Javier García Valcárcel era director de hotel y su encuentro con Dios lo llevó a optar con su familia por los «hermanos desechados» y sin hogar, a los que acoge y recupera

*  «Hay corazones que no pueden soportar que los rechacen cuando fallan. Debe haber un lugar donde se permitan las caídas y trabajar con ellas. Y se ilumine el entendimiento con la Palabra del Señor. Necesitan una espalda a la que golpear para salvarse. La única forma de decir que Dios es amor es poniendo la espalda para que vean cómo se puede perdonar tanto. Hay vidas que necesitan gratuidad hasta el aburrimiento»

Camino Católico.-  El día que el hotel Eme de cinco estrellas que dirigía –uno de los más lujosos de Sevilla– consiguió una estrella Michelín, Javier García Valcárcel (Sevilla, 1970) estaba recogiendo de la calle a José, hijo de una prostituta al que todos llamaban don Simón. Mientras su teléfono no paraba de recibir llamadas y mensajes de felicitación, él lo subía a su coche, lo cargaba desde el garaje hasta su casa y lo lavaba en su baño. Cuando Javier echa la mirada atrás –han pasado diez años– sigue viendo la mano de Dios en todo aquello, que le indicó por «dónde estaba su Reino» cuenta a Alfa y Omega. La de José es una de tantas historias que ha vivido Javier –laico de la archidiócesis de Sevilla y padre de familia–, de tantos Cristos que ha tocado en la última década, después de un encuentro «muy fuerte con Dios en el Camino de Santiago. Subiendo la Cruz de Hierro, todavía en León, me quedé vacío», explicaba en 2009 al Diario de Sevilla. De esa experiencia surgió una llamada a servir a las personas de la calle, a convertirse en un buen samaritano de hoy, como propone el Papa en la Fratelli tutti.

Empezó atendiendo a Nigerianos en los semáforos de Sevilla

Primero fueron los nigerianos que reparten pañuelos en los semáforos de Sevilla, a los que estuvo llevando el desayuno todas las mañanas durante un período de desempleo. Se bautizaron ocho. En 2009 contaba como comenzó la atención a los nigerianos:

«Un día alguien tocó el cristal de mi coche. Tenía tiempo, hacía bastante frío. Hablé con el prior de los claretianos, compré unos termos y empecé a llevarles café, pero no les gusta el café, prefieren el chocolate que no esté muy dulce. Con cruasanes, que prefieren a las magdalenas. Iba en bicicleta de Los Bermejales a Los Remedios y veía a veinticinco africanos, la mayoría nigerianos. Los senegaleses se dedican al top-manta. Vienen sin nada y a través de los cristales de los coches muchas veces ven sufrir a las personas a las que quieren emular. Los ven llorar, sufrir, hasta pelearse.

Javier García Valcárcel en 2009 cuando dirigía un hotel de cinco estrellas en Sevilla y empezó a ayudar a personas después de su conversión 7 Foto: Diario de Sevilla

Nosotros tenemos el rol de fuertes, pero los fuertes son ellos. Mucha gente no sabe que la mayoría llegaron en pateras y no saben nadar. Las mismas manos trémulas apoyadas sobre el quicio de las pateras son las que utilizan para pintar unos cuadros que en Navidad van a vender por cinco euros. Ellos no vienen a conocer monumentos, vienen a mandar dinero a África. Son los nuevos esclavos. Sufren la presión por debajo de sus familias, para las que tener un hijo en Europa es como aquí tenerlo en Cambridge, y por encima de la sociedad occidental. La mayoría hablan broken english, inglés roto. En los semáforos hay gente que habla inglés, alemán, francés. Hay licenciados, técnicos de montaje, cristaleros. Ellos quieren trabajar, pero están de manera ilegal. No verás a ninguno mendigando. Ni drogados o alcoholizados. La mayoría viven hacinados en pisos de la Macarena, de Las Tres Mil, algunos en Pedro Salvador, pagan 150 euros de alquiler por una habitación compartida».

