La crisis del coronavirus a la luz de la fe y la Palabra de Dios / Por P. José María Prats

P. José María Prats / Camino Católico.- La enfermedad covid-19 está generando una de las mayores crisis de nuestra historia reciente. Muchos están escribiendo sobre esta crisis desde el punto de vista sanitario, sociológico, político o económico. A mí, como sacerdote, me toca interpretar esta crisis a la luz de la fe cristiana y la Palabra de Dios.

El pecado es la causa profunda de la desgracia y el sufrimiento

El segundo capítulo del Génesis nos presenta al hombre en comunión con Dios en el paraíso, en cuyo centro Dios ha plantado dos árboles: el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal. El primero representa el bienestar que el ser humano recibe por estar en comunión con Dios, que es la fuente de la vida. El segundo representa la ley de Dios, su designio para la creación, que ha inscrito en la esencia misma de sus creaturas. Para poder acceder al árbol de la vida, el ser humano tiene que respetar el árbol del conocimiento del bien y del mal, es decir, acoger el orden divino. La advertencia de Dios no puede ser más clara: «si comes de él, morirás sin remedio» (Gn 2,17).

El tercer capítulo del Génesis nos presenta el drama de la profanación de este árbol bajo la seducción del Maligno y las consecuencias anunciadas: sufrimiento, explotación, enfermedad, muerte… La comunión del ser humano con Dios, con sus semejantes y con la creación se ha roto y el hombre y la mujer deben abandonar el paraíso, en cuya entrada Dios puso «a los querubines y una espada llameante que brillaba, para cerrar el camino del árbol de la vida» (Gn 3,24). Perdimos la salud, el bienestar, la paz individual y social, porque profanamos el orden divino rompiendo la comunión con aquél que es la fuente de la vida.

El resto de la Escritura nos narra la iniciativa de Dios para devolver al ser humano a la comunión con Él, para la cual fue creado: purifica a la humanidad, establece sucesivas alianzas, manifiesta explícitamente sus designios a través de sus enviados, corrige las infidelidades… hasta que en la plenitud de los tiempos restablece definitivamente esta comunión por el sacrificio de Cristo.

Pero esta historia de salvación se realiza desde el más escrupuloso respeto a la libertad del ser humano que, como nuestros primeros padres, puede decidir entre acoger y promover el orden divino cuyo compendio es el amor y la donación de sí mismo, o rechazar este orden buscando en vano la afirmación de sí mismo frente a Dios y sus semejantes. La primera decisión conduce al bienestar y a la vida, la segunda, al caos, el sufrimiento y la destrucción.

Recordemos las palabras que Dios dirige a su pueblo antes de entrar en la tierra prometida:

«Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla. Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo os declaro hoy que moriréis sin remedio; no duraréis mucho en la tierra adonde tú vas a entrar para tomarla en posesión una vez pasado el Jordán (Dt 30,15-18).

¡Hemos pecado!

Las banderas de los países en los que se han registrado casos de coronavirus fueron proyectadas el pasado 18 de marzo en un acto religioso sin público para orar por todos los enfermos en el Santuario del Cristo Redentor, la gigantesca estatua que corona el cerro del Corcovado en Río de Janeiro.

En la Escritura vemos continuamente cómo el pueblo de Dios es consciente de que su pecado es la causa última de las desgracias que le toca padecer. Cuando en el desierto aparecen serpientes que muerden y matan a los israelitas (Nm 21), cuando en la época de los jueces los israelitas son oprimidos por los pueblos vecinos (Jue 10), cuando Jerusalén es destruida por los caldeos (2 Re 25), cuando la peste asola Israel (2 Sm 24)… la reacción siempre es la misma: ¡Hemos pecado!, hemos contradicho la voluntad del Señor.

El caos provocado por la covid-19 (enfermedad, muerte, sufrimiento, inseguridad, pobreza…) es un signo muy fuerte y universal para nuestro tiempo. Desde la fe, nuestra reacción no puede ser otra que el reconocimiento de nuestra rebelión contra el orden divino: ¡Hemos pecado!

Es el momento de hacer examen de conciencia y reconocer los gravísimos pecados de nuestro tiempo:

  • Hemos apostatado de nuestra fe y abandonado al Dios vivo y verdadero

La fe que nos lleva a reconocer a Dios como Creador, Redentor y Señor de nuestras vidas y a someternos al orden que ha establecido para la creación es la que nos une a Él para participar de su plenitud de vida. Como sociedad hemos renegado de esta fe y nos hemos erigido en “señores” que actúan y legislan al margen y en contra de la ley divina. Ya no invocamos al Dios en quien no creemos ni le ofrecemos el culto justo y necesario. Hemos desertado de la eucaristía, donde accedíamos al árbol de la vida, y nos hemos quedado sin vida: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,54).

