Roy H. Schoeman era judío, ingeniero de éxito, pero se sentía vacio, y es católico después de vivir una experiencia mística con Dios y soñar con la Virgen

Me sentí, casi consciente y físicamente, en la presencia de Dios. Vi pasar mi vida frente a mí, viéndola como si estuviera repasándola en la presencia de Dios después de la muerte. Vi todo lo que me agradaría y todo lo que me pesaría. Me dí cuenta, en un instante, que el significado y el propósito de mi vida era amar y servir a mi Señor y Dios. Vi cómo Su amor me rodeaba y me sostenía en cada momento de mi existencia”

23 de enero de 2013.- (Roy H. Schoeman / Primera Luz / Camino Católico) Crecí como judío en un barrio de clase media en la ciudad de New York, hijo de refugiados judíos que habían huido de Alemania a los inicios del régimen de Hitler. Mis padres eran activos en la congregación «conservadora» local, y por el promedio americano, tuve una educación judía bastante religiosa. Asistí a estudios de religión después de la escuela, desde el primer grado hasta que llegué a la universidad. Tuve un Bar Mitzvah, y frecuentemente, aunque no siempre, asistía a los servicios del Sabbath y a las fiestas religiosas judías.

Crecí en contacto con rabinos extraordinarios, a quienes Dios me dio para mi formación religiosa, y hasta tuve que debatir si yo tenía vocación religiosa. El verano al final de mis estudios secundarios, antes de comenzar la universidad, lo pasé viajando por todo Israel, con un rabino hasídico carismático y «místico», el Rabino Shlomo Carlebach, quien todas las noches ofrecía un concierto, que era en realidad una estática sesión de alabanza hasídica.

Por un tiempo pensé quedarme en Israel para estudiar en alguna de las yeshivas ultra ortodoxas que allí existen (y que constituyen lo más cercano del judaísmo a la «vida religiosa») pero regresé para iniciar mis estudios en M.I.T. [Massachusetts Institue of Technology] en matem’aticas y ciencias de computadoras. En la universidad trat’e de preservar mi fervor religioso, y me mantuve activo en una congregación hasídica local, pero pronto caí en la moral y mentalidad más típica de M.I.T. Existe una estrecha relación entre la pureza, de mente y de conducta, y la intimidad con Dios. Aunque al principio él no sea estricto en sus reglas, más tarde o más temprano, no puede esperarse que se mantenga la intimidad, si no se juega según sus reglas. A medida que abandoné sus reglas, perdí la intimidad. Al final de la universidad, el placer de la oración no era más que una memoria abstracta, y me había imbuido en los caminos del mundo.

Después de algunos años diseñando sistemas de computadoras (ordenadores), decidí asistir a la Escuela de Negocios de Harvard para estudiar una maestría en Administración de Empresas (MBA). Como resultado de un trabajo excepcional, se me invitó a formar parte de la facultad, a la vez que continuaba mis estudios hacia un doctorado, en preparación a una carrera en la enseñanza universitaria.

Mientras sucedía todo esto, existía, no obstante, otra dimensión más profunda en mi vida. Al perder contacto con Dios, también perdí el sentido de propósito y dirección en mi vida. En cada disyuntiva, seleccionaba el sendero de menor resistencia, el sendero que, a los ojos del mundo, constituía el éxito (y estar en la facultad de la Escuela de Negocios de Harvard a los treinta años era casi un éxito).

Sin embargo, a medida que completaba cada meta, me enfrentaba a un sentimiento cada vez más profundo de vacío, de falta de sentido en los éxitos. Ya para ese entonces, después de unos cuatro años enseñando en Harvard, me sentía deprimido interiormente y con una gran falta de sentido en mi vida, rayando en la desesperación. (Yo no era el único que me sentía así.) Un colega en la facultad me confió que, al día siguiente del día en que su cátedra se convirtió permanente, después de una década de esfuerzos, casi renunció, abrumado por el sentimiento de vacío y la falta de sentido en todo por lo que tanto había luchado.

