Vicente Molina Pacheco, sacerdote y pintor: «Estaba en la “movida madrileña”, y mi madre me dijo: “Hijo mío, el Señor me ha mostrado que vas a entrar en la Iglesia»

* «Yo, cla­ro, en ese mo­men­to me reí. A los tres me­ses es­ta­ba pe­re­gri­nan­do a San­tia­go de Com­pos­te­la y, al cabo de un año de una con­ver­sión pro­fun­dí­si­ma, en­tra­ba en el Se­mi­na­rio de vo­ca­cio­nes tar­días de To­le­do, San­ta Leo­ca­dia… Des­de muy jo­ven me de­di­qué a la pin­tu­ra. Iba por li­bre siem­pre, en la for­ma­ción era un desas­tre, me daba todo igual, co­gía lo que me in­tere­sa­ba de cada si­tio. Es­tu­ve dos años con Ve­nan­cio Blan­co, el es­cul­tor, lue­go en­tré en el Círcu­lo de Be­llas Ar­tes. Era una vida que me lle­vó al lí­mi­te, lle­gué in­clu­so al lí­mi­te del sui­ci­dio. En el pro­ce­so de con­ver­sión dejé de pin­tar y ex­pe­ri­men­té lo que es el su­fri­mien­to ho­lís­ti­co, vi­tal. Que­ría aca­bar con todo, todo se rom­pió y per­dió el sen­ti­do. Pero es­tan­do en esta si­tua­ción que me im­pe­día se­guir ade­lan­te, des­cu­bro una luz, una es­pe­cie de cuer­da de luz muy fi­ni­ta en me­dio de la os­cu­ri­dad. Me aga­rré a esa cuer­da y em­pe­cé a re­zar. Más tar­de, ya en el Se­mi­na­rio, leí en Kier­ke­gaard pre­ci­sa­men­te eso, que en el lí­mi­te del sui­ci­dio se en­cuen­tra una puer­ta ha­cia lo tras­cen­den­te. Hubo un cam­bio to­tal en mi vida»

4 de enero de 2018.- (Mai­te Eguia­za­bal – Dió­ce­sis de Osma-So­ria / Agencia SIC Camino católico) Vi­cen­te Mo­li­na Pa­che­co, ade­más de pin­tor y es­cul­tor, es au­tor, en­tre otros, del li­bro “Una mi­ra­da des­de la nada” en el que el au­tor se des­nu­da ante el lec­tor y ex­po­ne de ma­ne­ra di­rec­ta, y a ve­ces cru­da, su ex­pe­rien­cia vi­vi­da en la en­fer­me­dad en el arco de tiem­po com­pren­di­do en­tre 2002 y 2009, una en­fer­me­dad que, en pa­la­bras del au­tor, le ayu­dó a “fon­dear un poco más allá de lo que pue­de pro­por­cio­nar la li­mi­ta­ción na­tu­ral”.

“El car­tón se con­vier­te así en signo y sím­bo­lo de mi pro­pia per­so­na pues, al igual que yo in­ten­to pro­du­cir una obra de arte en una ma­te­ria ya usa­da, lle­na de gol­pes, ras­ga­da, aplas­ta­da e in­ser­vi­ble, de igual ma­ne­ra Dios rea­li­za en mí su obra de arte”.En “Una mi­ra­da des­de la nada”, ca­tá­lo­go de obras blan­cas y si­len­cio­sas, y de re­fle­xio­nes au­to­bio­grá­fi­cas, leo es­tas pa­la­bras de quien hoy nos acom­pa­ña, Vi­cen­te Mo­li­na Pa­che­co (Ma­drid, 1956), sa­cer­do­te y pin­tor.

-Bueno, yo ten­go una vo­ca­ción pri­me­ra an­te­rior al sa­cer­do­cio, que es la lla­ma­da a la co­mu­nión con los de­más por la vía de la ex­pre­sión ar­tís­ti­ca plás­ti­ca. No es una trans­mi­sión por la pa­la­bra sino vi­tal. Lo que es el arte en sí, trans­mi­tir las emo­cio­nes más pro­fun­das por los me­dios más sen­ci­llos.

