Flora Gualdani ha salvado a miles de niños, hijos de prostitutas, desheredados, y perdedores que nadie podía cuidar y aboga por la castidad, «palabra clave, profética»

* «Explicar a los esposos que la perfección del cristianismo no está en el número de hijos que se traen el mundo es tan arduo como explicarles que los métodos naturales no son una técnica católica para no tener hijos, sino un ejercicio de amor en la recíproca fidelidad que, en una razonable apertura a la vida, deja a Dios la última palabra. Un día una pareja criticó el uso de la razón y la continencia responsable como si fuera un pecado, y me dijeron que ellos acogerían a todos los hijos que Dios les mandara. Es justo, respondí, pero antes o después todos hacen cuentas con la castidad, que no es un ejercicio improvisado. He conocido parejas destruidas después de tres o cuatro embarazos seguidos, lo que causó una crisis con su sexualidad y su amor. Castidad es una palabra anticuada. Los jóvenes y los menos jóvenes no suelen tener experiencia de ella, por lo que se considera invivible. Y por lo tanto no se habla de ello. En cambio es la palabra clave, profética en esta sociedad decadente hecha de lodo y sangre. Es la falta de castidad la que lleva a la infidelidad y a la ruptura de las familias. Y es la falta de castidad la que ha llevado a los sacerdotes a desfigurar el rostro de la Iglesia»

Camino Católico.- Miles de niños en todo el mundo deben su vida feliz a Flora Gualdani y a su vida de aventuras y compromisos. Ella fundó en 1964 en Arezzo (Toscana) la Casa Betlemme [Casa Belén], una obra que anuncia el Evangelio de la vida con un servicio de caridad en apoyo de la maternidad y de la vida naciente. El 8 de noviembre, Flora recibió el 37º Premio Internacional de Cultura Católica de Bassano del Grappa en reconocimiento a toda una vida de esfuerzos que aún continúan.

Todo empezó cuando se llevó a casa una niña con los ojos azules que nadie quería cuidar. Después llegaron más hijos, de prostitutas, desheredados, perdedores. Ella misma le cuenta la historia a Caterina Giojelli para Tempi y la traduce Traducido por Elena Faccia Serrano en Religión en Libertad:

Flora Gualdani, maestra del alfabeto de la vida

El 8 de noviembre se le otorgó a Flora Gualdani el premio internacional Cultura católica porque, como podemos leer en la motivación, ha puesto su vida «al servicio de las mujeres embarazadas en situaciones difíciles«, y ha dado testimonio de «que no sólo es positiva la fusión de fe y vida, sino que es importante también la unión de cultura y ciencia, de fe y razón, de caridad cristiana y apostolado». Este prestigioso premio, que ha llegado a su edición número 37ª, y que es conferido cada año por la Escuela de Cultura católica de Bassano del Grappa, ha sido asignado estos últimos años a algunos «grandes maestros de la fe» como Joseph RatzingerLuigi GiussaniCarlo CaffarraAngelo ScolaAugusto Del NoceRémi BragueLuigi Negri y Romano Scalfi.

«¿Quiere otro café? Yo no podría haber hecho de matrona sin café. Hubo un momento, entre los años sesenta y setenta, en los que pensaba que para responder a las catástrofes humanas necesitaba cuatro cosas: conocer una lengua, convertirme en ginecóloga, poseer un hospital de campaña con ruedas y saber pilotar helicópteros. Y así, me saqué un diploma de intérprete, conseguí matricularme cuatro años en la facultad de Medicina y me compré los primeros materiales para equipar una ambulancia. Mientras tanto superé los exámenes para obtener el permiso de piloto de helicópteros. Pero después tuve que tomar decisiones, porque cada práctica de vuelo se llevaba la mitad de mi sueldo».