A pesar de que hacía mucho tiempo que había abandonado la vida de oración, mi consuelo mayor durante este periodo consistía en largas caminatas solitarias entre la naturaleza. Fue en una de estas caminatas que recibí una de las gracias más singulares de mi vida.

Era temprano en una mañana a principios de junio, durante un descanso que me había tomado entre semana, para pasar dos o tres días junto al mar en Cape Cod, antes que llegaran las multitudes del verano. Estaba caminando por la playa, en las dunas entre Provincetown y Truro, solitario, junto a las aves que cantaban antes de que el resto del mundo despertara, cuando, por falta de mejores palabras, «caí en el cielo». Me sentí, casi consciente y físicamente, en la presencia de Dios. Vi pasar mi vida frente a mí, viéndola como si estuviera repasándola en la presencia de Dios después de la muerte. Vi todo lo que me agradaría y todo lo que me pesaría. Me di cuenta, en un instante, que el significado y el propósito de mi vida era amar y servir a mi Señor y Dios. Vi cómo Su amor me rodeaba y me sostenía en cada momento de mi existencia. Vi cómo todo lo que hacía tenía un contenido moral, para bien o para mal, y cómo todo contaba mucho más de lo que jamás pude imaginar. Vi cómo todo lo que me había acontecido en mi vida había sido lo más perfecto que podía haberse preparado para mi bien, por un Dios que era todo bueno, todo amor, y especialmente aquellas cosas que me habían causado más sufrimiento cuando sucedieron. Vi que los dos pesares mayores al momento de mi muerte serían, todo el tiempo y la energía desperdiciada preocupándome porque nadie me quería, cuando en cada momento de mi existencia me encontraba en medio del inimaginable, inmenso mar del amor de Dios; y cada una de las horas desperdiciadas, sin hacer nada de valor a los ojos de Dios.

La respuesta a cualquier pregunta que me surgía era respondida instantáneamente. Es más, no podía preguntarme nada sin que ya no supiera la respuesta, con una excepción de gran importancia – el nombre del Dios que se me revelaba como el significado y propósito de mi vida. No pensé en él como el Dios del Viejo Testamento, a quien llevaba en mi imaginación desde mi infancia. Oré para que me revelara su nombre, para saber qué religión debía seguir, para poder adorarlo debidamente. Recuerdo haber rezado diciendo «Permíteme conocer tu nombre – no me importa si eres Buda, y tengo que hacerme budista; no me importa si eres Apolo, y tengo que convertirme en un pagano romano; no me importa si eres Krishna y tengo que convertirme en Hindú; ¡mientras que no seas Cristo y tenga que volverme cristiano!

Esta profunda resistencia al cristianismo se basaba en un sentimiento de que el cristianismo era el «enemigo», la perversión del judaísmo que había sido la fuente de dos mil años de sufrimiento para los judíos. Como resultado, este Dios que se había revelado a mí en la playa, y quien había escuchado mi oración, también había escuchado mi rechazo de conocerlo, y había respetado mi decisión. De modo que no recibí respuesta alguna a mi pregunta.

Volví a mi casa en Cambridge y a mi vida ordinaria. Sin embargo, todo había cambiado. Pasaba todas mis horas libres en búsqueda de este Dios, en silencio en medio de la naturaleza, leyendo, y preguntando a otros sobre estas experiencias místicas. Como me encontraba en Cambridge, en la década de 1980, era inevitable el seguir algunas de las sendas de la Nueva Era, y terminaba leyendo mayormente escritos espirituales hindúes y budistas. Sin embargo, un día, caminando en la plaza de Harvard, me llamó la atención la cubierta de un libro en la vitrina de una tienda. Sin saber nada del libro, ni de su autor, compré «El Castillo Interior» de Santa Teresa de Avila. Lo devoré, encontrando un gran alimento espiritual en su interior, pero todavía no creía en las alegaciones del cristianismo.

