Conclusión : Aquel que responde al grito

            El misterio de El Arca como misterio de Fe y Luz, el misterio de las relaciones humanas, es el misterio de Héléne y Keiko. Es el misterio de alianza entre las personas. Tomar conciencia de la alianza que Dios ha establecido entre nosotros, es avanzar por el camino de las bienaventuranzas. Es comprender al otro, amar al otro, y entrar en el misterio del otro.

            Es verdad que caemos enseguida, que enseguida nos cansamos, que enseguida nos vemos atrapados en un círculo de depresión-agresividad e ira del que no sabemos salir. Podemos incluso encolerizarnos contra nosotros mismos, porque no somos capaces de ser bondadosos y aceptar a Héléne tal como es. También nosotros estamos heridos. Gritamos nuestro dolor, nuestra decepción, nuestra incapacidad, nuestra agresividad. Y podemos gritar en el vacío, pero también podemos gritar a Dios.

            Dios es el Paráclito. Se trata de una palabra que no comprendemos bien. Es difícil de traducir y es frecuente que no la traduzcamos o lo hagamos por abogado, defensor, consolador…, pero ninguno de esos términos se corresponde con su sentido exacto. Paracleitos viene de dos palabras griegas: Para, "junto a", y kaleo ", "llamar". El verbo para-kaleo quiere decir llamar "junto a uno", "pedir ayuda". El parakleitos es aquel que "corresponde a la llamada".

            Una madre es un paráclito para su hijo. Keiko era un paráclito para Héléne. Y Dios es nuestro Paráclito, es Aquel que responde a nuestro grito, que sabe interpretarlo, que puede sacarnos de nuestra cárcel, de nuestro propio sistema de defensas, Aquel que es lo bastante bondadoso y tierno para que podamos abrirnos.

            Dios es Aquel que responde al grito. Cuando habló por primera vez del paracleitos, Jesús dijo : "Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 16). Y añadió: "no os dejaré huérfanos", os enviaré una madre, un padre; no estaréis huérfanos".

            ¿Sabéis que el prototipo de grito del niño y del moribundo es siempre el mismo:

"¡Mamá!". Se dice que los hombres que mueren en el campo de batalla gritan "mamá".

La llamada fundamental es una llamada a la ternura de una madre, a la delicadeza y la dulzura de la madre. Solo ella puede levantar el cuerpecillo frágil o el cuerpo herido, llevarlo, cuidarlo, responder a sus lágrimas, sostenerlo para que el niño o moribundo, el que está sin defensa o con el sistema defensivo roto, sepa, a través de su cuerpo, que es amado. eso es el Nombre de Dios.

            No nos damos perfecta cuenta de la inmensa dulzura, de la inmensa delicadeza del espíritu Santo, que ni nos juzga ni nos condena, sino que conoce el mundo de heridas y defensas que hay en nosotros.

            Dios responde a nuestro grito con la comunión y nos ayuda también a vivir la comunión con los demás. Sin Él, no podemos. Tenemos demasiados miedos a ser heridos otra vez, y lo que más deseamos en el mundo, nos da al mismo tiempo, un miedo atroz.

            Para que Keiko y Héléne se abran la una a la otra, para que puedan vivir en comunión mutua, es preciso que sea el Espíritu Santo quien las una.

            Ser generoso es sencillo. Es bastante fácil enviar un cheque, ir a casa de alguien, llevar regalos, y después irse. Siempre es más fácil hacer cosas, pero más difícil ser vulnerable  entrar en comunión.

            Hoy, cuando este retiro termina, quizá podamos prepararnos para reconocer nuestra alianza, regocijarnos porque nuestras casas, nuestras Arcas, son o pueden ser lugares de comunión y celebración, lugares de fiesta donde cantamos porque Dios nos ha unido. Es importante cantar su alianza.

            El Jueves Santo, en Trosly, después de la misa, nos lavamos los pies unos a otros y después, comiendo el cordero pascual, recordamos: "¿dónde estabas hace diez años?". "En el hospital psiquiátrico …". "¿y tú?", "yo estaba aquí o allá, me sentía solo y angustiado. Y ahora formamos en conjunto una sola familia, ungida por Dios". Y es una maravilla, un milagro.

