemar para siempre en el fuego del infierno. Y todas esas cosas a mí no me parecían.

Nosotros en la cordillera conocimos un Dios bondadoso. A pesar de todo lo que pasaba estaba contigo, te aceptaba, te acompañaba. El Dios nuestro era el amor, la solidaridad, la vocación de servicio. Le mandé una carta al Papa (Francisco respondió y su mensaje ha sido leído este 13 de octubre durante una misa en Montevideo con motivo de los 50 años de la tragedia, nota del editor), le contaba lo que habíamos hecho y cómo hoy la juventud no cree en las instituciones. En las cosas que se cree menos es en los políticos, en los sacerdotes. Y todo eso tenemos que tratar de revertirlo. Dios está adentro de cada uno y en las acciones.

– Fue usted, junto a Roberto Canessa (otro de los sobrevivientes), de los primeros que empezó a atender a los heridos que no habían fallecido durante el impacto, en lavar las heridas. ¿Alguna vez reflexionó acerca de la importancia de ese gesto?

– Siempre tuve una gran vocación de servicio y en la cordillera éramos un equipo de rugby. En el rugby el gordo, el alto, el petiso, el lento, el rápido tiene que cumplir una función. Yo había estudiado medicina tres meses, psicología médica, biología celular y estadística. Y tuve que realizar tareas médicas con Roberto, que tenía también seis meses de anatomía. Carlitos Páez se encargaba de tapear el avión, dirigía el rosario. Los Strauch coordinaban las tareas que planificaba el capitán. Cada uno desempeñaba una función. Saber que en la sociedad tienes que cumplir un rol y ser la mejor versión de ti mismo al servicio de los demás fue lo que hicimos en la cordillera.

A mí me tocó ser el médico, me tocó trepar la montaña, me tocaron muchos roles como a todos. Pero yo no me pregunto jamás por qué hago algo. No pierdo el tiempo ni intelectualizando ni racionalizando. Creo que la vida es mucho más simple y tienes que conectarte con el amor, con lo que sientes. Cuando te equivocas tienes que bajar del orgullo, pedir perdón. Cuando no se puede, pedir ayuda. Y una de las cosas más importantes, que es una de las acciones más escasas, es la gratitud.

Una imagen aérea de los sobrevivientes en 1972 / Foto: @gustavozerbino

Nosotros volvimos con un estado de gracia muy grande de la cordillera. A pesar de lo que pasaba agradecíamos todos los díasY vivíamos en un estado que se llama aceptación. En la mente cuando te peleas con la realidad sufres. Nosotros aprendimos que por más que lloráramos, despotricáramos, íbamos a seguir teniendo frío, hambre. Íbamos a seguir abandonados y nada cambiaba. Ahí entendimos que venimos a la vida para aprender y darnos cuenta. Para discernir lo esencial de lo secundario. Que cada uno en la vida tiene un rol distinto, como los colores de arcoíris. Somos personas únicas, irrepetibles e insustituibles. Aprendí que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y que la vida es un milagro y la muerte es un misterio. Pero el diploma de la vida es la muerte.

La segunda vez que sentí que me iba a morir fue cuando me tapó la avalancha. No me podía mover. Ahí me di cuenta que los que estaban al lado mío estaban muertos, pero se murieron en segundos. Yo seguía vivo, seguía respirando suavecito, fluía un poquito de oxígeno. Tenía una impotencia, me quise mover, no podía. El corazón me empezó a latir a toda velocidad, los pulmones parecían que iban a explotar. En ese momento sentí como una voz dentro de mí que decía: «Tranquilo». Era mi voz interior, que siempre la escuché de chico. Me decía, si vos crees en Dios y él nos trae la vida es como cuando te invitan a cenar. Cuando viene el postre no te envenenan. El postre de la vida es la muerte. Y si nos vamos a morir no debe ser algo desagradable.

Un pacto de amor

– El pacto de comer carne de las personas fallecidas es otro de los sucesos que han impactado al mundo una vez que se conoció que ésa había sido la decisión del grupo para no morir de hambre. ¿Usted fue uno de los que estuvo de acuerdo desde un primer momento? ¿Desde el arranque fue también para usted un símbolo de comunión?

