Ana María Lapeña, «chica dura», alejada de Dios, a los 13 años quería «dar algo a la Humanidad y suicidarme», pero hoy es religiosa del Hogar de la Madre

* «Dios nunca se agota. Me siento como si hubiese abierto una rendija de mi corazón a Dios y Él lo ha invadido todo, …lo está invadiendo, porque queda mucho por hacer. Siempre pide un poco más para dar muchísimo más a cambio. Me sorprende la desproporción con que paga Dios lo que hacemos por Él. Yo he puesto en las manos de Nuestra Madre las riendas de mi vida y Ella ha conseguido que me rinda a la voluntad de Dios”

Ana María Lapeña / Hogar de la Madre / Camino Católico.- La hermana Ana María Lapeña creció en una familia creyente pero poco practicante. Siempre ha tenido una pasión grande por la verdad y la coherencia. Cuando vio la falta de coherencia entre lo que se enseñaba y lo que se vivía en relación a la fe, se rebeló contra la Iglesia. Desilusionada con la vida y convencida de la amargura que le esperaba en su vida, no quería ni casarse ni tener hijos ni ser vieja, y decidió que estudiaría para hacer alguna contribución a la sociedad y después se suicidaría.

Un día, en el Instituto, una chica católica y practicante empezó a defender la existencia de Dios contra los ataques de Ana María. Ella empezó a cuestionarse sobre la verdad y pidió ayuda a esa chica, que la invitó a asistir a las reuniones del Hogar de la Madre. Poco después fue a un campamento con este mismo grupo. Allí se dio cuenta por primera vez de que tenía que decidirse entre la vida que llevaba o una vida católica y coherente.

 Optó por emprender una vida coherente y entonces empezó la lucha con sus padres para poder ir a misa todos los días. Durante este campamento también se planteó la vocación religiosa y se ofreció al Señor a responder a su llamada por todos los que no responden. Ana María Lapeña experimentó la llamada a la vocación religiosa con 15 años y entró de candidata de las Siervas del Hogar de la Madre cuando cumplió 18. En el vídeo puede visualizarse su testimonio contado en el programa “Cambio de Agujas” de H.M. Televisión, presentado por Cristina Casado. Además ella misma escribe en primera persona la transformación que el Señor ha obrado en su vida:

Conocer a las Siervas ha sido una de las gracias más grandes de mi vida porque ellas han sido el instrumento que Dios ha usado para acercarme a Él y para enamorarme de su Madre. Cuanto más tiempo pasa, más indigna me siento de ser parte de esta obra tan amada de Nuestra Madre y, además, de serlo como Sierva, totalmente consagrada a Ella. Poco a poco voy comprendiendo la grandeza de esta vocación y también la fragilidad de la misma.

A mí me gusta decir que mi vocación comenzó cuando yo tenía sólo unos meses, aunque supongo que para ser exactos tendría que decir que la tengo desde siempre porque el Señor ya me eligió antes de ser concebida, pero yo atribuyo un valor muy grande a un gesto de mis padres. Ellos me consagraron a la Virgen del Pilar en cumplimiento de una promesa que le habían hecho. Ella se tomó en serio aquel gesto y yo veo su mano en cada momento importante de mi vida, por eso digo que ya desde entonces me protegió como propiedad suya. Me llena de alegría la forma en la que definimos el Hogar, como el regalo que el Señor quiere hacer a su Madre. Si somos su regalo, somos suyos y esto me encanta.

Crecí en una familia buena, con poca formación religiosa pero siempre he respirado un cariño tierno hacia Nuestra Madre. Por supuesto, fui bautizada y llevada a la catequesis para recibir la Primera Comunión. Recuerdo con cariño al sacerdote que me enseñó el catecismo y mis primeras oraciones. Me transmitía mucha ternura y un amor sin acepción de personas. Yo siempre me imaginaba a Dios con la cara de aquel sacerdote anciano. Tuve también una profesora en el colegio, durante tres años, que era muy buena. Quería muchísimo a la Virgen. Ella nos inculcaba el amor a Nuestra Madre. Hice la Primera Comunión un 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen al cielo. Me habían preparado bien y yo tenía conciencia de que lo importante de ese día era recibir a Jesús y que Él se sintiese acogido en mi alma.

A raíz de todas estas cosas creo que, a mi modo, había tenido experiencia de Dios. Pero comenzó la famosa “edad del pavo” y todo aquello desapareció. Coincidió además con que yo me estaba preparando para la confirmación en otra parroquia en la que recibí una catequesis que me decepcionó muchísimo. Es cierto que mi actitud pudo deformar la percepción de las cosas pero me repelía la falta de coherencia que yo veía allí. Yo estaba entrando en una etapa de rebeldía y una de las cosas contra las que me rebelé fue contra la Iglesia. Reconozco, que en parte fue porque estaba de moda pero es cierto que el modo “light” de enseñarme el Evangelio hacía que yo percibiese la fe como la última cosa apetecible del mundo.