Nacida en 1938, temple de campesina, poco proclive a la sensiblería, Flora Gualdani atraviesa la cocina con la cafetera en la mano y con Jesús en la cabeza como un aguijón, como si de un personaje de Flannery O’Connor se tratara. «Hoy se llaman periferias existenciales, pero entonces sólo eran las metas de mis vacaciones, cuando dejaba el hospital de Arezzo para hacer de matrona donde se me necesitase: India, Bangladesh, África, México, Irpinia después del terremoto, la Bosnia de las violaciones étnicas. En Camboya, las mujeres huían de la selva para parir a sus flacuchos hijos en el campo de refugiados. Recuerdo ver también a un cura parisino lavando todo el día, bajo el sol, los trapos llenos de insectos y heces de esos miserables y, a su lado, un médico ateo curando la lepra, la malaria, la tuberculosis y las heridas de guerra. Nos unía un gran amor por la vida. El obispo de Bangkok quería que me quedase ahí y abriese una casa». ¿Qué pasó? «Le dije que no. Cuando tengo que tomar una decisión sirvo siempre a quién está peor y en esos años no había sitio peor que nuestro Occidente gozoso y desesperado«.

Rebobinemos. Cuando supimos que Flora Gualdani había recibido el Premio internacional medalla de oro de la Cultura Católica, nos encontramos con ella en «su» Casa Belén. Es decir en Arezzo, localidad Indicatore, un puesto fronterizo exuberante de Providencia entre la estatal y la línea ferroviaria, donde los tomates del huerto se mueven cuando pasan los trenes y los camiones. «Mire las grietas. Me salió una hernia por construir una por una estas casitas. Llaman constantemente jóvenes madres y prostitutas, pero también locos y pobres, y niños. Una mañana vinieron dos guardias a molestarme con los permisos. Abrí los brazos y les expliqué que si no estábamos en regla los primeros que tendrían que irse habrían sido los desgraciados que nos mandaba la prefectura. El mismo discurso le hago a Dios: ‘Querrá decir que a estas criaturas tuyas les encontraras otro sitio’. A la primera condonación me puse en regla pagando con dinero de mi bolsillo. El edificio no tuvo problemas durante años, hasta que empezaron a circular por aquí medios de transporte pesados y empezaron a salir grietas. Me lo he tomado como un signo de la Providencia. Si hay algo que he aprendido es que nuestro Padre te hace entender sus proyectos poco a poco, porque sabe que en caso contrario huiríamos a toda velocidad«.

Un ejemplo: un día Flora mete en el coche a una recién nacida con ojos de cielo envuelta en un fular. Corre el año 1965: poco antes, en Roma, se había celebrado el Concilio Vaticano II y en la gruta de Belén la matrona había tenido una intuición de su vocación: muy pronto la cuestión procreadora se habría convertido en algo dramático e histórico, y el tercer milenio tendría que arrodillarse ante el Creador. No es algo sin importancia en una época en la que los niños siguen siendo una bendición y se matan pollos y se asan cuando nace uno.

«Ya de vuelta en Italia, un día me encuentro en la sala a una mujer de 24 años, con un marido, sin dinero y con un cáncer grave. Y sobre todo con un hijo en su seno al que no tenía intención de abortar, ni siquiera ante el consejo de tres médicos especialistas, como entonces preveía la ley Rocco. Al final nació esa preciosa niña sana de ojos azules. Pero, ¿quién se ocuparía de ella mientras la madre, que estaba ingresada, se debatía entre la vida y la muerte? El seguro de entonces no se hacía cargo, el padre no tenía los medios materiales, los Centros de ayuda a la vida aún no existían. Moral: hice que me prepararan a la niña, me la llevé a casa donde vivía con mi familia y la tuve allí hasta que su valiente madre se curó del todo. Cinzia, este es el nombre de la niña de ojos de cielo, que hoy a su vez es madre, fue mi primer amor. Y como los niños tiran unos de otros, como las cerezas, casa Gualdani, por razones obvias, se convirtió rápidamente en Casa Belén».

La pregunta del médico abortista

La voz se esparció y desde el Tribunal de Menores al Instituto de los Inocentes en Florencia, desde las salas de espera de pediatría a las parroquias, en toda Toscana empiezan a confiar en esta matrona, tan intrépida como para irse a pasar sus vacaciones entre guerras y terremotos, recién nacidos abandonados, hijos de incestos y de violencias. Algún niño se queda pocos meses, otros hasta los 30 años.