– Una cosa es la realidad, otra la percepción de la realidad y otra cómo la cuentan. Lo que nosotros vivimos, lo vivimos de una manera profunda y real. Estábamos a 4.000 metros de altura y no había comida, nos habían abandonado, nadie nos buscaba. Cuando subimos hasta arriba, en la primera expedición, con lo que decía el piloto, Curicó (zona de Chile, nota del editor), que al otro lado tenía que haber verde, estábamos en el medio de la cordillera. Entonces nos dimos cuenta que para vivir teníamos que caminar, trepar la montaña y tener energía.

Gustavo Nicolich le escribió una carta a la madre, la hermana y a la novia. Él dice ahí: «Desde lo más profundo de nuestro ser le pedimos a Dios para que este día no llegara y ha llegado. Tenemos que aceptarlo con valor y fe, porque si los cuerpos están ahí es porque Dios los puso». Y después dice: «Si mañana llega el día en que yo pueda ayudar a mis amigos con mi cuerpo, lo haría con mucha alegría». Tenía 19 años.

Gustavo Zerbino junto a un sacerdote en el lugar del accidente a donde volvió en marzo de 2022

Nosotros hicimos un pacto de amor, de dar el cuerpo como cuenta Nicolich. Él donó su cuerpo y al otro día estaba muerto. Es muy fuerte el sentimiento, hubo que vencer un tabú psicológico, fisiológico, religioso y cultural.

Una cosa es decidirlo y después muy difícil es hacerlo. Físicamente, no teníamos nada, ni cuchillo. Un cordero en el freezer lo pongo acá y no se puede mover porque es como una estatua de mármol. Y lo otro, hacer esa acción. Ahora, al otro día que lo hicimos fue el hecho más normal.

Cuando salimos, primero la Fuerza Aérea, los médicos del hospital y la Iglesia nos quisieron proteger, contener y nos dijeron que no hacía falta contar nada. Pero no entendíamos por qué no podíamos contar algo que no nos avergonzaba. Nosotros nos sentíamos orgullosos de la decisión.

Yo traje la carta de Gustavo Nicolás para su madre, su hermana y su novia. Él me pidió que lo haga. No nos importaba en la cordillera lo que opinara nadie. Básicamente nos aceptaron muy bien. Estuve un mes llevando día por día, casa por casa, el reloj, el rosario, la medalla, máquinas de foto, un pantalón, una camisa, el saco con el escudo para contarle a cada madre cómo había muerto su chico. Yo me había comprometido personalmente a hacerlo. Y lo hice con mucho orgullo para honrar la palabra. También fue muy desgastador para mí tener que repetir eso todos los días con personas que te preguntaban, se quebraban.

Yo estoy vivo gracias a mis amigos que murieron. Podría haber sido ser al revés. Cuando nosotros volvimos, volvieron todos ellos, porque para esas madres se acabó la incertidumbre. Tenían la certeza de que su hijo murió, cuándo murió y pudieron atravesar el duelo. Un hijo mío de 6 años dijo, cuando le preguntaron cómo sobrevivieron, que «estaban tan débiles, tan débiles que para trepar la montaña le pidieron prestados los músculos a sus amigos muertos».

– Hay otra actitud que ha sido valorada, que se ha desprendido de la historia de ustedes, que fue la de enterarse que la búsqueda había sido suspendida, que eran ustedes los que tenían que buscar la salida de alguna manera. Esa actitud, la de ponerse en camino, no exenta de fracasos, tiene mucho de evangélica y hasta el papa Francisco suele usar esa expresión que hace referencia a avanzar, no quedarse…

– Lo importante en la vida no es lo que te pasa, sino lo que haces con las cosas que te pasan. Que transformes los problemas en oportunidades. Nosotros en la cordillera aprendimos que lo único que produce resultado en la vida son las acciones. Y nuestra historia es una historia de fracasos, de errores. Pero aprendimos que el fracaso y el error no existen. Existe el aprendizaje. Por eso el Papa dice que no tengan miedo, que se animen a vivir, a equivocarse y -por ensayo y error- vayan corrigiendo. Lo peor para mí es el pecado de omisión, no hacer nada por miedo. Si nosotros no hubiéramos hecho nada por miedo estaríamos muertos.

– Diversos relatos dan cuenta que hubo varias expediciones antes de la definitiva y el rescate. En una de ellas también usted es protagonista, pero sin éxito. La de diciembre, ya cerca de Navidad, que duró unos 10 días, se conoce desde el punto de vista de quienes fueron a caminar (entre ellos Parrado y Canessa). ¿Cómo fue esa espera?