Continué en esta trayectoria ecléctica, indiscriminatoria, por exactamente un año. El día exacto en que se cumplió un año de mi experiencia en la playa, recibí la segunda gracia extraordinaria de mi vida. Admito con franqueza que, en todos los aspectos exteriores, lo que sucedió fue un sueño. No obstante, cuando me quedé dormido sabía muy poco del cristianismo, ni tenía ninguna simpatía especial por ninguno de sus aspectos. Sin embargo, cuando desperté, me sentía completamente enamorado de la Santísima Virgen María, y no deseaba más nada que volverme tan totalmente cristiano como pudiera.

En el «sueño», fui conducido a una habitación y se me concedió una audiencia con la joven más bella que jamás podía haber imaginado. Sin mediar palabra, sabía que era la Santísima Virgen María. Ella estuvo de acuerdo en contestar cualquier pregunta que le hiciera, y recuerdo que me encontraba allí, barajando varias posibles preguntas en mi mente, y haciéndole cuatro o cinco de ellas. Me las contestó, y entonces me habló por varios minutos, y entonces terminó la audiencia. Mi experiencia de lo sucedido, y mis recuerdos, son de algo acontecido completamente despierto. Recuerdo todos los detalles, incluyendo naturalmente, las preguntas y las respuestas, pero todo palidece en comparación al aspecto más importante de esta experiencia: el éxtasis de estar en su presencia, en la pureza e intensidad de su amor.

Cuando desperté, como ya mencioné, me sentía completamente enamorado de la Santísima Virgen María y sabía que el Dios que se me había revelado en la playa era Cristo. Todavía no sabía casi nada del cristianismo, y no tenía ni idea de la diferencia entre protestantes y católicos. Mi primera incursión en el cristianismo fue en una iglesia protestante, pero cuando toqué el tema de María con el pastor, su rechazo me hizo decir: ¡me voy de aquí!

Mientras tanto, mi amor por María me inspiraba a pasar el tiempo en santuarios marianos, especialmente los de Nuestra Señora de La Salette (en el de Ipswich, Massachusetts, y en el de la aparición original, en los Alpes franceses) . Me encontré, sin anticiparlo, con frecuencia presente en misas, y aunque todavía no creía en la iglesia católica, sentía un intenso deseo de recibir la Comunión. Cuando me acerqué por primera vez a un sacerdote y le pedí que me bautizara, todavía no tenía ninguna creencia católica. «¿Por qué quieres ser bautizado?» Molesto, contesté: «¡porque quiero recibir la Comunión y ustedes no me dejan, si no estoy bautizado!» Pensé que me agarraría de la oreja y me echaría de allí; pero por el contrario, me dijo: ¡Ajá, ése es el Espíritu Santo, que está trabajando en ti!»

Todavía tuve que esperar varios años y madurar en mi fe antes del bautismo, pero mi amor a María y mi sed por la Eucaristía me guiaron, como una brújula, hacia mi meta. Le estoy infinitamente agradecido a Dios por mi conversión; le estoy infinitamente agradecido por las personas que ha puesto en mi camino.

Roy H. Schoeman

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Roy tiene un interesante sitio en la red (en inglés) salvationisfromthejews.com

Referencias

[Nota] La Bienaventurada Virgen María se apareció a dos pastorcitos en lo alto de los Alpes franceses en 1846, dándoles un mensaje de oración y arrepentimiento. La aparición, tomó el nombre del poblado más cercano, y se le conoce como «Nuestra Señora de La Salette». Para una descripción, ver por ejemplo, Jean Jouen, A Grace Called La Salette (La Salette Publications, Attleboro, Mass., 1991), o Hno. Francis Mary Kalvelage, F.I., Marian Shrines of France (Academy of the Immaculate, New Bedford, Mass., 1998).

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