«Como mi querida Boba. Su madre murió trágicamente durante el parto por cesárea; el padre, que era muy pobre, tenía otras tres bocas que alimentar en casa. La idea era que se quedara conmigo sólo durante algún tiempo, pero se fue cuando se casó. Un día -ella aún era pequeña- volví a la gruta de Belén. Ni siquiera llegué a discutir con el «Dueño de la casa» porque empiezo a sentir unos dolores punzantes en el costado; me sacan de la gruta en brazos y me acogen en casa de una mujer pobre llamada Afif. Tengo fiebre muy alta, comprendo que es una peritonitis, que corro el riesgo de dejar la piel y no tengo ninguna intención de ser enterrada en Palestina. Así que me dirijo a Jesús: «Tú que no renunciaste nunca a tu madre, te la llevaste incluso a los pies de la cruz, ya le has quitado una madre a Boba y ahora, ¿quieres dejarla también sin mí?». Consigo arrastrarme hasta el aeropuerto, hago un viaje infernal, finjo estar sana, pero en cuanto desembarco me operan de urgencia y me dejan en observación cuarenta días».

La verdadera cuaresma, en realidad, aún está por llegar. Son sólo los años setenta, Italia se prepara a la llegada de la ley 194 [legalización del aborto] y a Casa Belén empiezan a llegar muchísimas madres solteras. Flora está conmocionada; durante una estancia en Londres para estudiar había asistido al vaivén de italianas que durante el fin de semana llegaban a los hospitales ingleses para abortar. Había incluso intentado hablar del triste presentimiento de que muy pronto en Italia sucedería algo así, pero no había encontrado respuesta en los movimientos católicos. Ahora, sin embargo las cosas están cambiando; cuanto más se enciende el debate, más pequeña es su casa: llegan a ella mujeres de todas partes, de Italia y del mundo.

Este documental sobre Flora Gualdani, estrenado en marzo de este año, ha sido dirigido por Francesco Teresi, quien quedó impactado en 2016 tras conocer su obra.

Flora le pide a su padre su parte de herencia y con ese dinero construye las famosas casitas para acoger a mujeres embarazadas en situación de riesgo. No se trata sólo de hacer llegar a sus hijos al mundo. A estas mujeres, la maternidad les devolvía, como si fuera una terapia impensable, la dignidad perdida; la libertad de no abortar se arraigaba en un sufrimiento más profundo, el de aquella niña de once años embarazada, el de aquella mujer violada y «ninguna se arrepintió nunca de haber acogido la vida».

A pesar de todo, Flora se siente inquieta. Una nueva emergencia educativa, una nueva degradación moral y, sobre todo, una gran desinformación reinan en Italia: de esto Flora tiene constancia todos los días en los hospitales y cada vez que acoge en la Casa a otra mujer con una nueva y terrible historia a sus espaldas.

Lo peor es que en ciertas latitudes eclesiales no parece que se haga mucho por afrontar el problema. Una tarde de 1981, con el ambiente caldeado debido al referéndum sobre la ley 194, la Iglesia aretina organiza un convenio e invita a un ginecólogo abortista. Flora le conoce bien, es un buen médico de ideas radicalmente opuestas a las suyas, pero que tiene la honestidad de admitir públicamente «no me gusta hacer abortos; dadme una alternativa, decidme vosotros, vosotros que sois la Iglesia, que proponéis como alternativa al aborto».

Y entonces Flora casi se cae de la silla: la respuesta está, ella la conoce, se llama Humanae Vitae. Pero ninguno de los prelados sabe darla. «Me turbó muchísimo la gravedad de esta omisión. No es la primera vez que encontraba en la Iglesia o en los movimientos católicos una incapacidad de argumentar las verdades ante la retórica abortista. Me preguntaba: ¿cómo se podría transmitir el mensaje de la encíclica a los fieles? Ahí comprendí que tenía que abrir otra sección, la de la formación, clave para la prevención, pero no estaba lo suficientemente preparada. Así que cogí un tren a Roma. Destino: los gigantes de la fe y de la ciencia».

Tú, ¿a quién haces caso?

Flora sabe que en el Hospital Gemelli imparten la docencia el padre de la genética moderna Jérôme Lejeune, la psiquiatra Wanda Półtawska, monumento viviente de la bioética, la ginecóloga Anna Cappella, el matrimonio Billings, médicos australianos pioneros en la regulación natural de la fertilidad, el experto en bioética Elio Sgreccia y el teólogo Carlo Caffarra. Los conoce a todos como docentes y, sobre todo, conoce al Papa Juan Pablo II, al que, claro está, conoce a su manera: bombardeándolo, primero, con cartas y, más tarde, entregándoselas personalmente después de haberlas escondido en su chaqueta durante una audiencia («¡Santidad, proclame que el rosario será una oración litúrgica!» y él le estrechó el brazo mirándola como no había sido mirada nunca: «El rosario, sí»). Ya no es la chica joven que en los setenta iba con su Fiat 500 a Roma y a Florencia para sonar el timbre del padre Bernhard Häring o de don Enrico Chiavacci para comprender sobre qué bases fundaban ellos su resistencia a la Humanae Vitae y a Pablo VI.