            Hemos pasado de la soledad -el asilo de San Felipe para Claudia, una cabañita para Luisito a la comunidad. Hemos cruzado todos el mar Rojo, de la esclavitud del miedo a la tierra prometida de la comunión. Así, el Jueves Santo, nos lo contamos, y después celebramos la alegría de la alianza, recordamos el camino recorrido y damos gracias porque estábamos solos, "no éramos un pueblo", éramos "mal amados", y ahora estamos juntos, como hermanos y hermanas, formando un pueblo amado que camina con Dios.

            Es bueno que en las familias, en las casas, podamos celebrar la alianza, dar gracias simplemente por estar juntos, regocijarnos de que Dios nos haya unido, nos haya confiado los unos a los otros, cada uno en su lugar, y en el corazón de todo, aquel que está en el origen de todo, aquel que llama a nuestra ternura, que nos llama a entrar en las bienaventuranzas, el más pequeño, el más pobre.

            En un mundo herido, nuestras familias, nuestras casas, nuestras comunidades, nuestras Arcas, pueden convertirse todas en pequeños oasis. Lugares humildes y pequeños, solidarios de los pobres y sufrientes, donde no hacemos grandes cosas, pero nos esforzamos por vivir esta alianza que Dios ha establecido entre nosotros. No lugares a parte, sino lugares abiertos, en comunión con los demás, con los vecinos, con la gente del barrio, pero también con los que están lejos. Todos formamos parte del mismo cuerpo, cada uno en su lugar, y es un mismo aliento el que nos anima.

            En Isaías, Dios dice: "¿ no sabéis cuál es el ayuno que me complace?". No las grandes manifestaciones exteriores, sino "romper las cadenas injustas, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los oprimidos, y arrancar todo yugo; compartir tu pan con el hambriento, recibir en casa a los pobres sin hogar -Los Luisitos, las Claudias, los desdichados-, vestir al que veas desnudo y no apartarte de tu semejante -tu hermano, tu hermana-.

            Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente. Te precederá tu justicia, y la gloria de Yahvé te responderá, pedirás socorro, y dirá: "Aquí estoy". Pero no gritarás, no llamarás más que si tocas tu propia pobreza, tu propia inseguridad. "Si apartas de ti todo yugo, todo gesto amenazador y no hablas maldad -la agresividad-, si repartes al hambriento tu pan, y el alma afligida dejas saciada, resplandecerá en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será como mediodía.

            Te guiará Yahvé de continuo, hartará en los sequedales tu alma – te quejas de no tener bastante alimento espiritual-. Él dará vigor a tus huesos -tendrás la salud y energía precisas para lo que hayas de vivir-, y -recuerda a la samaritana- serás como huerto regado o como manantial cuyas aguas nunca le faltan" (Is 58, 6-11)

            Sí, estoy convencido de que Jesús vela por cada uno de nosotros, por nuestras pequeñas Arcas, nuestras casas, nuestras comunidades, que Él nos llama a ser fuentes de unidad en un mundo tan dividido, que Él nos llama donde estemos, sea cual sea nuestra vida, a no huir más de la realidad, a no intentar escapar mediante sueños, ilusiones o teorías, a no dejarlo todo para mañana, imaginando que mañana, por arte de magia, seremos distintos, sino a ahondar en la realidad, a descubrir que el agua brota de la tierra y que es ahondando en el barro, en la realidad llena de sufrimientos y rupturas, donde encontraremos a Dios. Dios se hizo carne, se hizo materia, se hizo movimiento, cambio, sufrimiento: ya no debo tener miedo.

            Está en su Palabra, en su Eucaristía, en el sacramento del perdón y en el sacramento del pobre, está en mi propia pobreza, en mi fragilidad y en mis heridas. Está oculto, pero está. Por eso podemos cantar como María, que lleva en sí el cuerpo oculto de Jesús:

"Alaba mi alma la grandeza del Señor,

y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador,

porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava,

por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,

porque ha hecho en mi favor grandes cosas el Todopoderoso,

santo es su nombre,

y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen.

Desplegó la fuerza de su brazo,

dispersó a los de corazón altanero.

Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.

A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías.

Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia

como había anunciado a nuestros padres,

a favor de Abraham y de su linaje por los siglos ".  (Lc. 1, 46-55)

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