-Al con­tem­plar su vida se per­ci­ben dos mar­cas: el arte y la en­fer­me­dad.

-Hay otra mar­ca, la más fuer­te, que es la que yo reci­bo de Dios a tra­vés de la ora­ción de mi ma­dre. Ella su­frió mu­cho por mí, tam­bién por mi pa­dre. Cuan­do yo te­nía 27 años, un do­min­go fui a co­mer a su casa, yo ve­nía del Ras­tro ma­dri­le­ño, muy ale­gre (por aquel en­ton­ces yo es­ta­ba en lo que se lla­ma­ba la “mo­vi­da ma­dri­le­ña”, con todo lo que con­lle­va­ba aquel es­ti­lo de vida). Ella ve­nía de Misa. Se me que­dó mi­ran­do con una son­ri­sa y me dijo: “Hijo mío, por fin el Se­ñor me ha mos­tra­do que vas a en­trar en la Igle­sia”. Yo, cla­ro, en ese mo­men­to me reí. A los tres me­ses es­ta­ba pe­re­gri­nan­do a San­tia­go de Com­pos­te­la y, al cabo de un año de una con­ver­sión pro­fun­dí­si­ma, en­tra­ba en el Se­mi­na­rio de vo­ca­cio­nes tar­días de To­le­do, San­ta Leo­ca­dia.

-¿De ar­tis­ta bohe­mio a se­mi­na­ris­ta?

-Des­de muy jo­ven me de­di­qué a la pin­tu­ra. Iba por li­bre siem­pre, en la for­ma­ción era un desas­tre, me daba todo igual, co­gía lo que me in­tere­sa­ba de cada si­tio. Es­tu­ve dos años con Ve­nan­cio Blan­co, el es­cul­tor, lue­go en­tré en el Círcu­lo de Be­llas Ar­tes. Era una vida que me lle­vó al lí­mi­te, lle­gué in­clu­so al lí­mi­te del sui­ci­dio. En el pro­ce­so de con­ver­sión dejé de pin­tar y ex­pe­ri­men­té lo que es el su­fri­mien­to ho­lís­ti­co, vi­tal. Que­ría aca­bar con todo, todo se rom­pió y per­dió el sen­ti­do. Pero es­tan­do en esta si­tua­ción que me im­pe­día se­guir ade­lan­te, des­cu­bro una luz, una es­pe­cie de cuer­da de luz muy fi­ni­ta en me­dio de la os­cu­ri­dad. Me aga­rré a esa cuer­da y em­pe­cé a re­zar. Más tar­de, ya en el Se­mi­na­rio, leí en Kier­ke­gaard pre­ci­sa­men­te eso, que en el lí­mi­te del sui­ci­dio se en­cuen­tra una puer­ta ha­cia lo tras­cen­den­te. Hubo un cam­bio to­tal en mi vida.

-¿Rom­pió con su vida an­te­rior?

-Rom­pí cua­dros, mu­ra­les… in­clu­so obras que ha­bían sido pre­mia­das na­cio­nal­men­te. Te­nían tan­ta fuer­za so­bre mí que no me de­ja­ban avan­zar. El Se­ñor no me hizo an­dar en Él, ni si­quie­ra co­rrer, me hizo vo­lar. Me metí en una aso­cia­ción que cui­da­ba en­fer­mos por las ca­sas, una en­tre­ga que me fue ha­cien­do ver al se­me­jan­te, sus li­mi­ta­cio­nes, y en su mo­men­to el Se­ñor me in­di­có que mi ca­mino iba por otro lado y me fue di­ri­gien­do ha­cia el sa­cer­do­cio or­de­na­do. Em­pe­cé a ir a Misa dia­ria­men­te y a lle­var una in­ten­sa vida de ora­ción, en­tré en un gru­po de la Le­gión de Ma­ría (apa­re­cí allí con el pelo lar­go y pan­ta­lo­nes cor­tos pero me sen­tí bien des­de el pri­mer mo­men­to). Mi ma­dre, que siem­pre se ade­lan­ta­ba, otro do­min­go me dijo: “Hoy el Se­ñor me ha mos­tra­do en la Misa que vas a ser sa­cer­do­te”. “¡Ven­ga ya!”, dije yo. A los tres me­ses, ocul­ta­men­te, el 13 de mayo, me es­ta­ba di­ri­gien­do al Se­mi­na­rio de To­le­do en un tren cer­ca­nías del que es­tu­ve a pun­to de ba­jar­me en cada pa­ra­da. Fue una lu­cha tre­men­da pero lle­gué. Más tar­de vine a ha­cer la Teo­lo­gía a El Bur­go de Osma.