Ahora puede volver a Arezzo y abrir una escuela sobre la encíclica, una sección de formación. Piensa que la diócesis se alegrará. No es así.

«Mientras acojas a madres solteras y hagas una obra social meritoria, todos te aplaudirán. Pero si empiezas a hablar de moral sexual y de ‘no’ a la anticoncepción, todo se complicará muchísimo«. Un obispo le dice que lo que haga un matrimonio en la cama es asunto de ellos. Otro la invita a dejar de hacer encuentros públicos porque ella no representa a la Iglesia. Otro le explica que su trabajo es inútil porque cuando muera Juan Pablo II «todo esto acabará» («Excelencia, ¡pero esto es doctrina, no una fantasía!», responde asombrada Flora). Un teólogo la reprende por enseñar una moral «antigua» cuando a los jóvenes lo que les interesa es más un enfoque a la San Agustín, «ama y haz lo que quieras».

Sólo la convence un anciano sacerdote: «Flora, si cada vez que vas a Roma a los congresos internacionales, el Papa os exhorta a continuar este apostolado y cuando vuelves a casa los obispos te dicen que lo dejes, tú, ¿a quién haces caso?». Exacto, piensa Flora, que sabe que entre el jefe y los ayudantes no hay duda en a quién elegir. Así que vuelve a hablar en público. Cuando invita a Anna Cappella a hablar en Arezzo, las feministas protestan en el exterior de la sala de conferencias; en el hospital quitan el crucifijo de la sala de los abortos y luego llaman al pintor para que pinte por encima la sombra que ha creado. Poco falta para que Flora vuelva a casa del Creador: un día, un anestesista abortista la lanza sobre un camilla desde lo alto de unas escaleras.

Nada la detiene. Los ginecólogos son cada vez más contrarios a realizar abortos: alguno cambia de hospital; otros, cansados de la sangre caliente en los guantes de látex, cambian de especialidad; muchos evitan las mañanas dedicadas al aborto. Les atormentan las mujeres que salen, llenas de alegría, de la sala de partos con su hijo en brazos.

«Entonces las posturas estaban claras, no aguadas como están hoy en día debido a la jerga política: me sigue asombrado el hecho de haber encontrado más estima entre los ginecólogos con los que he chocado abiertamente que entre ciertos médicos católicos que, en lugar de apoyarme, preferían el diálogo tibio y conciliante«.

Nada detiene la intensa actividad de formación, cursos y talleres dirigidos a los jóvenes, los esposos, los educadores, los sacerdotes y agentes sanitarios iniciada en Casa Belén y a la que Flora decide dedicarse dado que las grietas en las casas para acoger a las mujeres embarazadas son tan grandes que hay que suspender la acogida. «En los cursos participaban vírgenes y prostitutas, analfabetos y profesores, pequeños y ancianos, artistas y periodistas, obispos y gente pérdida, familias heridas. Y muchas parejas de enamorados», que empiezan a difundir la obra de Flora por toda Italia, representando el mejor contrapunto a los católicos que siguen la moda y que están convencidos de que la sexualidad ha cambiado y que, por tanto, debe cambiar la doctrina.

«Un día llega un obispo que se sienta en la primera fila, toma apuntes e inicia a traer aquí a sus sacerdotes para formarles en la teología del cuerpo y la Humanae Vitae. Es él quien reconoce, en la Navidad de 2005, Casa Belén como asociación pública de fieles, es decir, ya no obra mía sino de la Iglesia. Es él quien habla de Casa Belén al Papa Benedicto, el cual comentó: ‘Son personas que viven y sirven a la Veritatis splendor‘. Ese obispo después fue hecho cardenal, es nuestro amado Gualtiero Bassetti».