– Personalmente nunca esperé nada. Vivo la vida preparado para lo peor y esperando siempre lo mejor. Confiaba en Parrado y Canessa que se habían preparado, llevaban mochilas, sobres de dormir, guantes, lentes, bastones. Sabía -no lo dijimos a nadie cuando bajamos (de la montaña) la primera expedición- todos los kilómetros que había para que no se depriman. Pero confiábamos que iban a hacer todo lo posible. Paralelamente, durante los 10 días que ellos no estaban yo me empecé a entrenar. Hacía abdominales, con los asientos del avión y los cinturones hacía como un trineo. Caminaba para tener cuádriceps para trepar la montaña. Gracias a Dios Parrado y Canessa llegaron. Yo no pensaba. Todos los días me tenía que levantar, trabajar, curar a gente. Teníamos que buscar de algún cuerpo para darle comer a la gente. Si había sol, había que empezar a hacer lentes, guantes.

– El 22 de diciembre de 1972 llegó el gran día, el rescate. Sucedió a poco de la Navidad. Me imagino que la Navidad desde ese momento la vive de manera especial…

Fernando Parrado y Roberto Canessa junto al arriero Sergio Catalán, quien les encontrara perdidos en las montañas de los Andes

– Cuando aparecimos, Canessa dijo: «Nos engañábamos con la ilusión de pasar Navidad todos juntos afuera, en la cordillera». Pero la diferencia que hay entre un sueño y un plan, que el plan tiene día y hora. Nosotros planificamos para salir de la montaña y después fuimos ejecutando paso a paso. Y la Navidad la pasamos afuera, porque nos engañamos con la ilusión. Cuando uno pierde la ilusión y la esperanza está muerto. Hay un dicho que dice que mientras que hay vida hay esperanza. Y no es así. Mientras que hay esperanza hay vida. Hay mucha gente que está viva sin esperanza, ilusión. Están muertos en vida. Hay que estar vivos, pero con la actitud de la esperanza. Es una de las cosas que dice el Papa, que seamos comunicadores de la esperanza. Y acortar la distancia para que todos podamos vivir en comunidad y en armonía.

–Sergio Catalán, el arriero chileno, es otro de los protagonistas de esta historia. Fue él quien salió a buscar a los rescatistas una vez que pudo intercambiar mensaje con Parrado a través de un río. Falleció un 11 de febrero de 2020, día de la Virgen de Lourdes. Ustedes lo han visto en varias oportunidades, lo han podido visitar luego del accidente. Una de las primeras cosas que dijo fue que no se le agradeciera a él, sino a Dios. ¿qué lugar ocupa en su corazón ese hombre?

– El arriero para mí es un padre. Durante muchos años, cuando jugamos la Copa de la amistad, venía a Uruguay. Cuando íbamos a Chile, él, su mujer, sus hijos participaban de la Copa de Amistad. Cuando cumplió 90 años fui a caballo, crucé los Andes durante 10 días a saludarlo. Y cuando murió me tomé un avión y fue a despedirlo. Fui a saludar a su familia. Él representa la solidaridad y la vocación de servicio.

Si el arriero Sergio Catalán, con 40 años, no hubiera cumplido con esa voz interior que le hizo abandonar toda su riqueza, el ganado que había traído arriando desde abajo durante dos días y medio en casi 100 kilómetros… Hizo 160 kilómetros a caballo para avisar que encontró a dos personas que nunca vio. Dejó su riqueza y a 3 hijos. Cuando leyó la carta de Parrado, que apenas sabía leer, vio que decía avión y uruguayos, fue a avisar. Si él no iba, nosotros estábamos muertos. La vida es un milagro y la muerte es un misterioTienes que hacer el 99% de lo que está a tu alcance y ese 01 que no vas a poder, Dios te va a ayudar.

El mensaje a Catalán Foto: Mevrob-(CC BY-SA 3.0)

El arriero, por ejemplo. Te manda a alguien que está ahí, pero esa persona debe estar dispuesta a ser parte de la solución. Si el arriero que llegó hubiera practicado la indiferencia no hubiera pasado. El pestillo está de lado de adentro de la puerta del corazón. Uno es el que tiene que abrir su corazón y cuando abres el corazón estás en armonía, entras a vivir la compasión, a reír con el que ríe, llorar con el que llora.