  • Hemos sustituido al Dios vivo por un materialismo egoísta e insolidario

Dice el Señor por medio del profeta Jeremías: «Una doble maldad ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (Jr 2,13). Hemos ido a buscar la vida a otras fuentes que son incapaces de saciar nuestra sed: las comodidades y seguridades materiales, las experiencias gratificantes, el afán de poder, la vanidad, la sexualidad vivida como mera gratificación y autoafirmación… Y la avidez por saciarnos de estas fuentes nos ha llevado a la corrupción, el engaño y la exclusión de los más débiles. El 20% de la población mundial consume el 80% de los recursos.

  • Hemos profanado el designio de Dios para la sexualidad y la familia

Dios ha establecido la sexualidad como manifestación del amor y donación de los esposos que es capaz de engendrar la vida. Nosotros hemos desvinculado el sexo del matrimonio y de la vida para convertirlo en un instrumento de gratificación personal egoísta. Profanando la sexualidad hemos destruido la estabilidad y santidad personal, familiar y social.

Hemos promovido, además, la ideología de género, que supone una rebelión contra el designio de Dios manifestado en la corporeidad masculina o femenina dada a cada persona.

  • Nos hemos apropiado del don de la vida, del que sólo Dios puede disponer

Cada año se producen en el mundo más de 40 millones de abortos inducidos, que corresponde a más del 20% de los embarazos, siendo ésta la principal causa de mortalidad. Es gravísimo, horroroso, infame. Consecuencia, en gran medida, de la desvinculación del sexo del matrimonio y de la vida, que convierte los embarazos en “accidentes indeseables”.

Por otra parte vemos extenderse cada vez más la eutanasia. En Holanda, entorno a un 4% de los fallecimientos son por eutanasia.

Recordemos las palabras de Dios a Caín que ponen de manifiesto las consecuencias de disponer de un don, el de la vida, que no nos pertenece:

«¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo. Por eso te maldice ese suelo que ha abierto sus fauces para recibir de tus manos la sangre de tu hermano. Cuando cultives el suelo, no volverá a darte sus productos. Andarás errante y perdido por la tierra» (Gn 4,10-12).

¡Penitencia! ¡Dios es justo! ¡Misericordia!

La conciencia y reconocimiento del propio pecado al experimentar la desgracia va acompañada en la Escritura de la humillación y penitencia ante Dios, la proclamación de la justicia y fidelidad divinas y la invocación de su perdón y misericordia. Todos estos elementos aparecen, por ejemplo, en la oración de Daniel, joven judío deportado a Babilonia por Nabucodonosor:

«Después me dirigí al Señor Dios, implorándole con oraciones y súplicas, con ayuno, saco y ceniza. Oré al Señor, mi Dios, y le hice esta confesión: “Señor, Dios grande y terrible, que guarda la alianza y es leal con los que lo aman y cumplen sus mandamientos. Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No hicimos caso a tus siervos los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra. Tú, mi Señor, tienes razón y a nosotros nos abruma la vergüenza (…) porque hemos pecado contra ti. Pero, mi Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona, aunque nos hemos rebelado contra él. No obedecimos la voz del Señor, nuestro Dios, siguiendo las normas que nos daba por medio de sus siervos, los profetas (…) No hemos aplacado al Señor, nuestro Dios, convirtiéndonos de nuestros crímenes y reconociendo tu verdad. El Señor estuvo atento a la desgracia y la trajo sobre nosotros, porque el Señor, nuestro Dios, es justo en todo lo que hace y no hemos escuchado su voz. Ahora, mi Señor, Dios nuestro, que sacaste a tu pueblo de Egipto con mano fuerte y te hiciste un nombre como el que hoy tienes, hemos pecado y obrado inicuamente. Señor mío, según toda tu justicia, retira, por favor, tu ira y tu furor de tu ciudad de Jerusalén, tu monte santo, porque, por nuestros pecados y por los crímenes de nuestros padres, Jerusalén y tu pueblo son afrenta ante todos los que nos rodean. Escucha ahora, Dios nuestro, la oración de tu siervo y sus súplicas, y por tu honor haz brillar tu rostro sobre tu santuario asolado. Señor, inclina tu oído y escúchame; abre los ojos y mira nuestra desolación y la ciudad que lleva tu nombre; pues, al presentar ante ti nuestras súplicas, no confiamos en nuestra justicia, sino en tu gran compasión. Escucha, Señor; perdona, Señor; atiende, Señor; actúa sin tardanza, Señor mío» (Dn 9,3-10.13-19).

Estas son las actitudes del pueblo de Dios ante la desgracia, las que deberíamos tener ante la profunda crisis que estamos padeciendo. Son, además, actitudes que estamos llamados a vivir con especial intensidad en el tiempo de Cuaresma, durante el cual se ha desatado la pandemia en nuestro país.