De Flora Gualdani sabíamos mucho pero no lo suficiente: habíamos leído sobre su escuela de alfabetización bioética, la teología del cuerpo (las catequesis de San Juan Pablo II sobre el amor humano) y la enseñanza de métodos naturales para regular la fertilidad. Pero, ¿de qué está hecha esta mujer, cómo ha conseguido mover y conquistar a médicos, prefectos, prelados, obispos, hombres de cultura, prostitutas, monjas, toxicodependientes, y a confrontarse de manera tan franca con pastores y teólogos?

El ejercicio improvisado de la castidad

Un poco es el sello hereditario: «Mis padres se amaron toda la vida. Mi padre sobrevivió a los Lager soñando con formar una familia y tener una hija de pelo y ojos negros. Y su deseo le fue concedido. Fue él, campesino analfabeto y emigrante en los Estados Unidos durante once años el que me enseñó lo que llamo ‘la inteligente filosofía del segundo puesto’. Los santos nunca han buscado el primer puesto. Siempre digo dos cosas: la primera, es que si el enviado no es un pobre, el «mandante» no es el protagonista: aprendí deprisa que te mantienes en pie sólo si permaneces arrodillado. La segunda se la repito siempre a mis colaboradores: debéis prepararos al martirio de las ideas y del corazón. No se extrañe: el martirio de las ideas significa que, para permanecer fieles a toda la verdad por entero, también en sus partes más impopulares, a menudo tendremos que renunciar a la carrera, soportar el aislamiento y la tribulación en el ámbito profesional. El martirio del corazón significa que tendremos que aceptar perder algunas amistades por el camino, a veces las más queridas. Por otra parte, Jesús mismo dijo que él había venido, con su anuncio exigente, a traer división también dentro de las familias».

Si la moral no se encarna, es a-moral, es decir, sigue siendo una idea. Si la teoría no se convierte en praxis, sigue siendo una fantasía inútil, nos explica Flora, que gracias a su maternidad de acogida, adoptiva y espiritual ha aprendido a ejercer una paciente humildad típicamente femenina.

«La Casa Belén se funda sobre la contemplación del misterio de la Encarnación: un misterio cósmico, global y eterno. Parte del sí de María para realizarse en la concreción de las decisiones de nuestra vida moral. Esto significa utilizar la razón: creo que la misión de la Casa Belén, la de ayudar a la Iglesia en la ‘instrucción de los ignorantes’ conjugando fe y ciencia, compromiso social y moral, manteniendo juntas caridad, acción y contemplación, sea una respuesta adecuada y necesaria en este momento de la historia. Han pasado decenios desde que empezamos, pero por desgracia no veo mejoras. La atención pastoral y teológica al discurso moral me parece que está disminuyendo. Y se pueden tocar con las manos ciertos daños graves provocados por las dos derivas (angelismo y relativismo), que alejan de la vía maestra».

Explicar a los esposos que la perfección del cristianismo no está en el número de hijos que se traen el mundo es tan arduo como explicarles que los métodos naturales no son una técnica católica para no tener hijos, sino un ejercicio de amor en la recíproca fidelidad que, en una razonable apertura a la vida, deja a Dios la última palabra.

«Un día una pareja criticó el uso de la razón y la continencia responsable como si fuera un pecado, y me dijeron que ellos acogerían a todos los hijos que Dios les mandara. Es justo, respondí, pero antes o después todos hacen cuentas con la castidad, que no es un ejercicio improvisado. He conocido parejas destruidas después de tres o cuatro embarazos seguidos, lo que causó una crisis con su sexualidad y su amor. Castidad es una palabra anticuada. Los jóvenes y los menos jóvenes no suelen tener experiencia de ella, por lo que se considera invivible. Y por lo tanto no se habla de ello. En cambio es la palabra clave, profética en esta sociedad decadente hecha de lodo y sangre. Es la falta de castidad la que lleva a la infidelidad y a la ruptura de las familias. Y es la falta de castidad la que ha llevado a los sacerdotes a desfigurar el rostro de la Iglesia. Al cardenal Caffarra le decía que el candente debate de los últimos sínodos, si lo pensamos bien, se resume en el fondo en la gran cuestión de la castidad. Siempre es la misma cuestión. Estoy convencida de que la crisis por la que está atravesando la Iglesia, de la que deriva la crisis de la sociedad, la causa, la decapitación del primer y del último mandamiento: el primado de Dios y la pureza de nuestra vida. Cuando estos caen, al cabo de un tiempo cae el resto de mandamientos. Y todo inicia por un problema de fe. Cuando se tiene miedo de anunciar verdades que son impopulares, es que en la raíz hay una disminución de nuestra fe».