Hay que acortar la distancia de la mente al corazón. Por eso Jesús te da el corazón en la mano. La mente tiene que estar al servicio de Dios, al servicio tuyo. Por eso creo que Dios es amor y que el arriero cumplió con esa voz interior de solidaridad, de vocación de servicio. Y esa es la cadena de favores donde hay una cantidad de gente que tiene que cumplir con ese milímetro. Entonces nos vamos alineando y finalmente se obtiene el resultado. Eso es para mí el milagro.

Zerbino junto al arriero Sergio Catalán / Foto: Cortesía Gustavo Zerbino

– La vida continuó y nuevas montañas se presentaron de ahí en más. Una de las más recientes, la pandemia del coronavirus. El mundo parece estar saliendo de esa crisis, pero al mismo tiempo sigue inmerso en otras locuras como la guerra. ¿Qué mensaje tiene para decirle al hombre de hoy, 50 años después de lo que sucedió en Chile, desde el lugar de uno de los protagonistas de una de las historias más cargadas de épica y humanidad del siglo pasado?

– Los seres humanos podemos elegir dos cosas: ser parte del problema o de la solución. Si quieres ser parte del problema vas a buscar todo lo negativo, juzgar, criticar. Creo que el mundo llegó a una eficiencia tan grande de la autodestrucción que si se aprieta el botón no queda nadie. Entonces ahí tienes que replantearte. La Madre Teresa de Calcuta decía: «No combatas que te debilitas, defiende que te fortaleces». No es la escalada de quién es más fuerte, quién tiene razón. Es al revés.

Hay que buscar, primero, escuchar a la otra parte. Y tratar de buscar el punto de encuentro entre las dos posiciones. Pero no lo que yo quiero: lo que todos necesitamos. Ahí es cuando el yo se transforma en nosotros. Cuando el yo se transforma en nosotros es cuando el inconsciente colectivo, a través del corazón de la gente, puede ser parte de la solución.

Hoy el mundo se pelea por el derecho de autor y toman al pueblo de rehén. La gente está aburrida de escuchar y después que no se cumpla. En la cordillera éramos todos iguales, la sociedad era solidaria. Los objetivos eran comunes. Y hoy hay que buscar objetivos comunes. Los objetivos tienen que ser la convivencia, ser felices, lograr vivir en armonía.

Hoy en el mundo tenemos que entender el respeto, la disciplina, la separación de poderes. En Uruguay la Iglesia está separada del Estado. Creo que está bien. Pero también tiene que haber libertad de cultos, que puedas poner la imagen de la Virgen en la Rambla (una antigua polémica que hay en Montevideo entre la Iglesia y el gobierno departamental en el intento de poner una figura de la Virgen en una zona costanera y donde suele realizarse un rosario cada mes de enero por las familias, nota del editor). El Estado no tiene que tener una religión única, porque si no estaríamos en un totalitarismo religioso.

Hay que buscar un punto medio de que haya liderazgos con objetivos comunes. Creo -soy optimista- que el hombre ya no puede seguir este camino de que la grieta sea cada vez más grande. Por eso soy admirador de la Madre Teresa, quien también dijo: «Si me invitan a una marcha contra el aborto no voy, pero si me invitan a marchar a favor de la vida voy». Hay que estar a favor del valor, no puedes combatir el odio con odio. Lo tienes que disolver con amor, empatía, tolerancia, paciencia. Y con mucha alegría, pues la sonrisa es algo que hace falta, que la gente disfrute. Y es estando presente.


Actualmente, Zerbino con 69 años se muestra contento y agradecido. Pues además de sus hijos y nietos disfruta también de la presencia de su madre, que tiene 100 años (tenía 50 años cuando se estrelló el avión en la cordillera).

Una imagen de Zerbino junto a su madre / Foto: Cortesía Gustavo

«La vida continúa», insistió, además de recordar que hay muchas cosas lindas que se han generado después de la tragedia. Por ejemplo, la Biblioteca Nuestros Hijos, una iniciativa de madres que perdieron a sus hijos en la montaña y que sirvió para sublimar el dolor sirviendo a otros hijos.

«El legado de los Andes es lo más importante, no lo que vivimos. Porque cordilleras tiene todo el mundo», asegura Zerbino.


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