«Con personas de la calle, encuentros muy íntimos con Jesucristo»

Más tarde –cuando ya dirigía el hotel– comenzó a recoger a personas de la calle y a llevarlas a su propia casa, personas que parecían «despojos», «hermanos desechados», con los que ha tenido, reconoce, «encuentros muy íntimos con Jesucristo».

Desde entonces, lo único que no ha cambiado en su vida es la cercanía a los que sufren. Cambió de trabajo, tras ser despedido del hotel, y se puso detrás de la barra de un bar –se lo ofrecieron sus exjefes a través del que empleaba a los nigerianos y conseguía su regularización. Cambió de vivienda, pues se fue a vivir a una casa de espiritualidad de un movimiento eclesial, cuya gestión le confiaron tras haber realizado un plan de viabilidad. Aumentó la familia, con el nacimiento de Julia Benedicta y Sofía María, con síndrome de Down, fruto de su matrimonio con Julia.

En todo este tiempo, por su piso y por la casa de espiritualidad han pasado más de 30 personas. Como Álex, hijo de un norteamericano y una española, un joven que escuchó el grito de su madre cuando esta se arrojaba al vacío desde una torre en Estados Unidos y que acabó en las fauces de la droga: «Hoy se ha sacado un grado superior de FP, está estudiando oposiciones y se ha reconciliado con su abuela». O Paolo, un italiano que llevaba más de diez años desaparecido, con esquizofrenia paranoide, que llegó «sucio y oliendo mal» y que ahora es otra persona. O María, con problemas de alcoholismo, que ha tenido una gran evolución gracias a las niñas y no consume desde hace siete meses. También Rafael, Ana, Stefan…

Las personas que acoge suelen tener la voluntad anulada, heridas profundas por cuestiones como el abandono familiar y, en su gran mayoría, adicciones. Vidas que no encuentran lugares donde sanarse porque son incapaces de cumplir las exigencias. «Hay corazones que no pueden soportar que los rechacen cuando fallan. Debe haber un lugar donde se permitan las caídas y trabajar con ellas. Y se ilumine el entendimiento con la Palabra del Señor», explica Javier.

Su acogida se basa en la gratuidad y en el nivel de exigencia bajo. Todo ello iluminado por la oración. En su opinión, estos hombres y mujeres «necesitan una espalda a la que golpear para salvarse». Y añade: «La única forma de decir que Dios es amor es poniendo la espalda para que vean cómo se puede perdonar tanto. Hay vidas que necesitan gratuidad hasta el aburrimiento».

Javier García Valcárcel, en el centro, junto a María y Rafael, a quienes acoge en su casa / Foto cedida por Javier García Valcárcel

De siete a 17

Toda esta experiencia se ha intensificado en los últimos meses, con el coronavirus. Antes de que se decretase el confinamiento, Javier y su familia tenían acogidas a siete personas. Luego llegarían más a través de Cáritas, un sacerdote o los propios «hermanos acogidos». Así hasta 17. Con el bar cerrado para siempre por la pandemia, principal fuente de ingresos, lo único que entraba en la casa era lo que Javier y Julia recibían en concepto de ayuda del autónomo. Recibieron «guiños del Señor» y experimentaron su providencia. Llegaron ayudas económicas del movimiento Emaús, que lo había llamado en alguna ocasión para charlas, de sacerdotes, de los padres de los chicos…

Para ellos,  el confinamiento «un regalo de Dios; un momento duro, pero bonito». Cada día, Javier convocaba a todos, creyentes o no, a que se pusiesen delante de Dios a las 23:00 horas para dar gracias: «Ha habido muchos llantos y desconsuelos y han escrito oraciones preciosas para no tener contacto con la fe. No hemos visto frutos de conversión, pero sí semillas», añade.

En estos momentos, el futuro «está en manos de Dios». La propiedad y el propio Javier entendieron que la casa estaba pensada para retiros espirituales y no para la acogida y, por ello, han reubicado a todos los acogidos excepto a cuatro, que siguen viviendo allí. «Estamos esperando a ver lo que quiere el Señor. Puede ser ir a otra casa. De hecho, nos van a enseñar una hacienda. Estamos expectantes y esperanzados», concluye.


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