Homilía del evangelio del Domingo: Dios es comunión de tres personas en la que cada una vive entregada a las demás / Por P. José María Prats

* «La tradición de la Iglesia desde San Agustín ha contemplado a la familia humana –esposo, esposa e hijos– como un reflejo o icono de la Santísima Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo–. Las familias, por tanto, viven en la verdad y en paz en la medida en que cada uno de sus miembros, imitando el ejemplo de las tres personas divinas, se olvida de sí mismo y vive al servicio de los demás»

La Santísima Trinidad – Ciclo A:

Exodo, 34, 4b-6.8-9 / Daniel 3, 52-56  /  2 Corintios 13, 11-13 / Juan 3, 16-18

P. José María Prats / Camino Católico.- Durante la Semana Santa y el Tiempo Pascual que concluimos el domingo pasado, hemos celebrado los misterios centrales de nuestra fe: la muerte, resurrección y ascensión del Señor y el envío del Espíritu Santo. En ellos Dios se ha revelado plenamente, dándonos a conocer su identidad profunda y su designio salvador.

Lo primero que hemos aprendido es que Dios es comunión, familia. Como proclamó el Concilio VI de Toledo en el año 638, Dios es «uno solo, pero no solitario». La única esencia divina se realiza dinámicamente en la relación de tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El Padre es el origen de todo y su identidad consiste precisamente en eso, en ser Padre, es decir, en entregarse por completo al Hijo. El Hijo, a su vez, acoge el don del Padre y responde a él con la entrega total de sí mismo. Y el Espíritu Santo es el don mismo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Como dice San Agustín, el Padre es el Amante, el Hijo, el Amado y el Espíritu Santo, el Amor entre ambos.

Del misterio de Dios es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos, pero se nos ha revelado lo fundamental: que Dios es comunión de tres personas en la que cada una no vive para sí misma sino entregada por completo a las demás, y por eso San Juan dice que «Dios es amor».

Y esta es una noticia maravillosa porque nos asegura que en la raíz de todo está el amor. En el plano físico, los científicos especulan sobre el origen del universo en una gran explosión, sobre su destino en permanente expansión y sobre su constitución por quarks y leptones. En el plano metafísico –el del sentido del ser– sabemos por la revelación que en el origen, el destino y el fundamento de todo se encuentra el amor.

A menudo la Trinidad es vista como un misterio lejano y ajeno a nuestra vida, que hay que dejar a la especulación de los teólogos. Y en realidad es todo lo contrario: es un misterio cercanísimo y clave para entender y vivir nuestra condición humana, pues si Dios es amor y hemos sido creados a su imagen y semejanza, el amor debe ser el principio rector de nuestra vida.

La Trinidad ilumina también extraordinariamente el sentido de la sexualidad humana: Dios nos ha creado como hombres y mujeres –es decir, como seres que se complementan física, psicológica y espiritualmente–para impulsarnos a salir de nosotros mismos y formar una comunión de personas en el amor en la que se realice nuestra condición de imágenes del Dios Uno y Trino. De hecho, la tradición de la Iglesia desde San Agustín ha contemplado a la familia humana –esposo, esposa e hijos– como un reflejo o icono de la Santísima Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo–. Las familias, por tanto, viven en la verdad y en paz en la medida en que cada uno de sus miembros, imitando el ejemplo de las tres personas divinas, se olvida de sí mismo y vive al servicio de los demás.

Pero lo verdaderamente extraordinario en los designios de Dios es que no sólo nos ha creado a su imagen, sino que nos ha invitado a integrarnos en su vida trinitaria. Lo hemos escuchado en el evangelio de hoy: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Es decir, Dios nos ha entregado a su Hijo para que, al acogerlo en la fe, nos unamos a Él como miembros de su Cuerpo y nos integremos así en la vida trinitaria como hijos adoptivos del Padre y templos del Espíritu Santo. Es lo que revivimos cada vez que celebramos la Eucaristía. En ella el Padre nos entrega al Hijo, que por la acción del Espíritu Santo se hace físicamente presente bajo las especies del pan y del vino. Y acogiendo al Hijo por la obediencia a su palabra y la comunión con su Cuerpo y con su Sangre, nos unimos a Él para participar de su entrega al Padre en el Espíritu: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».

P. José María Prats

Evangelio:

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

Juan 3, 16-18

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