-¿Cuán­do vol­vió a co­ger los pin­ce­les?

-En el Se­mi­na­rio, cuan­do lle­gó el tiem­po de las co­me­dias, me pi­die­ron ha­cer los de­co­ra­dos. Yo dije que ni ha­blar, pero cla­ro, las co­me­dias iban a te­ner mu­cho me­nos bri­llo. Al fi­nal acep­té y ya to­dos los años me tocó ha­cer­los. Fue el co­mien­zo; a par­tir de ahí me fui ani­man­do.

-La se­gun­da mar­ca, la en­fer­me­dad…

-He es­ta­do desahu­cia­do por los mé­di­cos en tres oca­sio­nes pero aquí es­toy. Des­pués del se­gun­do tras­plan­te de mé­du­la, al año sa­lió otra vez la en­fer­me­dad; me die­ron una me­di­ci­na nue­va que, por cau­sa de un es­ta­do de in­to­xi­ca­ción pre­via, me que­mó el sis­te­ma ner­vio­so. Es­tu­ve sie­te me­ses con mor­fi­na, era como te­ner una ho­gue­ra en los pies. En­ton­ces en­ten­dí lo que sig­ni­fi­ca es­tar en el pur­ga­to­rio, no en el in­fierno, sino en el pur­ga­to­rio. La pri­me­ra vez que me di­je­ron que te­nía algo muy gra­ve, tuve una lu­cha in­ter­na te­rri­ble. Cuan­do ya acep­té, di el sal­to de fe in­terno, le dije al Pa­dre: “Tú quie­res esto, lo abra­zo con to­das mis fuer­zas. Ayú­da­me”. Abra­cé lo que Él me man­da­ba y em­pe­cé a sen­tir una pro­fun­da paz que me trans­mi­tía un es­ta­do de ple­ni­tud y ale­gría. Com­pren­dí las pa­la­bras de Je­sús en el Huer­to de los Oli­vos: “Que no se haga mi vo­lun­tad sino la tuya”. Y baja el án­gel con la copa de la con­so­la­ción. Hay que sa­ber abra­zar lo que Dios te va po­nien­do. Je­sús no ha­bría po­di­do lle­var la cruz si no fue­ra por­que, al abra­zar­la, es­ta­ba abra­zan­do al Pa­dre.

-Ese abra­zo lo vive día a día con la gen­te de los pue­blos que ha lle­va­do y tam­bién lo com­par­te con los más dé­bi­les y pe­que­ños.

-Sí, acom­pa­ñan­do a los más dé­bi­les, en­fer­mos o dis­mi­nui­dos, que mu­chas ve­ces tie­nen una sen­si­bi­li­dad ex­tre­ma, en­con­tra­mos esa paz y ese des­can­so que son como una an­te­sa­la del cie­lo.

-Dice An­to­nio Otei­za que “la pin­tu­ra re­li­gio­sa es la que se hace sa­gra­da, la que cre­ce des­de la mi­ra­da de la Nada”.

