Homilía del Evangelio del Domingo del Corpus: Los dos cuerpos de Cristo / Por Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap.

* «No podemos tener verdadera comunión con Cristo si estamos divididos entre nosotros, nos odiamos, no estamos dispuestos a reconciliarnos. Si has ofendido a tu hermano, decía san Agustín, si has cometido una injusticia contra él, y después vas a recibir la comunión como si nada hubiera pasado, tal vez lleno de fervor ante Cristo, te pareces a quien ve llegar a un amigo al que no ve desde hace mucho tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello y se pone de puntillas para besarle en la frente. Pero al hacer esto no se percata de que le está pisando los pies con su calzado embarrado. Los hermanos, en efecto, especialmente los más pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus pies posados aún en la tierra. Al darnos la sagrada forma, el sacerdote dice: «El cuerpo de Cristo», y respondemos: «¡Amén!». Ahora sabemos a quién decimos «Amen», o sea, sí, te acojo: no sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también al prójimo»

Domingo de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Deuteronomio 8, 2-3.14b-16a; Salmo 147; 1 Corintios 10, 16-17; Juan 6, 51-59

Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap / Camino Católico.-  En la segunda lectura san Pablo nos presenta la Eucaristía como misterio de comunión: «El cáliz que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?». Comunión significa intercambio, compartir. La regla fundamental de compartir es ésta: lo que es mío es tuyo, y lo que es tuyo es mío. Probemos a aplicar esta regla a la comunión eucarística y nos daremos cuenta de la «enormidad» del tema.

¿»Qué tengo yo específicamente ‘mío’ «? La miseria, el pecado: esto es exclusivamente mío. ¿Y qué tiene «suyo» Jesús que no sea santidad, perfección de todas las virtudes? Entonces la comunión consiste en el hecho de que yo doy a Jesús mi pecado y mi pobreza, y Él me da su santidad. Se realiza el «maravilloso intercambio», como lo define la liturgia.

Conocemos diversos tipos de comunión. Una comunión bastante íntima es la que se produce entre nosotros y el alimento que comemos, pues éste se hace carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. He oído a madres decir a su niño, estrechándole hacia su pecho y besándole: «¡Te quiero tanto que te comería!».

Es verdad que la comida no es una persona viva e inteligente con la que podemos intercambiar pensamientos y afectos, pero supongamos por un momento que lo fuera. ¿Acaso no se tendría la perfecta comunión? Pues es lo que precisamente sucede en la comunión eucarística. Jesús, en el pasaje evangélico, dice: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo… Mi carne es verdadera comida… El que come mi carne tiene vida eterna». Aquí el alimento no es una simple cosa, sino una persona viva. Se tiene la más íntima, si bien la más misteriosa, de las comuniones.

Observemos qué sucede en la naturaleza, en el ámbito de la nutrición. Es el principio vital más fuerte el que asimila al menos fuerte. Es el vegetal el que asimila al mineral; es el animal el que asimila al vegetal. También en las relaciones entre el hombre y Cristo se verifica esta ley. Es Cristo quien nos asimila; nosotros nos transformamos en Él, no Él en nosotros. Un famoso materialista ateo dijo: «El hombre es lo que come». Sin saberlo dio una definición óptima de la Eucaristía, gracias a la cual el hombre se convierte verdaderamente en lo que come, esto es, ¡en el cuerpo de Cristo!

Leamos cómo prosigue el texto inicial de san Pablo: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan». Está claro que en este segundo caso la palabra «cuerpo» no indica ya el cuerpo de Cristo nacido de María, sino que nos indica a «todos nosotros», indica aquel cuerpo de Cristo más amplio, que es la Iglesia. Esto significa que la comunión eucarística es siempre también comunión entre nosotros. Comiendo todos del único alimento, formamos un solo cuerpo.

¿Cuál es la consecuencia? Que no podemos tener verdadera comunión con Cristo si estamos divididos entre nosotros, nos odiamos, no estamos dispuestos a reconciliarnos. Si has ofendido a tu hermano, decía san Agustín, si has cometido una injusticia contra él, y después vas a recibir la comunión como si nada hubiera pasado, tal vez lleno de fervor ante Cristo, te pareces a quien ve llegar a un amigo al que no ve desde hace mucho tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello y se pone de puntillas para besarle en la frente. Pero al hacer esto no se percata de que le está pisando los pies con su calzado embarrado. Los hermanos, en efecto, especialmente los más pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus pies posados aún en la tierra. Al darnos la sagrada forma, el sacerdote dice: «El cuerpo de Cristo», y respondemos: «¡Amén!». Ahora sabemos a quién decimos «Amen», o sea, sí, te acojo: no sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también al prójimo.

En la fiesta del «Corpus Domini» no puedo ocultar un pesar. Hay formas de enfermedad mental que impiden reconocer a las personas cercanas. Es cuando hay quien grita durante horas: «¿dónde está mi hijo? ¿dónde está mi esposa? ¿qué fue de ellos?», y tal vez el hijo o la esposa están ahí, le toman de la mano y le repiten: «Estoy aquí, ¿no me ves? ¡Estoy contigo!». Así le ocurre también a Dios. Los hombres, nuestros contemporáneos, buscan a Dios en el cosmos o en el átomo; discuten si hubo o no un creador en el inicio del mundo. Seguimos preguntando: «¿Dónde está Dios?», y no nos percatamos de que está con nosotros y se ha hecho comida y bebida para estar aún más íntimamente unido a nosotros. Juan el Bautista debería repetir tristemente: «En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis». La solemnidad del «Corpus Domini» nació precisamente para ayudar a los cristianos a tomar conciencia de esta presencia de Cristo entre nosotros, para mantener despierto lo que Juan Pablo II llamaba «estupor eucarístico». 

Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap

Evangelio

En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos:

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Entonces Jesús les dijo:

«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.

Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.

Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».

Juan 6, 51-58

Homilía del Evangelio del Domingo del Corpus: Tener adecuada disposición al recibir al Santísimo Sacramento y adorarlo frecuentemente / Por P. José María Prats


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