La anticoncepción es «algo antiguo»

He aquí que se realiza la primera intuición de Flora en la gruta de Belén. Y también la segunda: el tercer milenio se tendrá que arrodillar de nuevo ante el Creador. «Que vivimos en la época del pecado contra el Creador ya lo dijo Benedicto XVI y lo ha confirmado Francisco. Pablo VI, explicando que el pecado en el matrimonio «es el cáncer de la sociedad», afirmaba una gran verdad. En la época moderna el pecado contra el Creador inició con la anticoncepción, separando la sexualidad de la procreación. Una división que se profundizó en sentido opuesto con la fecundación in vitro, donde se produce la vida sin el gesto sexual.

Antes un hijo era una bendición y un don; después se convirtió en un error que hay que evitar, o en un derecho a toda costa. La barriga con forma de luna llena de una mujer era un tabernáculo y un misterio; después se convirtió en un contrato de alquiler. La medicina era un arte al servicio de la dignidad, de la salud y de la vida humana; ahora, con tal de conceder todos los deseos, se ha convertido en una ciencia que administra también la muerte, para no discriminar a nadie, salvo al niño. Sin embargo», sonríe Flora, «las cosas están cambiando».

Hoy, el mundo médico y el mundo feminista están poco a poco valorando de nuevo la sabiduría del Creador o, dicho de manera laica, están volviendo lentamente al respeto a la naturaleza. «Yo lo defino el ‘círculo de la vida’. Primero han comprendido que debemos desmedicalizar el embarazo, es decir, dejar de considerar la gestación como una enfermedad, a pesar de que seguimos ensañándonos con el diagnóstico, que estresa a la mujer y afecta al niño. Es el fruto de nuestra «cultura del descarte», con fines eugenésicos. Después han comprendido que debemos desmedicalizar el parto. Y han florecido las «casas para parto», el parto natural, en agua, la vuelta al parto en casa, etcétera. Porque es muy hermoso nacer en familia, en el gran lecho del amor y de la vida. También se ha comprendido lo importante que es la lactancia natural, el pecho, que tiene muchas ventajas, incluida una ventaja económica.

La última etapa, que cierra el círculo de la vida, estoy segura que será la desmedicalización en la gestión de la fertilidad. Hay quien aún se obstina en resistir, por una serie de motivos. Pero el futuro está en los métodos naturales. La anticoncepción es una propuesta antigua. Y tampoco la fecundación in vitro tiene futuro, puesto que es en detrimento de la generación y de la calidad del amor, es decir, de la familia. Porque la naturaleza no tolera la violencia durante mucho tiempo, ni tan siquiera en los ovarios«.

Dos tabernáculos y dos altares                  

El conocido ginecólogo Carlo Flamigni, uno de los más grandes expertos en bioética adversarios del Magisterio, dijo hace años a La Repubblica que «el cristianismo es una religión incomprensiblemente hostil a las mujeres». Leyendo el Evangelio, esta afirmación se desmonta por sí sola. «Tal vez se le escapó la cosa más importante: que la salvación de la humanidad se inició en el útero de una mujer, en ese fiat, maravilloso consentimiento informado hecho de fe y razón, que unió la separación que había entre el cielo y la tierra. Allí hunde sus raíces tanto la encíclica Humanae vitae como el ‘nuevo feminismo’ del que hablaba Juan Pablo II. Dos son los tabernáculos en la tierra: en uno habita el autor de la vida. El otro es el seno de una mujer donde surge la vida. Y dos son los altares: aquel donde el sacerdote es ministro de la vida, y el lecho nupcial donde los esposos administran la transmisión de la vida».

El café se ha acabado en la Casa Belén, que hoy sigue en pie gracias a la caridad y al apoyo de una comunidad de familias muy viva (también a través del lenguaje artístico, lo llaman «Wolokita project», googlear para creer, recital «Del cielo a la tierra»). Irrumpe la hija de Boba que acaba de volver del colegio. Corre a abrazar a su abuela y el temple de Flora, poco inclinado a la sensiblería, se funde en un abrazo y murmura agradecida: «Dios es verdaderamente real, restituye vida por vida a quien ha puesto el respeto de la vida en primer lugar«.


Traducido por Elena Faccia Serrano

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