¡Volvamos al Señor!

Pero no olvidemos que Dios nos ha creado para la vida, para compartir eternamente su gloria. La desgracia que Él permite es siempre una llamada a la conversión, a tomar conciencia de la gravedad y consecuencias de nuestros pecados, a enmendarnos y volver de nuevo a la comunión con Él.

«Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: “Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.” Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos. Ciertamente tuvimos por educadores a nuestros padres carnales y los respetábamos; ¿con cuánta más razón nos sujetaremos al Padre de nuestro espíritu, y así viviremos? Porque aquellos nos educaban para breve tiempo, según sus luces; Dios, en cambio, para nuestro bien, para que participemos de su santidad. Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que se cura. Buscad la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie verá al Señor. Procurad que nadie se quede sin la gracia de Dios» (Heb 12,5-15).

Desde nuestra mentalidad materialista tendemos a contemplar la crisis únicamente desde sus consecuencias más aparentes: muerte, sufrimiento, angustia, precariedad, inseguridad, aislamiento. Olvidamos que sólo hay un bien absoluto: la salvación de las almas. Si lo que estamos viviendo nos lleva al arrepentimiento, a la conversión y al retorno a Dios con un corazón contrito y humillado, entonces habrá sido una bendición y veremos claramente en ello la misericordia de Dios.

Este es el punto más importante de este escrito: De nosotros depende que esta pandemia sea solamente un flagelo y una fuente de sufrimiento, o sea también, y por encima de todo, un instrumento de gracia que devuelva la salud profunda, radical, a nuestra sociedad.

En el Apocalipsis se narran las plagas y desgracias de los últimos tiempos, y se nos dice que los hombres no supieron ver en ellas una llamada a la conversión:

«Y oí una voz potente que salía del santuario y decía a los siete ángeles: “Id a derramar en la tierra las siete copas de la ira de Dios”. Salió el primero y derramó su copa en la tierra, y una úlcera maligna y dolorosa apareció en las personas que llevaban la marca de la fiera y adoraban su imagen. El segundo derramó su copa en el mar, y el mar se convirtió en sangre como de muerto; y todo ser vivo que había en el mar murió. El tercero derramó su copa en los ríos y manantiales, y se convirtieron en sangre. Oí al ángel de las aguas que decía: “Justo eres, el que es y el que eras, el Santo, porque has realizado estos juicios: a los que derramaron sangre de los santos y profetas, tú les has dado a beber sangre. Se lo merecen”. Y oí que el altar decía: “Sí, Señor, Dios, el todopoderoso, tus juicios son verdaderos y rectos”. El cuarto derramó su copa en el sol y se le permitió abrasar a las personas con su fuego; y las personas fueron abrasadas por el enorme calor; y blasfemaron contra el nombre de Dios que tenía el poder sobre estas plagas, pero no se convirtieron dando gloria a Dios. El quinto derramó su copa sobre el trono de la fiera, y su reino quedó en tinieblas; y se mordían la lengua de dolor y maldecían al Dios del cielo por sus dolores y sus úlceras, pero no se arrepintieron de sus obras» (Ap 16,1-11).

Que no nos pase como a ellos. Sepamos interpretar este signo de Dios como una llamada a la conversión y a la santidad, para que manifieste en nosotros la gracia y la misericordia divinas:

«Cuando cierre el cielo y no llueva, cuando mande a la langosta que devore la tierra, cuando envíe la peste contra mi pueblo, si mi pueblo, sobre el que es invocado mi Nombre, se humilla, ora, me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y sanaré su tierra» (2 Cr 7,13-14).

Tras la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Israel fue “confinado” en Babilonia durante setenta años, sin poder celebrar el culto sacrificial. Pero durante este tiempo tomó conciencia de los pecados que le habían llevado a esta situación y profundizó en la Palabra de Dios con el deseo de cumplirla fielmente. Terminado este tiempo, regresó a Jerusalén para reconstruir el Templo del Señor destruido por los caldeos. Esta pandemia nos ha confinado en nuestras casas sin la posibilidad de celebrar el sacrificio eucarístico. Que este sea también para nosotros un tiempo de reflexión, de toma de conciencia de nuestros pecados y de conversión. Que salgamos de este confinamiento con el deseo de reconstruir el Templo del Señor, que es la Iglesia, destruido por nuestra apostasía, mediante el fiel cumplimiento de la Palabra de Dios.

Termino con unas palabras del profeta Oseas, llenas de resonancias en estos días en que nos preparamos para la celebración del Triduo Pascual:

«Vamos, volvamos al Señor. Porque él ha desgarrado, y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos. Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora. Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera que empapa la tierra» (Os 6,1-3).

P. José María Prats

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