-Lo que in­ten­ta cap­tar esta pin­tu­ra es lo que se trans­mi­te a ni­vel de pen­sa­mien­to, de es­ta­do de áni­mo. Es una be­lle­za de otro or­den, que va des­cu­brien­do algo de ti, con imá­ge­nes y for­mas, con lo mí­ni­mo. Es­tan­do en Sa­la­man­ca vi el car­tón y le dejé pro­ta­go­nis­mo. Sólo uti­li­za­ba para dar­le un poco de sen­ti­do, car­bon­ci­llo y pin­tu­ra blan­ca, era esa ne­ce­si­dad de blan­co, de pu­re­za. En la en­fer­me­dad tam­bién tuve una pin­tu­ra ne­gra, fuer­te, os­cu­ra, sin luz. Des­pués una épo­ca rosa, siem­pre to­can­do un per­so­na­je, el mon­je, pre­tex­to para trans­mi­tir mis vi­ven­cias, esa bús­que­da de Dios. Este año pa­sa­do han sido bro­cha­zos gran­des, eté­reos, una gama de gri­ses, blan­co y ne­gro. Una pin­tu­ra muy rá­pi­da, muy suel­ta, con mu­cha vida, fres­ca, en mo­vi­mien­to, que trans­mi­te emo­ción, no algo muy per­fi­la­do, muy ma­cha­ca­do, eso per­ma­ne­ce muer­to.

-Aho­ra tie­ne al­gu­nas obras en León, en una ex­po­si­ción de pro­yec­ción in­ter­na­cio­nal…

-Sí, en la Fun­da­ción Me­ra­yo, en San­ti­bá­ñez de Por­ma, “Poé­ti­cas con­tem­po­rá­neas de Orien­te a Oc­ci­den­te”. So­mos tres ar­tis­tas es­pa­ño­les y tres ja­po­ne­ses. En el año 86/​87, or­ga­ni­céuna ex­po­si­ción que em­pe­zóen la igle­sia de San­ta Ma­ría de Huer­ta, éra­mos 14 ar­tis­tas con­tem­po­rá­neos. Pasó por Ber­lan­ga, Al­ma­zán y ter­mi­nó en la Co­le­gia­ta de Me­di­na­ce­li. Era una lla­ma­da al hom­bre de hoy, un diá­lo­go con él. La inau­gu­ró D. Fran­cis­co Pé­rez Gon­zá­lez, se que­dó im­pre­sio­na­do.

-Este año ha sido se­lec­cio­na­do en el 52º Pre­mio Reina So­fía de Pin­tu­ra y Es­cul­tu­ra, mu­chas fe­li­ci­da­des.

-Sí, lle­vé la obra “Es­ta­do in­te­rior”, un jue­go de lu­ces y som­bras que de­ter­mi­nan un es­ta­do del alma. Du­ran­te la vi­si­ta que hizo Doña So­fía le pude re­ga­lar mi li­bro “Luz en la Pa­sión”; lo re­ci­bió con mu­cho ca­ri­ño. Y en 1980 me die­ron la 3ª Me­da­lla en el 48 Sa­lón de Oto­ño de Ma­drid.

-¿Cues­ta más al ar­tis­ta li­be­rar­se de su ego?

-El ar­tis­ta, hu­ma­na­men­te ha­blan­do, se ali­men­ta de cier­ta va­ni­dad. Le gus­ta ser re­co­no­ci­do, ad­mi­ra­do y aplau­di­do. Eso no es malo cuan­do sir­ve de im­pul­so para me­jo­rar en el tra­ba­jo pues se re­co­no­ce que ha lle­ga­do aque­llo que que­ría co­mu­ni­car. Aho­ra bien, bus­car la adu­la­ción trae efec­tos pro­fun­da­men­te da­ñi­nos, en pri­mer lu­gar, au­men­ta el ego­cen­tris­mo po­nien­do en él el foco de aten­ción y, a su vez, os­cu­re­ce la reali­dad del ver­da­de­ro ca­mino. Se ha de vi­vir cier­ta as­ce­sis para des­in­to­xi­car­se de lo su­per­fluo y apa­ren­te. La me­di­ta­ción es fun­da­men­tal y, si es per­so­na de fe, la ora­ción es fuen­te que lle­va a la Ver­dad. El ar­tis­ta de suyo po­see una gran sen­si­bi­li­dad, por lo que los es­ta­dos emo­cio­na­les son más in­ten­sos y por lo tan­to ne­ce­si­ta de una base só­li­da como es la ora­ción… para no caer en des­equi­li­brios.

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