Comencé a alejarme de Dios a una velocidad vertiginosa. Pero en esos años, mi conciencia me torturaba. Me estaba metiendo en vicios muy dañinos y me intentaba justificar condenando a la Iglesia con argumentos sin fundamento. En poco tiempo había perdido la inocencia y la limpieza de mi mirada y tenía muchas veces un sentimiento de tristeza y un sin sentido que rozaba la desesperación. Había llegado a convencerme de que la bondad y la verdad no existían, que eran una especie de fantasías para niños y yo no quería vivir en un mundo tan agresivo. No podía comportarme con sinceridad porque me sentía constantemente amenazada. Sólo me motivaba el estudio en el que encontraba un refugio y también un placer intelectual grande. Este era un terreno que controlaba y en ese momento era lo que daba sentido a mi vida aunque sabía que tarde o temprano también eso me cansaría. Por aquel entonces yo tenía trece años. Pienso que si uno es un poco reflexivo no necesita mucho tiempo para darse cuenta de lo que puede ofrecer el mundo.

Un día, en clase, estábamos teniendo una discusión acerca de Dios, o quizás era acerca de otra cosa, pero cualquier excusa era buena para echarle las culpas a Él. ¡Qué paciencia tiene Dios con nosotros! En medio de eso, una chica se levantó y me pidió que dejase de hablar así. A mí me dejó chafada porque ni yo misma creía en mis propias palabras. Lo que salía de mi boca era expresión de la lucha interior que traía, un intento de justificar mi conciencia y en el fondo una búsqueda de Él sin darme cuenta. De alguna manera era un grito de ¡socorro! Esa chica al “taparme” la boca me tendió una cuerda. Resultó que ella era del Hogar de la Madre de la Juventud, cosa que aún yo no sabía. Decidí pedirle ayuda y ella me invitó a unas reuniones que tenían las Siervas con chicas. Fui y, cuando escuché hablar de las cosas de Dios a aquella Hermana que llevaba la reunión, supe que había encontrado la verdad. Reconocí en lo que ella decía y en lo que ella transmitía, todo lo que yo había estado deseando desde siempre. Me impresionó su coherencia, su sencillez, la valentía con la que hablaba… Me transmitía un amor limpio, sin manchas de interés. Me elevaba el alma a Dios.

Por eso no dejé de asistir a aquellas reuniones y experimentaba cómo saciaban mi sed. A los pocos meses esas Hermanas me invitaron a un campamento y fue una experiencia tan fuerte que cambió mi vida. Conocí a chicas que vivían su fe en serio y yo deseaba esa autenticidad también para mí. Me quité mi careta de “dura” y absorbí todo como una esponja. Sabía que allí nadie iba a hacerme daño. Comprendí que no podía seguir mi vida como antes. Un día me ofrecí al Señor para responderle por las almas que no lo hacían, fruto de una reunión que tuvimos con las Hermanas acerca de la vocación en la que ellas nos invitaban a ser generosas y aceptar la voluntad de Dios sobre nosotras. Yo sabía que no era una elección mía sino de Dios, por eso me ofrecí y esperé la respuesta.

Al volver a casa cambiaron muchas cosas. Es de comprender que mi familia estuviera un poco preocupada por un cambio tan radical pero yo había recibido tanto que no podía ser la misma. Empecé a ir a misa todos los días, a hacer media hora de oración diaria… tenía una sed enorme de Dios. Así pasaron unos meses hasta que un día, andando por la calle, me vino a la mente la imagen de la capilla del campamento y recordé el momento en que me ofrecí al Señor y entonces supe con una certeza enorme que Él había aceptado mi ofrecimiento. Entré como candidata en las Siervas del Hogar de la Madre con dieciocho años. Durante ese período estudié enfermería y esto fue una bendición. Al terminar la carrera entré al noviciado y dos años después profesé mis primeros votos.

Creo que puedo decir con sinceridad que estos años han sido los más felices de mi vida por la experiencia que estoy teniendo de Dios y de Nuestra Madre. Y sé que esto es sólo el comienzo porque Dios nunca se agota. Me siento como si hubiese abierto una rendija de mi corazón a Dios y Él lo ha invadido todo, o para ser más exacta, lo está invadiendo, porque queda mucho por hacer. Siempre pide un poco más para dar muchísimo más a cambio. Me sorprende la desproporción con que paga Dios lo que hacemos por Él. Yo he puesto en las manos de Nuestra Madre las riendas de mi vida y Ella ha conseguido que me rinda a la voluntad de Dios. Ha llegado un punto en el que a Ella no puedo decirle que no. Todo me viene a través de Ella. Por eso he dicho que mi vocación empezó con su mirada cuando sólo tenía unos meses y la ha rescatado en los momentos difíciles y la sostiene en todo momento. En estos años, el Señor me ha enamorado de mi vocación. Es curioso porque yo siempre miré con dudas la frase que se dice de los matrimonios, que son una sola carne. Nunca creí del todo que eso fuese verdad. Ahora lo creo porque me siento una sola carne con las Siervas y por eso a veces digo un poco en broma que ellas son mi marido y mis hijos. Una preciosa familia que Dios me ha regalado y espero que Él me conceda la gracia de entregarme siempre en esta obra con generosidad, alegría y fidelidad, sin dar nunca un paso atrás.

Hermana Ana María la Peña, S.H.M.

Fuente:Eukmamie
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