La humildad en los Padres del Desierto / Por P. José María Prats

* «Un hermano preguntó a un anciano: “¿En qué consiste el progreso de un hombre?” Y el anciano le respondió: “En la humildad: cuanto más se abaja un hombre más se eleva a la perfección”»

* «Dijo abba Antonio: “Vi todas las redes del enemigo desplegadas sobre la tierra y pregunté gimiendo: ¿quién puede pasar a través de estas trampas? Entonces escuché una voz que me respondía: la humildad”»

16 de marzo de 2015.- (P. José María Prats / Camino Católico) A lo largo de toda la vida, pero muy especialmente en este tiempo de Cuaresma, se nos invita a participar de la humillación de Cristo para participar también de su exaltación. Éste es, de hecho, el principio fundamental de la vida espiritual: «todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14). Si queremos ser liberados del poder del Maligno y vivir en la libertad, la paz y el poder del Espíritu tenemos que descender con Cristo a los abismos.

Y descendemos a los abismos cuando reconocemos existencialmente nuestra verdad: nuestra indigencia, nuestra condición caída y necesitada de salvación, nuestra dependencia absoluta de Dios. Paradójicamente, y como proclaman los salmos, sólo desde este abismo podemos entrar en comunión y experimentar la cercanía del otro abismo: «una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Sal 42,8); «desde lo hondo a ti grito, Señor» (Sal 130,1).

De ahí la importancia de la humildad en la vida espiritual: es, sencillamente, el único camino hacia Dios. Así lo reconocen los Padres del Desierto:

«Un hermano preguntó a un anciano: “¿En qué consiste el progreso de un hombre?” Y el anciano le respondió: “En la humildad: cuanto más se abaja un hombre más se eleva a la perfección”.»

«Dijo abba Poimén: “El hombre, lo mismo que aspira y expele el aliento, debe respirar continuamente la humildad y el temor de Dios”.»

Los Padres del Desierto, expertos en la lucha contra los demonios, insisten en que la humildad es el arma decisiva para vencerlos:

«Dijo abba Antonio: “Vi todas las redes del enemigo desplegadas sobre la tierra y pregunté gimiendo: ¿quién puede pasar a través de estas trampas? Entonces escuché una voz que me respondía: la humildad”.»

«Un día, cuando el abad Macario volvía del pantano a su celda llevando hojas de palmera, salió a su encuentro el diablo e intentó herirlo con una guadaña, pero no pudo. Y entonces le dijo: “Macario, sufro mucho por tu causa, porque no te puedo vencer. Hago todo lo que tú haces: tú ayunas y yo no como, tú velas y yo no duermo nunca. Sólo hay una cosa en la que me superas”. “¿Cuál es?”, le preguntó Macario. Y el demonio le respondió: “Tu humildad: por su causa no puedo nada contra ti”.»

Lo sabemos por experiencia: el Maligno triunfa excitando y amplificando las heridas de nuestro amor propio y a partir de nimiedades como el “no me ha invitado”, “me ha ninguneado” o “quién se habrá creído que es” es capaz de levantar odios y barreras infranqueables entre nosotros. La humildad, en cambio, lo deja completamente desarmado. He aquí un bello ejemplo narrado por los Padres del Desierto:

«Dos monjes, hermanos carnales, vivían juntos, pero el diablo quería separarlos. Un día, el más joven encendió una vela y la colocó sobre un candelabro. El demonio hizo su trabajo y volcó el candelabro; el hermano mayor montó en cólera y golpeó a su hermano. Pero éste se inclinó ante él y le dijo: “Ten paciencia conmigo que ya la voy a encender de nuevo”. Y el poder del Señor bajó y atormentó al demonio hasta la mañana siguiente.»

Pero, ¿cómo se llega a poseer este don precioso de la humildad? Aceptando, con la ayuda de la gracia, la humillación con amor, sabiendo que en ella nos unimos íntimamente a Jesucristo.

«El abba Moisés dijo al hermano Zacarías: “¿Dime qué debo hacer”. Al oírle, se echó a sus pies y le dijo: “¿Es a mí a quien interrogas, Padre?”. El anciano le contestó: “Créeme, Zacarías, hijo mío, he visto que descendía sobre ti el Espíritu Santo y esto es lo que me impulsa a preguntarte”. Entonces, Zacarías se quitó el capuchón, lo puso bajo sus pies y lo pisoteó diciendo: “el hombre que no se deja tratar de este modo no puede convertirse en monje”.»

«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4).

P. José María Prats 

 

 

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